Por: Hebert Rodríguez
Serie: Constelaciones
Del
horizonte plateado por la luna, surgían olas. Se arrastraban sobre una
superficie púrpura con furia. Una sobre otra, destruían el cuerpo de las otras;
se imponían; rompían por la cresta el cuerpo de espuma y sobre la orilla morían
y renacían en un eterno esfuerzo por trepar a la playa. Era el mar sometido por
los vientos de verano y sobre sus espaldas de plata, un hombre caminaba hasta
la tierra sin hundirse. Desde la playa, René observaba el cuerpo acercarse
hasta la orilla. Fumaba un tabaco. Sintió frío. La luna le imponía una
apariencia inmaculada al cuerpo, que más que carne, era un resplandor. Cerró
los ojos para identificar un poco el rostro, pero la luz diáfana causaba un
efecto contrario en la visión. Era René un insecto ante el astro. Cegatón y
tembloroso, esperaba el encuentro.
***
La
imagen del mar en abril le complacía; le llenaba lo que él llamaba “el alma”.
Se sentaba bajo la sombra de un palo sin hojas y fumaba y se perdía en la
llanura púrpura del mar nocturno. El sonido de las olas era un eco; un grito
mudo atrapado en ese cuerpo cristalino. Así decía René que sonaba su espíritu:
un latir indescriptible. Encendió un tabaco y el humo le contrajo el pulmón y
le aguó los ojos; veía borroso. Entre la toz y la ceguera, veía acercarse entre
las olas, un cuerpo. A pesar de la luz, sólo alcanzaba a distinguir las
vestiduras que irradiaban un brillo de estrella entre la noche, aunque para él,
el cuerpo blanco no llevaba arropo; era el brillo de un cuerpo desnudo.
***
René
salió de su casa en el ocaso. Caminó por la vereda hasta toparse con el llano
aguamarina del mar del Caribe: “La sabana del alma”, como le enseñó su viejo.
Contenido, guardaba silencio. Era un mar nocturno revuelto por la luna, aún de
día. No quería obligaciones. Sabía que casarse con Elisa no era su destino.
Quería el mar. Al menos verlo. Apropiárselo de una manera tranquila; porque
René era consciente de que capturarlo era un esfuerzo perdido. Caminaba hasta
la playa para aclarar sus ideas. El matrimonio, su familia, el pueblo que
esperaba el casamiento. “René Torres y familia ¡Qué honorable!”. La idea de Los
Torres, en plural, no era para él placentera. Quería la tranquilidad del viento
y los libros de Jattin en el patio de su casa. Quería algo más que un lecho tibio
que a medida que trascurrieran las horas, se enfriara en la cama. Tomó una
silla y se sentó bajo un palo deshojado. Esperaba la noche.
***
Encendió
un tabaco y esperó la muerte del día. El fuego del cielo no era vívido como los
días de arreboles. Era plomizo. Opaco por las nubes. Sentado en la playa,
miraba el mar. Pensaba en la imagen que su viejo le narraba: “La sabana del
alma” (¿Sábana o sabana?). Aspiraba el humo del tabaco. Pensaba en Elisa. La
quería, pero quería más el mar. Sabía que era un cobarde por no enfrentar al
pueblo, por no decir que le importaba un carajo el casamiento, que sólo quería
los versos de Jattin y la sabana aguamarina. René Torres el solitario.
***
Si quisieras oír lo que me digo en la almohada
El rubor de tu rostro sería la recompensa
Son palabras tan íntimas como mi propia carne
***
La
tarde se había marchado tras la línea infinita del horizonte. La luz áurea del
sol entre las nubes, era ahora una luz clara entre la noche. René esperaba el
despertar del mar. Veía el plancton brillar entre la espuma; el reflejo de la
luna en el estallido de la ola; el silencio de la imagen del mar incontenible.
Pensó en Elisa. Sabía que la quería: “Es una buena muchacha”. Pero había algo.
***
Te cuento ¿Sí? ¿No te vengarás un día? Me digo:
Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
Y en tu sexo el milagro de una mano que baja
En el momento más inesperado y por azar
Lo toca con ese fervor que inspira lo sagrado
***
Quizá
era el pueblo, la familia, los nuevos Torres. René y su amor por la soledad.
Tal vez no era Elisa, ni el casamiento ni el hasta que la muerte nos separe y esos asuntos sociales.
***
No soy malvado Trato de
enamorarte
Intento ser sincero con lo enfermo que estoy
Y entrar en el maleficio de tu cuerpo
Como un río que teme al mar pero siempre muere en él
***
Observó
un destello sobre una de las olas que avanzaba hasta la orilla. Era un cuerpo
que flotaba sobre el agua. Era Jattin, llamándolo hacia el agua. René,
emocionado, se quitó la ropa y se lanzó al mar. Nadaba hacia la luz que
brillaba entre las olas. Desesperado, braceaba con fuerza en contravía del mar
que viajaba hacia la orilla. Veía a Jattin esperarlo a lo lejos, impasible. Lo
llamaba con las manos. Le recitaba un poema. René, alumbrado por la luna, era
un cuerpo brillante entre el mar púrpura. Un astro entre el cielo de agua.
Fatigado, aturdido por la sal y el agua, desfallecía. A lo lejos, en la orilla,
estaba su cuerpo. Dormitaba boca arriba apuntando a la luna.