15 abr 2014

NÁUFRAGO

Por: Hebert Rodríguez
Serie: Constelaciones 


Del horizonte plateado por la luna, surgían olas. Se arrastraban sobre una superficie púrpura con furia. Una sobre otra, destruían el cuerpo de las otras; se imponían; rompían por la cresta el cuerpo de espuma y sobre la orilla morían y renacían en un eterno esfuerzo por trepar a la playa. Era el mar sometido por los vientos de verano y sobre sus espaldas de plata, un hombre caminaba hasta la tierra sin hundirse. Desde la playa, René observaba el cuerpo acercarse hasta la orilla. Fumaba un tabaco. Sintió frío. La luna le imponía una apariencia inmaculada al cuerpo, que más que carne, era un resplandor. Cerró los ojos para identificar un poco el rostro, pero la luz diáfana causaba un efecto contrario en la visión. Era René un insecto ante el astro. Cegatón y tembloroso, esperaba el encuentro.

***

La imagen del mar en abril le complacía; le llenaba lo que él llamaba “el alma”. Se sentaba bajo la sombra de un palo sin hojas y fumaba y se perdía en la llanura púrpura del mar nocturno. El sonido de las olas era un eco; un grito mudo atrapado en ese cuerpo cristalino. Así decía René que sonaba su espíritu: un latir indescriptible. Encendió un tabaco y el humo le contrajo el pulmón y le aguó los ojos; veía borroso. Entre la toz y la ceguera, veía acercarse entre las olas, un cuerpo. A pesar de la luz, sólo alcanzaba a distinguir las vestiduras que irradiaban un brillo de estrella entre la noche, aunque para él, el cuerpo blanco no llevaba arropo; era el brillo de un cuerpo desnudo.

***

René salió de su casa en el ocaso. Caminó por la vereda hasta toparse con el llano aguamarina del mar del Caribe: “La sabana del alma”, como le enseñó su viejo. Contenido, guardaba silencio. Era un mar nocturno revuelto por la luna, aún de día. No quería obligaciones. Sabía que casarse con Elisa no era su destino. Quería el mar. Al menos verlo. Apropiárselo de una manera tranquila; porque René era consciente de que capturarlo era un esfuerzo perdido. Caminaba hasta la playa para aclarar sus ideas. El matrimonio, su familia, el pueblo que esperaba el casamiento. “René Torres y familia ¡Qué honorable!”. La idea de Los Torres, en plural, no era para él placentera. Quería la tranquilidad del viento y los libros de Jattin en el patio de su casa. Quería algo más que un lecho tibio que a medida que trascurrieran las horas, se enfriara en la cama. Tomó una silla y se sentó bajo un palo deshojado. Esperaba la noche.

***

Encendió un tabaco y esperó la muerte del día. El fuego del cielo no era vívido como los días de arreboles. Era plomizo. Opaco por las nubes. Sentado en la playa, miraba el mar. Pensaba en la imagen que su viejo le narraba: “La sabana del alma” (¿Sábana o sabana?). Aspiraba el humo del tabaco. Pensaba en Elisa. La quería, pero quería más el mar. Sabía que era un cobarde por no enfrentar al pueblo, por no decir que le importaba un carajo el casamiento, que sólo quería los versos de Jattin y la sabana aguamarina. René Torres el solitario.

***

Si quisieras oír lo que me digo en la almohada
El rubor de tu rostro sería la recompensa
Son palabras tan íntimas como mi propia carne


***

La tarde se había marchado tras la línea infinita del horizonte. La luz áurea del sol entre las nubes, era ahora una luz clara entre la noche. René esperaba el despertar del mar. Veía el plancton brillar entre la espuma; el reflejo de la luna en el estallido de la ola; el silencio de la imagen del mar incontenible. Pensó en Elisa. Sabía que la quería: “Es una buena muchacha”. Pero había algo.

***

Te cuento  ¿Sí?  ¿No te vengarás un día?  Me digo:
Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
Y en tu sexo el milagro de una mano que baja
En el momento más inesperado y por azar
Lo toca con ese fervor que inspira lo sagrado

***

Quizá era el pueblo, la familia, los nuevos Torres. René y su amor por la soledad. Tal vez no era Elisa, ni el casamiento ni el hasta que la muerte nos separe y esos asuntos sociales.

***

No soy malvado  Trato de enamorarte
Intento ser sincero con lo enfermo que estoy
Y entrar en el maleficio de tu cuerpo
Como un río que teme al mar pero siempre muere en él


***


Observó un destello sobre una de las olas que avanzaba hasta la orilla. Era un cuerpo que flotaba sobre el agua. Era Jattin, llamándolo hacia el agua. René, emocionado, se quitó la ropa y se lanzó al mar. Nadaba hacia la luz que brillaba entre las olas. Desesperado, braceaba con fuerza en contravía del mar que viajaba hacia la orilla. Veía a Jattin esperarlo a lo lejos, impasible. Lo llamaba con las manos. Le recitaba un poema. René, alumbrado por la luna, era un cuerpo brillante entre el mar púrpura. Un astro entre el cielo de agua. Fatigado, aturdido por la sal y el agua, desfallecía. A lo lejos, en la orilla, estaba su cuerpo. Dormitaba boca arriba apuntando a la luna. 

REGRESO



Por: Carolina Campuzano
Serie: Constelaciones


Elena estaba recostada contra el zócalo rojo de la finca, cuya pintura, al igual que el piso estaban resquebrajados. En su espalda sentía la fragilidad de esa pared de bareque que no sólo la soportaba a ella con todo su cansancio sino que allí se sostenían tantos años, tantas lluvias, tanto sol; por eso entendía también que el zócalo ya no fuera tan rojo, que la pintura estuviera desteñida después de haber soportado el sudor de tantos cuerpos que en ella se recostaban después de un día de trabajo.

