15 mar 2011

HISTORIAS EN EL CUERPO

Por: María Isabel Gaviria



Las historias nos pesan en el cuerpo
en medio de la culpa y la distancia
a través del tiempo  y el pisar de unas huellas manchadas,
cada historia que recorre la piel
se enreda entre recuerdos y remordimientos
 y una lágrima se asoma con timidez por las ventanas cerradas.

Los suspiros se han convertido en silencios rasgados,
los besos resucitan enfermedades
y las caricias profieren maldiciones
mientras
el cuerpo se consume entre los vacíos y la soledad del reloj.

Las historias en el cuerpo
se escuchan entre secretos y verdades,
  se instalan en la eternidad
 dejando en los brazos una señal sin olvido.

Las historias en el cuerpo
se convierten en sonrisa disfrazada y aún así
las historias del cuerpo
le pertenecen al alma.


CAMINO A CERO

Por: Daniel Gaviria Vélez


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Lunes siete y media. El centro. Andresito toma el bus de cadamañana hacia el sur, piensa en recetas médicas, encomiendas y en Sandrita la farmaceuta.

El día. Ver miradas clavadas en el pavimento, condenadas a su visión de presente inmediato y qué ¿alguien se toma el tiempo de mirar las nubes, los arreboles del pasado o la fugacidad del instante? No. Paso seguido, constante, estampidas que van al lugar de trabajo, a producir, amigo, que uno no puede perder el tiempo, el tiempo vale mucho, es muy caro y el que lo derrocha nunca llega a nada. Llegar a nada ¿cómo puede uno llegar a nada? Si entonces la nada es un estado, o un camino, como esta autopista que va tomando rumbo y la maldita ventana que no corre, que luego viene ese gusanito que se llama idea ¿se puede llegar a algo? ¿Se puede esperar algo? De Sandrita, por ejemplo ¿y el tiempo, perderlo, despilfarrarlo? Como si el tiempo fuera algo que se puede perder, o bueno, no debería uno pensar estas cosas, como si el tiempo no estuviera ya perdido.

El choque de bisagras de la puerta al abrirse y una mujer que entra.

El sonido de los tacones 1,2,3, mírame y te miro, avanzar, ella extiende su brazo para sostenerse de la baranda, tiene el cabello rubio, o negro? No, no, castaño, no, es difícil precisarlo. Esconde una mirada de aguijón justo detrás de sus lentes y le regala un paneo al bus, a las dos filas que cargan gente, a la señora de labial rojo encendido, al señor dormido que deja pegotes de gomina y sudor en la ventanilla, al niño que pega el chicle debajo del asiento, sigiloso y seguro de que nadie lo vio, las tres colegialas con ejemplares de la revista Tú, el tipo gordo que escribe en su libreta y Andresito, que la invita con los ojos como traicionando una especie de instintiva fijación, algo así como perdone por no haberla detallado bien, con esas piernas y la piel blanquita, y el cabello, digamos… castaño, que usted guía hacia el lado izquierdo, y le cae libre en hombros y espalda. 

Discúlpeme también por no haberme percatado de su boca, de sus labios finamente partiditos ¿cuántas rayitas puede usted tener? En su labio inferior, por ejemplo? Veintitrés? Me permitiría contarlas después del primer café? Y usted las resalta, ungiendo sobre ellos un brillo que me recuerda la fresa o la manzana, y puedo saberlo porque lo huelo, siempre he sido bueno con el olfato, y así mismo huelo su perfume que me llega con el poquito viento que entra en este monstruo mecánico traga-personas; incluso, con ese olor, puedo adivinarle el nombre, pero no lo diré en voz alta para evitar que otro me escuche y la llame primero a sentarse con él.

Y así se la pasa Andresito, recreándola en el eco, y ya no piensa tanto en prescripciones, ni en la pastilla para su enfermedad antes de la acostada, la que cada miércoles en la noche, después de la aromática, se debe tomar.

