9 abr 2014

LA INMORTALIDAD SE TEJE EN EL FIRMAMENTO

Por: Andrés Ricardo Pérez R.

Serie: Constelaciones



El transitar pausado del cosmos. Estrellas como miles de ojos que miran desde el cielo, miles de ojos que miran las estrellas. El Egeo, pleno de constelaciones reflejadas en la superficie. Las nereidas se bañaban en la costa, reflejado los cuerpos celestes en los senos mojados, la piel regada de luces. Luces muertas.

Los marineros ataban los nudos en el muelle abandonado. Recogían las velas con algarabía, dejaban descansar los remos. Los dioses regalaron mares tranquilos y cielos despejados. Compartían un ánfora de vino para celebrar llegar a puerto. Regaron un poco sobre las aguas para que Neptuno, embriagado, no tuviese fuerza para agitar las olas de regreso a casa.

Polinices se separó de sus compañeros en fiesta. Caminó por las costas desiertas con la única compañía de los astros en el cielo. Las olas que morían en la playa le lamían los pies. Escucho risas  y conversaciones mujeriles en la ensenada. Se aproximó.

Caminó con sigilo hasta unas rocas. Espió en silencio la escena. En una playa secreta se bañaban las ninfas. Se decía que preferían las noches sin luna para evitar la mirada de los mortales, otros, por el contrario afirmaban que la luz de Selene revelaba sus verdaderas formas y por tanto la rehuían, prefiriendo la luz pálida de las estrellas.

En cualquier caso, Polinices cayó presa del encantamiento. No podía alejar su mirada de los hermosos cuerpos que se bañaban en ese caldo oscuro de astros, que jugaban con los leones marinos y los delfines y se reían hablando de sus aventuras con los dioses y los reyes. Los cabellos adornados con perlas y corales. Sonrisas de perlas. Sortilegio.

El marinero no pudo evitar la tentación de aproximarse un poco más. Se deslizaba como una sombra entre las rocas, algunos rezagos del vino tomado en cubierta le hacían tropezar y tumbar algunas piedras hacia las aguas. El sonido de las olas lo encubría, la oscuridad lo cobijaba.

Lisímaco desembarcó para buscar a Polinices. Hacía más de una hora que se había ausentado. Aventurarse solo en aquellas playas olvidadas  constituía una imprudencia. Los jóvenes suelen ser propensos a desoír consejos. No siquiera había llevado consigo su panoplia. Todavía tenía mucho que aprender sí quiera llegar a ser un verdadero guerrero.

Caliope y Cibeles debatian con los cuerpos descubiertos, la arena se les pegaba de las pieles mojadas. Las dos competían en alardeos por cual había yacido con el héroe más glorioso de la guerra de Troya.

-¿Patroclo o Aquiles?
-Patroclo, sin duda. Aquiles es demasiado vanidoso, casi mujeril. La inmortalidad resulta poco varonil en el campo de batalla.

-¿Ayax u Odiseo?
-Ayax y su brutalidad animal. La castidad de Odiseo por esa frígida mortal que lo espera en Ítaca me exaspera. Un verdadero guerrero debe darse otras licencias, además de la carnicería y el pillaje. Hasta los dioses se complacen en conocer cuerpos prohibidos.

-Lo sabrás tú, la más puta del Olimpo.
-No se conoce el verdadero gozo, hasta que se yace con un dios.
-prefiero los mortales, sus flaquezas, sus debilidades, su apego sensual a la vida. Luego de tantos siglos de vivir, los inmortales olvidan el verdadero objetó de la voluptuosidad, la naturaleza efímera del deseo.

Rieron y se salpicaron con el agua. Polinices, desde su escondite, ansiaba besar sus labios salobres.  Cada vez cedía con mayor entrega al encanto sublime que emanaba de aquellas hijas del mar. Trataba de contenerse, de no revelar su presencia y arriesgarse a que se difuminaran en la espuma. Sin embargo, no podía evitar acercarse, quería conquistarlas, atraparlas, gozar con ellas bajo la luz de Orión, las Pléyades y Tauro. Embrujo y ebriedad no son buenos guías entre los arrecifes y los precipicios; el infeliz dio un paso en falso, se precipitó desde el acantilado, aún sumido en el sueño del encantamiento, apenas sintió su cuello estrellando se contra la arena. Oscuridad, silencio, complacencia.

Las Nereidas interrumpieron su charla al sentir un golpe seco contra la arena. Se dispusieron a emprender la huída. No obstante, Caliope, curiosa como siempre, indagó sobre la causa del estruendo. Descubrió entre las rocas un cuerpo joven y hermoso. Parecía dormir en un sueño poblado de ilusiones placenteras. Cibeles lo tomó entre los brazos, y le acarició la piel quemada de marinero. Se percató que no respiraba.

-¿Vez lo que te decía? La belleza efímera que confiere la mortalidad. Incluso roto, este efebo triste y quebradizo brilla con una luz que ni el propio Júpiter, en toda su magnificencia, podrá nunca alcanzar. Sus formas exquisitas amaron poco, pero con una intensidad que no conocerán los que están condenados a presenciar todas las épocas del mundo.  Una Lástima no haberlo podido amar en su mediodía. Como no lo podré poseer en vida, lo conservaré en la muerte. Lo enterraré en mi palacio y de su carne brotarán jacintos.

Caliope también se había prendado del bello cadáver del guerrero. Ella, la partidaria de lo imperecedero, lo quería para un fin distinto. Como no tenía las facultades para revivirlo, como su boca exánime de muerto nunca podría probar la ambrosía que lo convertiría en inmortal, había planeado una estratagema singular.

Mientras Cibeles acariciaba los cabellos del doncel, Caliope se procuró una roca. Embelesada, la otra ni se dio cuenta mientas le dejaban inconsciente con un golpe seco en la cabeza..Caliope, victoriosa le arrebató el preciado premio mientras subía al cielo con el cuerpo del guerrero ayudada por las gaviotas.

Una vez en la bóveda celeste, habiendo sorteado al escorpión, a la osa y a las fechas de Orión, procedió a coser del firmamento los tejidos y los miembros del joven inmolado.  Con empeño le confeccionó una especie distinta de inmortalidad para poder amarlo para siempre. Inmortal, sólo le pertenecería a ella mientras los hombres de todas las edades aún mirasen las estrellas.

Lisímaco y la tripulación buscaron en vano al joven perdido, sin imaginar que lo único que tenían que hacer para encontrarlo era mirar al cielo.











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