Sobre ese muro descansaba su padre; lo miró, allí estaba, con la respiración tranquila y retirando el sudor que le corría por la frente quemada. Quería  grabarlo en su memoria, por eso lo observaba con atención; al fin y al cabo esa había sido la única razón para regresar a la finca.

Ese día había despertado con la sensación de que no conservaba en sus recuerdos ningún fragmento de él, tampoco tenía algún retrato. Ahora lo tenía ahí, sosteniendo un silencio más profundo que el usual, con la mirada fija en el Cuzumbo, ese monte nombrado por los  caminantes que al verlo de lejos sentía que estaba solo aunque a su lado continuara la cadena montañosa. Sabía que a su padre le gustaba, quizás porque ambos compartían la misma soledad.

Elena se fijó en sus ojos, él tenía la mirada acuosa, no le pareció normal ver ese iris disuelto en un llanto callado. Su padre siempre había tenido los ojos opacos, bueno, al menos desde que su madre había muerto no recordaba que hubieran vuelto a brillar.

-         -  Papá, ¿qué le pasa? Sus ojos están mojados.

-         - No me pregunte bobadas, eso debe ser por la leña, usted ni se debe acordar del humo.

Otra respuesta como una roca, otra vez ella quedándose callada como cuando él la regañaba de pequeña. Pero notó que era la primera vez que le reprochaba su ausencia. Elena prefirió mirar también hacia el Cuzumbo esperando encontrar allí la respuesta a las lágrimas contenidas de su padre.
-       
-              - ¿Qué hay en ese monte papá?
-            - ¿Usted qué ve?
-          Seguro no lo mismo que usted papá…

Él no le respondió, aunque no la extrañara su trato parco, pues siempre había tenido esa costumbre para distanciarse de cualquier persona, lo que la extrañó fue la respuesta tan vaga que le había dado. Su padre, que no hablaba más de lo necesario, solía extenderse en ese tema. Elena recordaba esa historia, cuando él se sentaba en el corredor a contarle sobre maldiciones y leyendas, le decía que sólo allí valía la pena morir, ya que en su cima, una vez cada diez años,  se posaba una estrella, la más brillante de ese lado del cielo. Él la llamaba la Cruz del Norte, aunque Elena dudaba de que ese fuera su verdadero nombre.

Elena apartó ese pensamiento al ver la mirada triste de su padre, insistentemente posada en el Cuzumbo, empezó a sentir el frío que anunciaba la caída de la tarde y fue hacia la cocina. En un pocillo a medio quebrar sirvió un café oscuro; mientras lo hacía, sintió el cansancio pegado en sus músculos. Había estado el día  ayudando a su padre en el cultivo, pero su cuerpo no sabía  tan bien como su padre sobre el trabajo en el campo.

Cuando regresó junto a él, vio que estaba desgranando maíz. Elena se fijó en sus manos callosas, cada surco, cada arruga estaba cubierta de tierra, no de la que había acumulado en el día, sino la que se le había incorporado allí por tantos años de trabajo. Ella sabía que su padre quería esa tierra que le tostaba los dedos, que no se desvanecía y que era de las pocas cosas que aún le pertenecían.

Elena tenía también un poco de tierra, pero sólo en las uñas, no la sentía suya; tampoco era de su piel ese color del sol que veía en los antebrazos y en el pecho de su padre. Ahora recordaba por qué se había ido de la finca: nada de allí le había pertenecido nunca.

Él lo sabía y no se lo perdonaba, no le perdonaba que ella no fuera como su madre, quizás la única mujer que él había querido. Elena lo entendía, aunque la extrañó que no le hubiera reprochado nada cuando la vio volver sin aviso después de tanto tiempo.

Cuando Elena llegó, su padre había detenido su labor con el azadón para mirar en su dirección, sintió su presencia aunque nada la hubiera anunciado, ya no estaba ni  el viejo perro que ladraba a cada extraño que se aproximaba. Comprendió, entonces, que alrededor de su padre crecían enredaderas que lo iban cubriendo así como al letrero de la finca. Elena llevaba un regalo en sus manos, era para él o no, quizás un poco más para ella. Quería ver crecer algo suyo en la tierra de su padre, por eso deseaba plantar un árbol que él vería y lo haría recordarla cuando ella se fuera de nuevo.

Elena no pensó que su padre ya había visto crecer muchos árboles y que no alcanzaría a ver el suyo, por eso, se esmeró en plantarlo enfrente de la casa.


Cuando terminó el café, se percató de que las gotas empezaban a salpicar el alero, el cielo estaba un poco oscuro pero sobre él comenzaba a brillar una estrella. Elena no se fijó, se apresuró a resguardarse en el corredor mientras su padre, sin prisa, guardaba la cosecha.

Cenaron juntos sin decirse nada. Elena lavó los platos y se fue a acostar; cuando se despidió, su padre la miró detenidamente durante un momento, como si también él quisiera guardar su imagen.

-          -Buenas noches mija- fue lo último que le dijo antes de que el cansancio la venciera y pronto se quedara dormida.

La luz que entraba por las rendijas del techo de madera, despertó a Elena. Miró su reloj, eran las seis. Su padre ya debería de estar en el sembrado de nuevo, justo donde lo había encontrado el día anterior. Se levantó y fue a la cocina por un café, pero vio que él no había preparado nada esa mañana, salió de la casa y miró hacia el sembrado, allí no estaba tampoco; entonces decidió buscarlo en su habitación.

El cuarto de su padre estaba vacío, Elena lo recorrió fijándose en los pocos objetos que allí conservaba. Un calendario que tenía al lado de la cama llamó su atención, la fecha del día anterior era la única que estaba marcada, era el día en que la Cruz del Norte se posaba sobre el Cuzumbo, era el día que él había elegido; el día señalado. En ese momento Elena entendió la mirada acuosa de él y la profundidad de su silencio. Se dirigió hacia el sembrado, allí por fin, en la tierra de su padre quedaría algo suyo: sus lágrimas.