De pronto, con ese olor, hasta se le desdibuja Sandrita, la farmaceuta, la jefe, y olvida las encomiendas del día, la bajada al Centro a las once y el cheque de consignación que tiene que llevar al banco, el antiácido de doña Fanny, que pronto echará fuego de la boca por la agriera y Andresito será el responsable de la llamarada, y verá arder todo el barrio, pero no importa, porque esta mujer, tan lejana en el bus, que decide sentarse a su lado vale formatear la conciencia. Y él, que sigue perdido en el eco no se da cuenta que la mujer le ha sonreído, le habla dos o tres palabras, Andresito no se percata del unicornio blanco de peluche que lleva la mujer en sus brazos, aferrándose a él, y se acerca y le da un beso al peluche, impregnando la silueta roja-rosada de sus labios, y él, perdido en la posibilidad que le brinda el rabillo del ojo, deja ir a la mujer, como un fantasma, perdiéndose en la bruma humana de atrás, el pitico de parada, la puerta chocando y qué queda? ¡El unicornio! Mil veces carajo, cómo no me di cuenta, cómo seguir el camino a la farmacia así no más, si ya la tuve sonriendo a mi lado, cómo, en nombre de quién, puedo yo no entregárselo, si a fin de cuentas, eso es lo que hago cada día. Cómo, si me la he pasado doce años entregando cosas, voy ahora a faltar a mi propio principio? ¡Eso es lo que le voy a decir a Sandrita cuando me reclame la demora! Pero… y el incendio del barrio por culpa de la agriera de doña Fanny? ¡Que se amarre la boca, que tome mucha agua y que cierre el banco, que la locura los envuelva a todos en la fatalidad de la coincidencia!

¡ALTO!

Frenazo, estrujón, permiso, siga, permiso, perdón, Baang, biiip.

Bajarse del bus, mirar las caras más cercanas, buscar equivocadamente a la mujer de la blusa azul celeste y lentes rojas.

La calle, la acera, las personas, el humo negro que suelta un Circular, cubriendo de veneno vaporoso la atmósfera inhóspita que llaman ciudad.

Hace exactamente cuatro minutos una mujer abandonó un bus y emprendió camino calle arriba de La Carvajal, un bar donde todos los viernes hay galería fotográfica. Hoy es jueves. Cinco, perdón, seis minutos después un tipo la busca frenético, dibujándola en la montonera, como completando un mapa de su figura con los cuerpos fugaces que recorren la calle, que lo tocan, que por descuido lo estrujan; armándola en la estampida de las ocho, con el borrador de su cara y diciéndole a la memoria que de no encontrarla, de no redescubrirla en alguna remota cámara mental, él se verá obligado a desconectarse y no regresar a la memoria nunca, que de no completarle podría entonces Andresito adormecer la razón lúcida, que lo hace despertarse todos los días a trabajar, el mismo código mecánico que lo hace ver a Sandrita cada 10 minutos exactos a través del mostrador, 10 minutos hombre, porque leí que uno pierde la concentración al concluir ese tiempo, entonces, si programo el reloj para que me avise a los 9 minutos con 59 segundos jamás pierdo la posibilidad de reinventarla. Pero ahora que esa razón, que más que lucidez parece la producción en serie de mis propósitos, ahora que mis pensamientos son arrancados por el impulso de una mujer desconocida y que mi labor es devolver el peluche a su dueña, doy cumplimiento a mi destino, a mi oficio. Este, pienso, será mi último encargo.

Recorro La Carvajal calle arriba, creyendo que bajo. Y Andresito sube, una o dos cuadras, y comienza a franquear un laberinto incompleto entre nomenclaturas y nombres en letreros verdes, que hablan de batallas, libertadores y escritores, de países y ciudades, nombres y números que ordenan y desordenan las calles, que dicen todo, menos el rumbo de la mujer.

Sigo caminando y no paro, porque si lo hago me pierdo en la inercia. Tengo que encontrarla, devolverle el unicornio para que cabalguen juntos en algún horizonte, o senda al horizonte, que suba a su unicornio esta mujer que no conozco, que no he visto más allá de sus lentes, de sus labios, de las rayitas de sus labios. Y si me dejara ir con ella no tendría que programar mi reloj nunca, podría entonces destruir el tiempo que me hace cargar rutinas, los segundos y los minutos morirían ante mis ojos y las horas serían sorteadas por el galope de nuestra montura, y ella llevaría las riendas y me dejaría olerla, construirla con mi nariz, tirando a la basura la razón, y por última proeza atravesaríamos el fuego de la ciudad, provocado por la agriera del único encargo que no completé, veríamos a doña Fanny desde las alturas proscritas y ella nos vería elevarnos más allá de la peste, desvaneciéndonos en la repentina aparición del sueño.

