Por: Andrés Ricardo Pérez R.
Serie: Constelaciones
El
transitar pausado del cosmos. Estrellas como miles de ojos que miran desde el
cielo, miles de ojos que miran las estrellas. El Egeo, pleno de constelaciones
reflejadas en la superficie. Las nereidas se bañaban en la costa, reflejado los
cuerpos celestes en los senos mojados, la piel regada de luces. Luces muertas.
Los
marineros ataban los nudos en el muelle abandonado. Recogían las velas con
algarabía, dejaban descansar los remos. Los dioses regalaron mares tranquilos y
cielos despejados. Compartían un ánfora de vino para celebrar llegar a puerto.
Regaron un poco sobre las aguas para que Neptuno, embriagado, no tuviese fuerza
para agitar las olas de regreso a casa.
Polinices
se separó de sus compañeros en fiesta. Caminó por las costas desiertas con la única
compañía de los astros en el cielo. Las olas que morían en la playa le lamían
los pies. Escucho risas y conversaciones
mujeriles en la ensenada. Se aproximó.
Caminó
con sigilo hasta unas rocas. Espió en silencio la escena. En una playa secreta
se bañaban las ninfas. Se decía que preferían las noches sin luna para evitar
la mirada de los mortales, otros, por el contrario afirmaban que la luz de
Selene revelaba sus verdaderas formas y por tanto la rehuían, prefiriendo la
luz pálida de las estrellas.
En
cualquier caso, Polinices cayó presa del encantamiento. No podía alejar su
mirada de los hermosos cuerpos que se bañaban en ese caldo oscuro de astros,
que jugaban con los leones marinos y los delfines y se reían hablando de sus
aventuras con los dioses y los reyes. Los cabellos adornados con perlas y
corales. Sonrisas de perlas. Sortilegio.
El
marinero no pudo evitar la tentación de aproximarse un poco más. Se deslizaba
como una sombra entre las rocas, algunos rezagos del vino tomado en cubierta le
hacían tropezar y tumbar algunas piedras hacia las aguas. El sonido de las olas
lo encubría, la oscuridad lo cobijaba.
Lisímaco
desembarcó para buscar a Polinices. Hacía más de una hora que se había
ausentado. Aventurarse solo en aquellas playas olvidadas constituía una imprudencia. Los jóvenes suelen
ser propensos a desoír consejos. No siquiera había llevado consigo su panoplia.
Todavía tenía mucho que aprender sí quiera llegar a ser un verdadero guerrero.
Caliope
y Cibeles debatian con los cuerpos descubiertos, la arena se les pegaba de las
pieles mojadas. Las dos competían en alardeos por cual había yacido con el héroe
más glorioso de la guerra de Troya.
-¿Patroclo
o Aquiles?
-Patroclo,
sin duda. Aquiles es demasiado vanidoso, casi mujeril. La inmortalidad resulta
poco varonil en el campo de batalla.
-¿Ayax
u Odiseo?
-Ayax
y su brutalidad animal. La castidad de Odiseo por esa frígida mortal que lo
espera en Ítaca me exaspera. Un verdadero guerrero debe darse otras licencias,
además de la carnicería y el pillaje. Hasta los dioses se complacen en conocer
cuerpos prohibidos.
-Lo
sabrás tú, la más puta del Olimpo.
-No
se conoce el verdadero gozo, hasta que se yace con un dios.
-prefiero
los mortales, sus flaquezas, sus debilidades, su apego sensual a la vida. Luego
de tantos siglos de vivir, los inmortales olvidan el verdadero objetó de la
voluptuosidad, la naturaleza efímera del deseo.
Rieron
y se salpicaron con el agua. Polinices, desde su escondite, ansiaba besar sus
labios salobres. Cada vez cedía con mayor
entrega al encanto sublime que emanaba de aquellas hijas del mar. Trataba de
contenerse, de no revelar su presencia y arriesgarse a que se difuminaran en la
espuma. Sin embargo, no podía evitar acercarse, quería conquistarlas,
atraparlas, gozar con ellas bajo la luz de Orión, las Pléyades y Tauro. Embrujo
y ebriedad no son buenos guías entre los arrecifes y los precipicios; el
infeliz dio un paso en falso, se precipitó desde el acantilado, aún sumido en
el sueño del encantamiento, apenas sintió su cuello estrellando se contra la
arena. Oscuridad, silencio, complacencia.
Las
Nereidas interrumpieron su charla al sentir un golpe seco contra la arena. Se
dispusieron a emprender la huída. No obstante, Caliope, curiosa como siempre,
indagó sobre la causa del estruendo. Descubrió entre las rocas un cuerpo joven
y hermoso. Parecía dormir en un sueño poblado de ilusiones placenteras. Cibeles
lo tomó entre los brazos, y le acarició la piel quemada de marinero. Se percató
que no respiraba.
-¿Vez
lo que te decía? La belleza efímera que confiere la mortalidad. Incluso roto, este
efebo triste y quebradizo brilla con una luz que ni el propio Júpiter, en toda
su magnificencia, podrá nunca alcanzar. Sus formas exquisitas amaron poco, pero
con una intensidad que no conocerán los que están condenados a presenciar todas
las épocas del mundo. Una Lástima no
haberlo podido amar en su mediodía. Como no lo podré poseer en vida, lo
conservaré en la muerte. Lo enterraré en mi palacio y de su carne brotarán
jacintos.
Caliope
también se había prendado del bello cadáver del guerrero. Ella, la partidaria
de lo imperecedero, lo quería para un fin distinto. Como no tenía las
facultades para revivirlo, como su boca exánime de muerto nunca podría probar
la ambrosía que lo convertiría en inmortal, había planeado una estratagema
singular.
Mientras
Cibeles acariciaba los cabellos del doncel, Caliope se procuró una roca.
Embelesada, la otra ni se dio cuenta mientas le dejaban inconsciente con un
golpe seco en la cabeza..Caliope, victoriosa le arrebató el preciado premio
mientras subía al cielo con el cuerpo del guerrero ayudada por las gaviotas.
Una
vez en la bóveda celeste, habiendo sorteado al escorpión, a la osa y a las fechas
de Orión, procedió a coser del firmamento los tejidos y los miembros del joven
inmolado. Con empeño le confeccionó una
especie distinta de inmortalidad para poder amarlo para siempre. Inmortal, sólo
le pertenecería a ella mientras los hombres de todas las edades aún mirasen las
estrellas.
Lisímaco
y la tripulación buscaron en vano al joven perdido, sin imaginar que lo único
que tenían que hacer para encontrarlo era mirar al cielo.
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