9 abr 2014

AZUL PLÉYADE

Por: Maria Camila Bernal

Serie: Constelaciones



Los dedos arrugados y fríos alisaron una vez más las ondas azules. Aunque parecían frágiles, las manos ancianas se movían con ímpetu. Izquierda, derecha, izquierda derecha. Izquierda hacia arriba, derecha hacia abajo. Una línea de la vida bastante larga y unos nudillos bastante hinchados subían y bajan sin perder el ritmo. Izquierda, derecha, arriba, abajo y hacía horas que ese pelo azul ya estaba liso.

-       Abuela, eso me duele.
Silencio. Izquierda, derecha.
-       Yo creo que me voy a convertir en estatua.
Silencio. Arriba, abajo.
-       Anoche soñé que me perdía caminando y la luz ya no volvía nunca y lloré, pero no tenía miedo entonces me reí y me dio dolor de barriga.
Silencio. Las manos ya no se movían.
-       Abuela yo no me quiero ir.
-       Maya, voltéate.

La niña se quejó y volteó a mirar a la anciana. No le gustaba ver esos ojos tan grandes y tan borrosos que eran del mismo color que su pelo. Le daba miedo y ganas de llorar y de tirar piedritas en el río para que saltaran, un, dos, tres y que en tres se le olvidara que los ojos de Abuela eran del mismo color que su pelo. No quería mirarla porque ya no podía ir al río y buscó entre las arrugas otra parte de su cara que no le diera tanto miedo. La nariz.

-       ¿Me ves?
-      
-       ¿Y qué más ves?
-       No mucho
-       ¿Y quieres que siga así?
-       No.
-       ¿Entonces?
-       Me voy.

Maya salió corriendo. Con el tiempo había aprendido dónde había cosas peligrosas que tenía que evitar, porque la luz que Abuela le daba todas las mañanas era cada vez más débil.

Esa señora parecía una tortuga y, como las tortugas, no tenía nombre. Todos la llamaban Abuela porque era la única que seguía viva de El día. De La noche todos eran pequeños, no mucho mayores que Maya, y ninguno se acordaba.

Abuela había nacido en los últimos años de El día. Cuando nació, todos los diurnos supieron que pronto no iban a existir más, porque esa niña tenía el pelo más azul y liso que el que estaba descrito en los libros. Azul ballena, azul zafiro, azul mar, azul cielo, azul pensamiento, azul hortensia. Cada día era un azul más en su pelo, una cruz más en el cementerio de los diurnos y una estrella menos en la constelación. Ninguno tenía miedo porque ya todos habían escuchado sobre el día en que Las Pléyades de apagarían y El día pasaría a ser La noche,
Cuando ya no quedaban más hojas en el calendario, el pelo de Abuela amaneció azul Pléyade y el último diurno murió y la última estrella se apagó.

Abuela se quedó sola y quieta mucho tiempo, porque sus ojos conservaban todavía mucha luz y eso no la dejaba ver. Cuando estos se volvieron grandes y borrosos, pudo ver y decidió salir a caminar, decidió que caminaría hasta que sus pasos la volvieran a llevar a lo que había sido su pueblo, que ahora llamaría La noche porque seguir diciéndole El día ya no tendría mucho sentido.

Caminó mucho. Con cada año que pasaba, el azul de su pelo se convertía en un blanco cada vez más luminoso que hizo que Las Pléyades no le hicieran tanta falta.
Abuela ya no tenía noción del tiempo, por eso nunca supo cuánto había caminado cuando se dio cuenta de que había llegado de nuevo a La noche. Tampoco supo nunca por qué no le sorprendió ver a su pueblo unos 20 niños ciegos, no porque no podían ver sino porque no tenían cómo.

Al principio, los niños nocturnos se asustaron mucho con el brillo del pelo blanco de Abuela. Casi no se movían porque habían aprendido que moverse sin ver era un peligro.
Abuela se conmovió y empezó a tratarlos como hijos. Empezó por crearles una historia, un tiempo y un espacio, que los nocturnos nunca habían tenido porque no tenían estrellas y por eso no sabían quiénes eran.
Cuando les contó a los niños hasta el último detalle de su vida, supo que era hora de enseñarles a caminar solos. Pensó en cuál sería la mejor manera y así fue como empezó a darle uno de sus pelos blancos a cada niño, todos los días, después de decirles que cuando naciera una niña de un pelo tan azul como una ballena o un zafiro, Las Pléyades les darían más luz que esa delgada hebra blanca.

Años después, cuando Maya nació, la luz del pelo de abuela había perdido mucha fuerza. Todos los nocturnos celebraron el primer día del regreso de las estrellas y bailaron durante tantas noches que, cuando acabaron, la niña del pelo azul ya había bailado varios años con ellos.

Todos celebraron, menos Abuela. Tenía muchos años y sabía muchas cosas y sentía cada día cómo la luz volvía a dejarla. Sin embargo, cuando el baile se detuvo, se dedicó a enseñarle a Maya, con paciencia, cuál era su historia. Le enseñó también a caminar guiándose por la luz blanca de una hebra de cabello y también a caminar sin luz, así Maya se quejara siempre de la misma manera.

-       Abuela yo no me quiero ir
-       Maya, ¿me ves?
-      
-       ¿Y qué más ves?
-       No mucho
-       ¿Y quieres que siga así?
-       No.
-       ¿Entonces?

La última vez que Maya dijo “me voy”, fue en serio. El pueblo entero salió a despedirla y parecía que iban a bailar hasta que volviera, con las estrellas iluminando de nuevo.

Abuela tenía una mirada resignada en sus ojos borrosos. Hacía mucho que sabía que Las Pléyades nunca volverían a alumbrarlos. Sin embargo, también sabía, más que nadie, que una caminata a solas era la forma más efectiva de volver blanca como la luz una cabellera azul como Las Pléyades.