Entonces siento su perfume cruzando la avenida, allá está, y aquí está su objeto y el portador. Andresito le grita, la llama y extiende el unicornio como estandarte de triunfo, esperando que ella lo dibuje ahora a él, como en una visión épica de un tiempo más honorable. Corre desmedido y, sin calcular las posibilidades de su humanidad, intenta enfrentarse a la celeridad de los carros, detenerlos, desarticular la sinergia de todas las cosas, llegar a la mujer del unicornio perdido, correr, recuerdan la idea? El gusanito? No ver los semáforos, un carril, dos, casi el tercero, el bus de las ocho treinta, que va retrasado 10 minutos por el taco, que ahora no puede detenerse ni a recibir pasajeros porque no llegará a tiempo al paradero, el conductor piensa en la cabrilla, la palanca de cambios, la cuota de manutención de los hijos, la invitación a bailar con Yadira la de los tintos, la marcada de tarjeta, el conductor piensa en tantas cosas que no recuerda los frenos, porque el tiempo le exige olvidarlos, que el tiempo no tiene más significado que la velocidad y ya el conductor no tiene nada en la vista, todo lo que el parabrisas le ofrece, nada, sólo la aceleración irremediable.

Jueves, Nueve de la mañana. Taco en la avenida, un bus en mitad de la calle, el conductor afuera, el tiempo detenido, como muerto, derritiéndose sobre la ciudad. Todos conglomerados en círculo ven la imagen de un hombre sin vida, que como última voluntad agarró un unicornio, apretándolo fuerte con su mano derecha.
Está tendido en el suelo, dejando charquitos de sangre a su alrededor. Habrá que esperar a las autoridades, todos los pasajeros tienen afán, todos tienen que llegar al trabajo.

Bajan del vehículo, el último en hacerlo es un tipo que al salir mira con cara desesperada en todas direcciones, está buscando una mujer que iba a su lado y ahora parece haberse difuminado en el aglutinamiento. En su mano izquierda el tipo lleva un unicornio blanco, de peluche, probablemente habrá de recorrer unas cuantas calles para devolverlo.


14 mar 2011

ESCENA NARCISISTA

Por: Laura Montoya Carvajal


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Si la música suena, me paro.

-suena la música-

Mejor no.

Cruzo las manos frente a mí, torciéndolas, para que se estiren desde arriba. Apoyo el rostro en mi hombro, muevo las piernas. Son largas y esbeltas, lo sé, me lo han dicho, innumerables manos les han dado volumen y límite, han recorrido su perímetro. Hay ojos sin fondo, oscuros y opacos también, que me observan. Para mí sólo están esos ojos: para ellos mis piernas, mis senos, aptitudes que imaginan que tengo. Agradable que alguien espere tanto de mí: me río tontamente, algunos suspiran. Los ignoro para levantarme: la música aún suena cuando de pie, adopto una postura ensayada de hace tiempo, me siento larga y libre, pero siempre observada. Adorada. Deseada. Pero no me tocan, no lo harán, no aún.

Pongámosle un “bis” a la cosa: pasa exactamente lo mismo todo el día. Cuando por fin me encuentro en mi casa, sola, después de atravesar una calle eterna flanqueada por ojos pintados en caras sudorosas, no hay cambio. Sigo caminando en conciencia de mi cuerpo, en total convencimiento de mi belleza. Me miro al espejo como si el reflejo no fuera mío sino de un desconocido: un juez de luz que me mira con el mismo deseo que quiero despertarle. Movimientos cadenciosos sólo para mí, imaginando a aquél que me observa, ante su ausencia.

Cuando caigo dormida, sueño con la sensación encima que se tiene sobre un escenario. Y cuando me levanto, siento la vergüenza de la baba que cae por mi mejilla, este rasgo tan sencillo de la humanidad que intento coartar todo el tiempo, como si no fuera compleja, sólo el tiempo pasando sobre mi piel dorada, lentamente. Lanzo miradas adorables, como buscando a mi juez perpetuo, pero no hay nadie allí: nadie en absoluto.

13 mar 2011

AQUÍ FUE DONDE ME DEJARON

Por: Juan José Muñoz Gómez

Duelo a garrotazos - Goya

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Aquí fue donde me dejaron, nadie vino por mí.
Aquí fue donde me dejaron para que el viento quemara mi piel, el agua perforara mis carnes y el lodo aplastara mis huesos.
No había mucho que pudiera hacer. No tenía opción y todos lo sabían, inclusive ese pintor de medio pelo: él sólo fue a presenciar un asesinato.


Era día de mercado y todos estábamos afuera. El olor de las frutas, el rumor de los niños jugando y el sol que abría cada uno de los poros para poder entrar, hacían relucir las calles viejas de La Coruña. La mañana era tranquila, como todas las mañanas en el mercado, pero todos sabíamos que algo grande vendría, todos nos mirábamos como esperando algo, todos mirábamos las verduras mientras pensábamos para dónde correr. Todos sabíamos que algo grande vendría, simplemente no sabíamos cuándo.


Aquí fue donde me dejaron, pudriéndome entre la porquería de los hombres, haciéndome otro bulto en la tierra.


“¡José, escóndete bien!” Eso fue lo único que pude decirle a mi esposo cuando ellos llegaron. Estábamos en el mercado mis tres hijos y nosotros dos: yo y el otro que llevo adentro. Estábamos ahí cuando los perros llegaron corriendo, tres perros flacos, con las costillas marcadas a través la piel. Babeando una saliva tan densa como la brea y jadeando como si el alma se les fuera a salir por la garganta. Llegaron ladrando y todos nos miramos, como diciéndonos con nuestras pupilas que la hora había llegado.
Apenas les estábamos sirviendo agua a los perros que habían corrido colina arriba, cuando por esa misma colina aparecieron esas banderas, las banderas de Fernando VII y luego las cabezas de sus generales y luego sus caballos. Este era el día que todos estábamos esperando, este era el día que implorábamos que no llegara, este era el día que todos temíamos.
Los caballos y las bestias encima de lo caballos arrasaron todo: pasaban por encima de los puestos y de las personas, destrozaban frutas y huesos. “¡José, escóndete bien!” fue lo único que pude decir después de que atravesé el mercado con mis tres hijos y entré a mi casa, donde me esperaba mi esposo; sin embargo, antes de que él pudiera pararse de la cama, ya tenía a dos militares encima de él, estrellando su cabeza contra el piso.


— Mi Capitán, no han encontrado nada— le dijo un soldado al capitán Calderón.
— ¡Eso es imposible! Todo empezó aquí, en esta plaza, tiene que haber algo. Riego pasó por Galicia formando su ejército, tuvo que haber pasado por La Coruña— respondió Calderón, un hombre de piel y alma curtida, casi podridas por cientos de batallas, persecuciones y masacres—; ¡ja! Creer que puede derrotar al gran Fernando con su dizque constitución… Pero aquí estuvo, en esta plaza, tuvo que haber dejado algo… o a alguien.
— La gente dice que Riego se fue hace cuatro días, todos se fueron con él.
— ¡Ya sé! — le replicó Calderón casi escupiendo al tímido soldado— Pero tuvo que dejar algo. ¡Seguid buscando!


Afuera se escuchaban los gritos de esposas pidiendo por la vida de sus hijos y de hombres humildes, carpinteros, zapateros, constructores, insultando a los militares. El Ejército no se iba a ir antes de que encontrara algo, pero el general Riego se había ido hacía unos días con sus hombres. Sólo quedaban espías que informaban al Coronel de lo que pasaba en el pueblo.
Mi esposo, José Iriarte, era uno de ellos, era el más importante de los espías que se habían quedado en La Coruña ayudando a Rafael del Riego y por ende el que recibía toda la correspondencia del General y de sus subalternos. Mi esposo era liberal, luchaba contra el tirano de Fernando VII. Luchaba por la libertad de su pueblo. Luchaba por la libertad de su familia.