LA SENDA ÚRSIDA

Por: Santiago Muñoz Calvo

Serie: Constelaciones





Sus dedos, casi morados por la presión, se enredaban entre los gruesos cordones de cuero de Caribú. Aplicaban fuerza constante a las pesadas botas hechas de hueso y piel de oso en el exterior y de piel de foca en el interior para conservar el calor. Sus hijos aún dormían plácidamente cobijados entre pesadas pieles. Se puso de pie, tomó el hacha, el cuchillo y la lanza y se dirigió al exterior del pequeño iglú.

Sus pesadas pestañas, más gruesas y pesadas que las comunes para proteger los ojos del resplandor del sol en la nieve, se abrieron de par en par. Las pupilas marrones se reverdecieron como las hojas del bosque con la llegada de la primavera; reflejaban la obra de arte que se movía lenta y armónicamente ante él. No era la primera vez que veía las luces del norte, pero ante tanta belleza parecía que nunca hubiera una segunda.

Introdujo sus robustos pies en los esquís de madera que parecían un par de raquetas de tenis y que estaban colgados al exterior de su morada. Ajustó con fuerza su mochila y emprendió su rutinario viaje en búsqueda de alimento para sus pequeños. Entre sus provisiones cargaba varias tiras de carne curada y pescado seco para mantener su nivel de calorías ante el crudo clima, que se vuelve más inclemente en los primeros meses del año en la parte Meridional de la isla de Baffin, al norte de Canadá.

Después de caminar cerca de cien metros entre los árboles escuchó algunos gruñidos y ladridos. Mantuvo la calma. Con su lanza dio un par de azotes al sueño mientras vociferaba algunas palabras en dialecto Inuktitut. Los perros dejaron el alboroto y dirigieron la vista hacia su amo con expectativa.

Nanoq, como le había llamado su padre en honor al oso polar, caminó tranquilamente hasta el centro de la jauría. De su bolso tomó dieciséis tiras de carne seca, las cuales repartió de a dos entre los ocho huskies mezclados con lobo que tirarían de su trineo en esta jornada
.
Era una mala temporada. Hace casi un mes que no encontraba ninguna presa grande y los últimos vestigios de lo que había almacenado el invierno pasado se agotaban rápidamente. Esta madrugada había empacado los cuarenta trozos de carne restantes de su pequeña alacena y había dividido en dos las porciones de pescado, tomando la mitad para él y dejando el resto para sus hijos.

El sol resplandeció como un enorme faro en la parte más alta del cielo, se metía como agua en colador por entre las ramas aún llenas de nieve. Mientras duraba esta escasa hora de luz solar directa, Nanoq aceleró el paso de sus perros para llegar pronto a la costa donde esperaba encontrar una foca para conseguir un poco de carne y combustible extraído de su grasa, pues sus reservas se agotaban.

Vio el suelo desde unos cuantos metros de altura mientras volaba por los aires. Tras unos segundos aterrizó estrepitosamente contra el tronco de un enorme pino, perdiendo el conocimiento. Su trineo se había enredado con una gruesa raíz salida del suelo que se encontraba cubierta por la nueve. La inercia había mandado al conductor del trineo varios metros por delante de este mientras que los perros, que estaban amarrados por el cuello al pesado transporte, se habían desnucado por efecto de la tensión ejercida por las correas o se habían roto la cabeza por el impacto aleatorio contra los árboles.

El estruendoso crujir de dos enormes bloques de hielo, impactándose el uno contra el otro mientras viajaban a la deriva, lo despertó de sopetón.

Abrió los ojos de par en par pero no vio nada. Repitió el proceso una y otra vez antes de darse cuenta que había oscurecido y estaba cubierto de nieve enrojecida por la sangre que brotaba de un corte arriba de su ceja. Trató de remover la nieve que le cubría pero al hacerlo sintió un agudo punzón cerca de su hombro derecho. Finalmente pudo incorporase lo suficiente como para comenzar la búsqueda de su trineo, el cual encontró casi destrozado a unos pocos metros.

La sangre que brotaba de su cabeza aún caía sobre la nieve como si se tratara de un grifo mal cerrado. Logró llegar casi a gatas al sitio donde había caído el recipiente en el que guardaba la grasa de foca. Con pesadez alcanzó la antorcha que estaba a un costado de su trineo y la encendió utilizando su cuchillo, una piedra y el último poco de grasa.

La llama iluminó los cadáveres de seis perros y los cuerpos de otros dos gravemente heridos que respiraban con dificultad. Dos agudos chillidos se escucharon con unos segundos de diferencia luego que Nanoq les enterrar el cuchillo en el cuello para acabar con su sufrimiento. Sabía que tratar de llevarlos de vuelta a casa para alimentarse no era una solución pues estaba a unas seis horas de camino en trineo y cada perro pesaba unos cien kilos.

Se vendó su cabeza y ató un improvisado cabestrillo entre su brazo y su cuello. Sabía que no podía regresar con las manos vacías, por lo que decidió seguir su camino a la costa congelada, que estaba a un par de cientos de metros, para buscar una foca que era una presa más pequeña
.
De momento la suerte por fin pareció sonreírle. Había encontrado uno de los huecos que las focas usan para respirar cada cierto periodo de tiempo y sabía que solo era cuestión de minutos para que alguna se asomara. Clavó su antorcha a varios metros, lo suficiente para no advertir a la foca de su presencia pero a una distancia que le permitiera ver algo.

Se inclinó cerca al hoyo y empuño su lanza con la mano que aún tenía suficiente fuerza como para asestar un golpe letal. Levantó la mirada al cielo implorando el favor de los dioses y luego clavó su vista en el pequeño agujero.

La fortuna seguía de su lado cuando el cielo se despejó permitiéndole ver el vasto cielo estrellado. Inmediatamente aparecieron burbujas en el agua estática al fondo del respiradero. Se inclinó expectante y apretó la lanza con todas sus fuerzas al ver el resplandor de la nariz negra y brillante que se asomaba por sobre el agua helada. Levantó su brazo lo más alto que pudo. El golpe fue certero.