Apenas la noche anterior había recibido una carta del mismo general Riego en la cual se le explicaba que el Ejército Liberal se dirigía a Oviedo. José había guardado esa carta debajo de nuestro colchón de paja, como hacía con la correspondencia de los liberales antes y después de que llegaran a La Coruña.


Aquí, aquí mismo fue donde todo pasó: aquí me trajeron casi arrastrado después de que me sacaron de mi propia casa, después de que me golpearon ante mi esposa embarazada y mis tres hijos. Aquí fue donde vi por primera vez a ese animal.

Los gritos afuera empezaron a apagarse: los militares no encontraban nada y dejaban de buscar. Pero en mi casa seguían buscando, sólo porque yo le dije a José que se escondiera, por esto sospecharon. Estuvieron golpeándolo como si fuera un animal durante más de media hora delante de nosotros, delante de su familia, delante de su esposa y sus cuatro hijos. Al final, José confesó y entregó sus cartas.

Cualquier militar habría aguantado la golpiza durante días, inclusive, se mantendría firme como la roca si le hubieran hecho algo a su familia. Mi José no. Él nunca fue militar, nunca en su vida había agarrado un arma; él solo era un campesino, un campesino como los otros campesinos de La Coruña, pero a diferencia de ellos, él era espía.
Los militares del perro de Fernando dejaron de golpearlo, lo hicieron levantarse y le pusieron esposas. Se lo llevaron, se lo llevaron sin decir nada.


— Señor, tenemos que llevarlo a Madrid a que lo juzguen.
— ¿Acaso sois estúpido? ¿No oísteis que Riego va hacia Oviedo? Si nos desviamos hacia Madrid, Riego se nos escapará. Tenemos que perseguirlo— contestó Calderón con el tono de siempre.
— ¿Entonces qué hacemos?
— Para eso tenemos a Alberto.


Era un ser repulsivo, con varias cicatrices en su cara y en sus brazos, de pelo negro, enmarañado y sucio. Era un poco más bajo que yo, pero de gran musculatura, lo que lo hacía ver aún más deforme. Le faltaba la mitad de su dentadura, y los pocos dientes que tenía estaban totalmente torcidos y amarillentos. Era un monstruo.

Al principio no pude entender por qué no tenía uniforme, estaba vestido como yo, como un ciudadano, como un campesino; pero después un soldado me dijo “Él es Alberto, fue soldado del Rey, pero hace seis días se peleó con uno de sus superiores por un juego de naipes y lo mató aplastando su cabeza con una piedra. Está con nosotros porque debemos llevarlo a Madrid para hacerle su juicio por indisciplina y asesinato y ahora te tenemos a ti. ¡Y nosotros que pensábamos que teníamos que matar a Alberto! No tenéis oportunidad”


— Por fin se despertó — dijo una señora blanca de voz apacible.
— ¿Dónde estoy?
Todo el lugar era perfectamente blanco con cruces negras por todos lados. Todo era blanco, hasta las prendas de las mujeres del lugar.
— En Vigo, en el Hospital
— ¿Qué pasó?
— Te encontramos en La Coruña después de que el ejército de Su Majestad pasó por allí.
— ¿Mi bebé?
— Te golpearon mucho, es un milagro que estéis viva.
— ¡¿Mi bebé?!
— Lo perdisteis.
— ¿Mis hijos?
— ¿Cuáles hijos?
— ¿Mi esposo?
— ¿Cuál esposo?


Aquí fue donde todo ocurrió.

Aquí fue donde todo ocurrió. Me hicieron caminar durante una hora para llegar a este baldío. Ahora, ya solo una parte del cielo estaba soleada, la otra estaba negra como la noche.
Sólo estábamos Alberto, el coronel Calderón, cuatro militares de rango aparentemente alto y yo. Justo antes de que empezara mi asesinato llegó un pintor, uno de esos fracasados que van por el mundo pintando las desgracias ajenas.

Calderón era un témpano y no permitió que hubiera más soldados viendo este crimen. Quería terminarlo rápido, o mejor, terminar conmigo rápido; no quería que se convirtiera en un espectáculo. Aunque él era mi verdugo, debo agradecerle eso.