No había sido la lanza impactando en la foca la causante del estruendo. La médula se le heló. Su cuero cabelludo se elevó por los aires, mientras se separaba de la cabeza, un segundo después del zarpazo propinado por el enorme oso polar que pesaba casi tres cuartos de tonelada. Este se también se había acercado al agujero buscando alimento y se había topado con una presa mucho más jugosa.

El cuerpo del esquimal cayó bruscamente contra el hielo enrojecido tras los eternos segundos del ataque; brutal, salvaje e instintivo. Nanoq aún estaba con vida mientras yacía sobre el suelo congelado y era arrastrado de un pie por la bestia alba. Antes de cerrar los ojos, vio por última vez hacia las siete estrellas más brillantes de la Osa Mayor. Recordó que su madre le decía que esta constelación también parecía un trineo en el que andaban los dioses y se dejó llevar.



LA INMORTALIDAD SE TEJE EN EL FIRMAMENTO

Por: Andrés Ricardo Pérez R.

Serie: Constelaciones



El transitar pausado del cosmos. Estrellas como miles de ojos que miran desde el cielo, miles de ojos que miran las estrellas. El Egeo, pleno de constelaciones reflejadas en la superficie. Las nereidas se bañaban en la costa, reflejado los cuerpos celestes en los senos mojados, la piel regada de luces. Luces muertas.

Los marineros ataban los nudos en el muelle abandonado. Recogían las velas con algarabía, dejaban descansar los remos. Los dioses regalaron mares tranquilos y cielos despejados. Compartían un ánfora de vino para celebrar llegar a puerto. Regaron un poco sobre las aguas para que Neptuno, embriagado, no tuviese fuerza para agitar las olas de regreso a casa.

Polinices se separó de sus compañeros en fiesta. Caminó por las costas desiertas con la única compañía de los astros en el cielo. Las olas que morían en la playa le lamían los pies. Escucho risas  y conversaciones mujeriles en la ensenada. Se aproximó.

Caminó con sigilo hasta unas rocas. Espió en silencio la escena. En una playa secreta se bañaban las ninfas. Se decía que preferían las noches sin luna para evitar la mirada de los mortales, otros, por el contrario afirmaban que la luz de Selene revelaba sus verdaderas formas y por tanto la rehuían, prefiriendo la luz pálida de las estrellas.

En cualquier caso, Polinices cayó presa del encantamiento. No podía alejar su mirada de los hermosos cuerpos que se bañaban en ese caldo oscuro de astros, que jugaban con los leones marinos y los delfines y se reían hablando de sus aventuras con los dioses y los reyes. Los cabellos adornados con perlas y corales. Sonrisas de perlas. Sortilegio.

El marinero no pudo evitar la tentación de aproximarse un poco más. Se deslizaba como una sombra entre las rocas, algunos rezagos del vino tomado en cubierta le hacían tropezar y tumbar algunas piedras hacia las aguas. El sonido de las olas lo encubría, la oscuridad lo cobijaba.

Lisímaco desembarcó para buscar a Polinices. Hacía más de una hora que se había ausentado. Aventurarse solo en aquellas playas olvidadas  constituía una imprudencia. Los jóvenes suelen ser propensos a desoír consejos. No siquiera había llevado consigo su panoplia. Todavía tenía mucho que aprender sí quiera llegar a ser un verdadero guerrero.

Caliope y Cibeles debatian con los cuerpos descubiertos, la arena se les pegaba de las pieles mojadas. Las dos competían en alardeos por cual había yacido con el héroe más glorioso de la guerra de Troya.

-¿Patroclo o Aquiles?
-Patroclo, sin duda. Aquiles es demasiado vanidoso, casi mujeril. La inmortalidad resulta poco varonil en el campo de batalla.

-¿Ayax u Odiseo?
-Ayax y su brutalidad animal. La castidad de Odiseo por esa frígida mortal que lo espera en Ítaca me exaspera. Un verdadero guerrero debe darse otras licencias, además de la carnicería y el pillaje. Hasta los dioses se complacen en conocer cuerpos prohibidos.

-Lo sabrás tú, la más puta del Olimpo.
-No se conoce el verdadero gozo, hasta que se yace con un dios.
-prefiero los mortales, sus flaquezas, sus debilidades, su apego sensual a la vida. Luego de tantos siglos de vivir, los inmortales olvidan el verdadero objetó de la voluptuosidad, la naturaleza efímera del deseo.

Rieron y se salpicaron con el agua. Polinices, desde su escondite, ansiaba besar sus labios salobres.  Cada vez cedía con mayor entrega al encanto sublime que emanaba de aquellas hijas del mar. Trataba de contenerse, de no revelar su presencia y arriesgarse a que se difuminaran en la espuma. Sin embargo, no podía evitar acercarse, quería conquistarlas, atraparlas, gozar con ellas bajo la luz de Orión, las Pléyades y Tauro. Embrujo y ebriedad no son buenos guías entre los arrecifes y los precipicios; el infeliz dio un paso en falso, se precipitó desde el acantilado, aún sumido en el sueño del encantamiento, apenas sintió su cuello estrellando se contra la arena. Oscuridad, silencio, complacencia.

Las Nereidas interrumpieron su charla al sentir un golpe seco contra la arena. Se dispusieron a emprender la huída. No obstante, Caliope, curiosa como siempre, indagó sobre la causa del estruendo. Descubrió entre las rocas un cuerpo joven y hermoso. Parecía dormir en un sueño poblado de ilusiones placenteras. Cibeles lo tomó entre los brazos, y le acarició la piel quemada de marinero. Se percató que no respiraba.

-¿Vez lo que te decía? La belleza efímera que confiere la mortalidad. Incluso roto, este efebo triste y quebradizo brilla con una luz que ni el propio Júpiter, en toda su magnificencia, podrá nunca alcanzar. Sus formas exquisitas amaron poco, pero con una intensidad que no conocerán los que están condenados a presenciar todas las épocas del mundo.  Una Lástima no haberlo podido amar en su mediodía. Como no lo podré poseer en vida, lo conservaré en la muerte. Lo enterraré en mi palacio y de su carne brotarán jacintos.

Caliope también se había prendado del bello cadáver del guerrero. Ella, la partidaria de lo imperecedero, lo quería para un fin distinto. Como no tenía las facultades para revivirlo, como su boca exánime de muerto nunca podría probar la ambrosía que lo convertiría en inmortal, había planeado una estratagema singular.

Mientras Cibeles acariciaba los cabellos del doncel, Caliope se procuró una roca. Embelesada, la otra ni se dio cuenta mientas le dejaban inconsciente con un golpe seco en la cabeza..Caliope, victoriosa le arrebató el preciado premio mientras subía al cielo con el cuerpo del guerrero ayudada por las gaviotas.

Una vez en la bóveda celeste, habiendo sorteado al escorpión, a la osa y a las fechas de Orión, procedió a coser del firmamento los tejidos y los miembros del joven inmolado.  Con empeño le confeccionó una especie distinta de inmortalidad para poder amarlo para siempre. Inmortal, sólo le pertenecería a ella mientras los hombres de todas las edades aún mirasen las estrellas.

Lisímaco y la tripulación buscaron en vano al joven perdido, sin imaginar que lo único que tenían que hacer para encontrarlo era mirar al cielo.











TRIANGULACIÓN DE UNA NUBE CON TU CUERPO

Por: Camilo Londoño Hernández

Serie: Constelaciones




Si estiro tu piel se hace un cielo obscuro.
Si estornudo
algunas estrellas aparecen
                                           con enfermedad
sobre esos bellitos que tienes en las manos.
Si tomo, por ejemplo,
un par de lunares
y los junto con la cicatriz de tu cuello
observo pasar alguna luz.
Si recibo el humo de cuando fumas
presiento la lluvia en mi vientre
                                   y me siento a esperar.
Si se doblan tus rodillas
entonces la noche llega y en mis ojos
                                  aparece el color azul
obscuro.
Si no te miro
se hace un azul de cielo sin nubes.
Si guardo silencio
el universo se expande.
Si, por el contrario,
es una palabra lo que aparece
la lengua se convierte en una estela de aire.
Amo,
         pienso,
                     decaigo,
                                    respiro,
                                                  retengo,
                                                         amo.
Solo entiendo el universo
si está escrito en un cuerpo desnudo.





TE MIRO, ME MIRAS, YO TOCO

Por: Laura Bayer 

Serie: Constelaciones


¿Por qué ese instrumento? Toda la vida se lo había preguntado. Era tan primitivo que nadie conocía de su existencia o lo asociaba con otro nombre. “Ah, ¿el arpita ese?”, le decían sus compañeras del internado. “Se llama lira”, les contestaba con la misma obstinación que su madre tenía al insistirle que aprendiera a tocarla a la perfección.

Interpretar era tan dispendioso como cargarla. Ningún lugar lograba ser el más propicio para sentarse a replicar las notas de genios como Tchakovski o Mozart. Debía tocarla con las dos manos, no podía hurgarse la nariz si estaba en medio de una sinfonía. Claro que, según su madre, tampoco podía respirar, pestañear ni dejar de mover sus dedos, o cualquier cosa que interrumpiera su concentración o el sonido del estorboso instrumento.

En el verano, prefería escaparse de su casa, a que su madre tomara bruscamente la lira, se la clavara en el regazo y casi que comenzara a moverle sus dedos como un titiritero, para que practicara.
Una noche de agosto su papá la encontró tirada junto al yarumo blanco del patio “mirando pa’l techo”, en este caso, la imagen de un cielo estrellado que se colaba por las ramas del árbol hasta llegar a sus ojos claros.

-¿Sabés, Eliza? –Le preguntó-. Justo en el punto donde estás mirando en el cielo, hay otro ojo verde como los tuyos devolviéndote la mirada.

Eliza se incorporó, curiosa. Era la primera vez en mucho tiempo que le hablaban de algo interesante, fluido y en continuo cambio, como el universo, no de una estúpida, milimétrica, estática y pesada lira.
-Es eso que los científicos llaman “el ojo de Dios” –le explicó su padre-, la estrella más brillante de la constelación de Lyra.

Eliza estaba tan irritada que después de oír “lira” se volvió a echar al pie del yarumo blanco y con un bufido de exasperación le pidió a su entrometido acompañante:

-Andate si venís a hablarme de eso. Voy a practicar… -dijo arrastrando las palabras, justo como imaginó que se arrastrarían sus pies hasta llegar a la horrible, estrecha y húmeda habitación de su madre, donde la esperaba esa incómoda silla, cuyas varillas de hierro se le clavarían en la espalda y en las nalgas diez minutos después de haberse sentado a tocar-. Pero puedo descansar al menos una noche. Dejame.
Y paró de mirar al cielo y se volteó, dándole la espalda a su padre.

-Ay, Eli… -le dijo él soltando una risilla y sentándose a su lado, recostado en el tronco del yarumo-, se llama Lyra por parecerse al instrumento del dios griego Orfeo. No vine aquí para convencerte de que vayás a tocar ese armatoste.

-¿Entonces decís que ese Orfeo es el que me mira desde el cielo? –Se volvió Eliza.

-Solo digo que existe una nebulosa que se llama Vega, que se ve como el iris de un ojo bien abierto en medio de la oscuridad del vasto Universo –terminó el hombre alzando el cuello y sonriendo.

-Huy, qué poético –se mofó la hija.

-Poético sería si te dijera que te acordaras que Dios te mira, o que yo te miro o que te ves a vos misma, cuando imaginés ese verde más allá del cielo, y claro, cuando toqués esa lira que tanto te choca, para que no termine siendo tan tedioso.
*
Esa noche, Eliza sí miraba”pa’l techo”. Podía ver cómo la capa de pintura blanca comenzaba a agrietarse en la cúspide del teatro. Las manos le sudaban y hasta los dientes llegaban a castañearle. “A continuación, Elizabeth del Río, interpretando Für Elise, de Beethoven”, anunció una voz grave y educada por los altavoces del recinto, voz que empujó a Eliza delante de una gruesa cortina y la enfrentó a un mar de ojos, todos oscuros a simple vista. Se sentó en el cómodo mueble forrado en terciopelo y tomó la pesada lira hasta posarla entre sus piernas, para comenzar a dibujar algunas notas palpando las cuerdas con sus dedos.