En uno de mis descuidos, los cuatro militares se me abalanzaron encima. Yo no sabía qué estaba pasando, intenté escaparme de ellos, pero me golpearon hasta que casi me matan. Me habían golpeado mucho en cuestión de unas horas y ya no quería luchar más, solo me quedé quieto. Vi como pusieron mis piernas hasta un poco más abajo de las rodillas en dos agujeros que tenían dispuestos y los cubrieron con barro. Podía sentir como el lodo atrapaba mis piernas y se metía entre la planta de mi pie y la suela de mis botas, aprovechando cada espacio.

Cuando estuve enterrado, me dieron un garrote. Vi como el monstruo de Alberto entraba por propia voluntad a sus agujeros a un metro y medio de mí y también le daban un garrote.


José Iriarte, yo soy compasivo, si salís vivo de la pelea con Albertos, seréis puesto en libertad y podréis regresar a La Coruña, con vuestra esposa y vuestros hijos quienes te esperan. Nada pasará con ellos hasta que vos regreséis, si es que eso sucede. Yo, Pedro Calderón, os doy mi palabra.


Aunque la deformidad de Alberto se postraba ante mí, amenazadora, dejándome casi sin esperanza, podía ver más allá de él: podía ver a mi familia esperándome en la puerta de mi casa, conmocionada, pero ilesa. Podía verme llegando hasta ellos y saludarlos y no soltarlos nunca. Mientras empezaba a esbozar una sonrisa en mi cara, recibí un puñetazo de Alberto.
Yo estaba situado en la parte más oscura del cielo, mientras Alberto en el lado soleado, parecía un augurio de lo que iba a pasar.

Alberto me golpeaba y me golpeaba con sus puños y sus codos, pero no utilizaba el garrote. Yo nunca antes en mi vida había tenido un arma en mis manos, pero mientras me encontraba a la merced de ese monstruo, tomé el garrote como si hubiera nacido con él y en un acto instintivo, le propiné un golpe en su oreja derecha.

Ahora lo tenía en mi poder, lo golpeé y lo golpeé. Sentía como si lo hubiera golpeado durante todo un año, y sé que él lo sentía como toda una eternidad. Yo sangraba, pero Alberto sangraba más.

Lo tenía totalmente diezmado y vi mi oportunidad: levanté el garrote con mi mano derecha casi por encima de mi cabeza, pensando terminar de una vez por todas con Alberto. Pero él, aprovechando la amplitud de mi movimiento, blandió el garrote con su mano derecha hacia un lado. En este momento todo se detuvo para mí, se detuvo para Alberto, para Calderón, para los militares y para el pintor. Todos sabíamos que este sería el golpe definitivo. Hasta el cielo lo supo y se quedo quieto. Todo se detuvo.

Alberto era un militar entrenado, ahí fue cuando lo supe. Tal vez todo se detuvo para mí, para Calderón, para los militares, para el pintor y para el cielo, pero para Alberto no se detuvo. No para Alberto. Mientras yo mantenía mi garrote en lo alto, el arma de aquel monstruo golpeo mi cabeza por encima de mi oreja izquierda. El golpe hizo un eco interminable por toda mi cabeza llegando hasta mi cuello; la piel de mi cráneo se rasgó fibra por fibra en el lugar del golpe; la capa de músculo que recubría el hueso, tampoco opuso mucha resistencia y todo el impacto pasó a través de ella; el hueso empezó a resquebrajarse en líneas irregulares hasta que quedó vuelto añicos; y finalmente mi cerebro fue golpeado por el garrote y por las partes quebradas del hueso.

Caí.

Caí hacia un lado con mis piernas aún enterradas en el suelo. Alberto no se detuvo, siguió golpeando y golpeando hasta que mi corazón dejó de latir y mis pulmones dejaron de respirar. Siguió golpeando hasta que solo pegaba a una sola masa de hueso, carne, cerebro, tierra y sangre. Siguió golpeando hasta que no quedó nada.


Aquí fue donde me dejaron.
Aquí fue donde me dejaron para que me pudriera, para que me comieran los gusanos y las aves de rapiña.
¿Ahora dónde está Rafael del Riego? ¿Ahora dónde están mi esposa y mis hijos?
Aquí fue donde me dejaron hecho tierra y sangre seca. Nadie vino a buscarme.
Aquí fue donde me dejaron.