-¿Y si me da pánico escénico? –Recordó haberle dicho a su director unas horas antes del recital.
Pero estando allí, sentada en una silla comfortable, con una lira recién tallada y afinada, en una habitación amplia que no olía a humedad, supo qué hacer con tantos pares de ojos oscuros que no parpadeaban solo por verla. Se imaginó que más allá, estaba ella viéndose a sí misma, estaban los ojos de su padre mirándola desde un lugar más etéreo y bello, estaba Vega, la estrella más brillante de Lyra, mostrándole cómo tocar.


7 abr 2014

CARTA ABANDONADA EN EL METRO DE MEDELLÍN

Por: Laura Bayer
Serie: Epístolas




Todas las personas llevan al menos una piedra en su zapato, así sea de las pequeñitas, esas que hacen que te querás quitar el tenis y la media justo el día en el que no te echaste talco.

Las piedras en el zapato también son simbólicas, por supuesto; por muy contento que esté uno en la vida siempre tiene que morder el pedazo de fideo donde está el comino del Triguisar que lo sazonó. Y entonces la boca queda sabiendo a limbo, al vacío que uno no es capaz de sostener porque no tiene de dónde agarrarlo.

Ese vacío entra sin tocar la puerta, cuando uno es pintor de una casa y no consigue el tono de blanco que quería el patrón, cuando uno tiene que comer callado delante del jefe porque se equivocó en un balance contable, cuando sos puta y esta semana te dio una infección vaginal, y lo del mes no va a alcanzar entonces para la mantequilla Rama y hay que comprar de otra marca más barata; cuando personas como yo empezamos a escribir una carta y no funciona.

Querido, apreciado, para vos, a vos, porque me importás, buenos días. Ninguno. Todos esos saludos suenan horrible, incluso la rasgadura del papel al escribirlos. Porque alguien más los dijo y toda la humanidad se ha pasado su historia escribiendo cartas. Me pregunto si algún día esto llegará a pasar con los correos electrónicos. Hola, buenos días, te envío adjunta la consignación, dtb, tqm. Algunos son saludos sin vocales y otros sin alma.

Y a vos, ¿qué te va a importar lo que yo creo de los correos electrónicos? Seguro solo te importa que te salude de una vez por todas y te diga qué carajos hago escribiéndote. Te escribo, no sé hacer otra cosa. No quiero hablar porque cuando uno habla con una persona puede recibir una cachetada con indiferencia, hasta por teléfono. “Estoy ocupado, ahorita te marco”, “espere después del tono, su llamada es muy importante para nosotros, pronto la atenderemos”, ¿te acordás, te suena?

Las cosas que uno quiere nunca llegan pronto. Las papitas a la francesa, para comer ebrio y pasar la borrachera afuera del lugar donde todo el mundo parece pasarla bien, o al menos se olvida de que la vida revienta tanto. Un buen polvo. El reclamo de la jubilación que esperaré eternamente. O la puta llamada que te ayude a restablecer el Wi Fi.

¿Por qué me desvío tanto? Porque no te quiero admitir que lo que a mí me revienta es no saber qué piensa la gente. Por eso cuando escribo una carta siempre pienso en qué pasará por la mente de mi destinatario cuando sus ojos se muevan de un lado a otro. Porque quiero pensar lo mismo, quiero que las cosas que yo diga lleguen a alguna parte, quiero morder el mismo pedazo de fideo, quiero tener la misma piedra, quiero encajar en alguna parte.

O decime vos, si no pensás en qué piensa tu marido cada que te ve clavada en la mesa de aplanchar, usando los chores del resorte dañado y sudando mares para que todo se vea perfectamente estirado ante los demás. ¿No pensás en lo que piensa tu mujer cuando te pide plata justo en el momento de la noche cuando querés olvidar por un segundo que eso es lo que necesitás hasta pa’ respirar?

Yo no creo que no pensés en qué piensan las personas de este vagón, a las cuatro y media de la tarde, recibiendo el poniente no adhesivo, pero desesperante, como una nube de moscas parecida a la que tenés en la cabeza con nombres propios y vida propia: “servicios”, “arriendo”, “tareas”, “peleas”, “el predial”, “no tengo plata”, “o soy tan pobre que lo único en lo que pienso en esta vida es plata”, que parecen flotar en el aire en el momento del día donde uno se quiere morir por un ratico.

Tampoco creo que cada persona no haya pensado en morirse al menos una vez. ¿Entonces por qué siento la necesidad de que me respondan este mensaje, si sé eso? No es que tenga ganas de morirme. Es que tengo ganas de no estar rota en una ciudad donde todo el mundo parece estar debidamente cosido. Tengo ganas de no decir que las cosas me revientan, cuando para mí reventarme es dividirme en dos, tres o cuatro simétricos pedazos, mientras hay gente que se revienta en mil y muchas veces no es capaz de volver a pegarse.

¿Dos, tres o cuatro también contarán para ser persona, para no pasar inadvertido? Pido mucho; uno no es sujeto cuando ya va llegando la hora pico y el vagón se ve como una lata de embutidos. Hagamos una cosa pa’ salir de esto fácil y liberarte de que sigás leyendo retahílas sin mucho sentido: si te sentís como yo a veces, solamente pegá un grito.

4 abr 2014

CARTAS A MEDARDO: Conversaciones entre la ciudad y campo

Por: Hebert Rodríguez y Carolina Campuzano
Serie: Espístolas



  
Medellín
Marzo 10 de 2014
Curasao le habla a Medardo sobre el sol

Hace mucho calor Medardo, siento cada parte de mí expuesta a la llama de la noche que no necesita del sol para prenderse. Pero luego pienso en ti, seguro tendrás más calor y tal vez tu piel, morena, sienta que la abrasa el trópico aunque pase un día, dos semanas, cuatro meses allí. El calor sigue y me concentro en Ícaro, tan cerca del sol, del calor traidor de una Estrella…. Entonces cierro los ojos para que la temperatura baje al ritmo de los párpados, para que me engañe pensando en tu calor o en el de Ícaro. La noche se va, el frío no llega.

Apartadó
Marzo 15 de 2014
Medardo habla del fuego

Injusto culpar al sol del ardor de mi carne, Curasao; no es por él. Aún no vuelo tan cerca. Aunque ves los pájaros acariciarle la barriga al cielo, no creerás tú, mi querida amiga, que sus alas carguen tanto peso, tanta pretensión. Pero yo, que he caído del peldaño empinado de Babel, aquí en el suelo me encuentro contemplando al astro. Sobrevuelan. Hienas del aire que huelen mi cuerpo lanzado a la tierra. Hambrientos, ansiosos de mí, esperan el sopor. ¿Y el frío? El frío, mi amada, no es más que fuego cristalino; materia transformada; la hoguera vestida de azul.


Medellín
Marzo 20 de 2014
Curasao habla sobre el anhelo

Es tarde Medardo, pero aún así te escribo. Es tarde para vos y para mí porque estoy segura que a los dos nos cubre esta misma noche aunque estés lejos y tu oscuridad está plagada de grillos y estrellas; en cambio la mía está salpicada de nubes manchadas de amarillo, nubes deterioradas y amorfas que no se desintegran y yo, tendida bajo ese cielo poluto, quisiera pararme y correr por esa ‘piel que todo lo cubre’ para acercarme al silencio que percibes. No quisiera hablarte Medardo, no podría decirte nada fuera de estas cartas; no quisiera romper la calma que te abrasa con tanto cansancio y ruido que tengo adherido a los poros. Quisiera solo sentir el sol que pigmenta tu cuerpo y acercarme a tu oído, cual caracola, para escuchar el mar. Notarás que estoy cansada mi querido, cansada no sólo porque es tarde sino porque esta noche el cielo no es del todo negro y en el día no hay gente sino multitudes; quisiera regresar donde lloran los sauces. ¿Recuerdas?


(Silencio)



Medellín
Marzo 21 de 2014
Curasao habla del anhelo y el cansancio

Querido mío, ayer te decía que estoy cansada de este suelo gris, asfaltado, que me hiere cuando caigo o camino; quisiera volver a pisar la tierra con los pies descalzos y sentir la hierba; el verde que me empaña la mirada… Pero ya no pertenezco a ese paisaje, ya nada me pertenece, sólo tengo ataduras, dos hilos que tensionan mis miembros y hacen presión hacia dos lugares distintos. Ese es mi cansancio. A veces detesto este no lugar en el que me encuentro porque no me suelta la tierra que algún día se pegó a mis dedos, te repito Medardo, no es la sangre, es la tierra; pero tampoco puedo abandonar ya estos rascacielos con sus ascensores, con sus luces nocturnas e historias de buses. He aprendido a quererlos, ¿sabés?, incluso la multitud en la que soy anónima, el lugar al que llego para desencontrar o encontrar - como te hallé a vos-.  Al final no se debe tratar de pertenecer, quizás es mejor sólo caminar siempre hasta que el cansancio se apodere de mis hombros, haga debilitar mis rodillas y me derrumbe bajo el peso de un ancla.

(Silencio)


Medellín
Abril 1 de 2014
Medardo rompe el silencio

Disculpa mi ausencia de los últimos días, estaba fatigado. El verano en este lugar aprisiona, tuerce los músculos, golpea los ojos, maltrata los pies. Aunque tomé la libreta para buscarte, las palabras no estaban. Así son. A veces no basta con la búsqueda de ellas, hace falta algo más; un detenimiento, el aturdidor silencio de tu alcoba, un café… Hay que estar en disposición para ellas; como el amante que espera ansioso el roce de un dedo en señal de ataque. Pero esa noche, la noche en que esperabas mi respuesta, te envié el silencio. (Tantas maravillas que acompañan ese estado). Incluso, sumergidas en la aparente nada, las palabras contienen increíbles mundos de significado. Ellas me recuerdan esa especie de la que tú provienes, amiga. Misteriosas, seductoras, asesinas, bellas.

Sabes que los sauces te esperan. Allá, en ese arropo de niebla que es tu pueblo, los árboles aguardan por la planta que hace un tiempo partió. Esperan tus lágrimas púrpuras, Curasao; su consuelo. Tú lloras por ellos y ellos por ti. La tierra es la sangre, Querida. El arraigo es un conjunto de recuerdos;  somos errantes, efectivamente.  Es la condición del que le duele el otro y por más que huyas, te sigue el clamor. Estamos condenados a escuchar y a volver. Porque he aprendido que el rechazo por lo nuestro es una búsqueda que inevitablemente termina entregándonos de nuevo, en otro estado, a ese lugar del que tanto huimos. Somos viajeros todo el tiempo. El hombre es un viajero. De un estado pronto pasa a otro. Del uno al otro, del uno  al otro, todo el tiempo. ¿Acaso no recuerdas hace unos años? ¿En qué creías, cómo nombrabas, vestías, hablabas? Incluso yo, Curasao, hace unos meses apenas creía saberlo todo. Creía saber cuál era el camino, mi rumbo. ¿Y hoy? Absolutamente desnudo.

Te escribo un beso
  


P.D: El grillo ya no canta: lo maté. Encontré dos huequitos en una de mis camisas. Saltó hasta el último instante, golpeándose contra la pared. Creo que se hizo el muerto; cuando regresé no lo encontré. (Tal vez oliva lo barrió. Tal vez).