17 oct 2012

EL CALOR DE TU AUSENCIA

Por: Andrés R. Pérez



¡No me toques! Estas caliente. Bien sabes que siempre me han gustado tus manos frías cuando me acaricias en la penumbra, mientras te descubro a mi lado, sumergida en el terciopelo de las sábanas y las pieles. No, el terciopelo es caliente, la piel también es caliente, tu cabeza está caliente con tantas ideas sueltas, ideas calientes, tan cálidas como el regazo de la madre que nunca tuve, calientes como ese último abrazo que me diste en la estación ese siete de noviembre, hace ya tantos noviembres.

Tampoco quiero que hables. Tus palabras arden y no quiero que la temperatura de la habitación siga subiendo. Tu lengua dibuja sílabas de fuego que incendian mi calma ¡cállate!

Todo en la casa emana calor. ¿Dónde están tus manos frías para socorrerme, para bajarme, para refrescarme las ideas mientras las sumerges en las brasas de mis pensamientos?

Abro la puerta del baño. Todo se oculta bajo una espesa nube de vapor blanco. El espejo empañado gotea imágenes distorsionadas, o tal vez he empezado a fundirme con tanto calor. El agua caliente, la tina de mármol, el vapor humeante de una laguna de mi mismo. Creo que realmente me estoy fundiendo mientras sueño con tus manos frías, salvandome de ese insoportable calor de ser yo mismo. La ausencia, lejos de ser fría, es caliente y me arde en la piel como un atizador.

Afuera es invierno, quisiera salir. Veo nevar desde la ventana del baño. Por más que saliera y me enterrara bajo la blanca nieve, aún todo permanecería caliente, todo seguiría caliente, puesto que vos ya incendiaste todos los rincones de mi vida.

Junto al lavamanos encontré las cuchillas con las que me afeité esta mañana. El metal suele ser frío. Escudriñé con cuidado los vértices lisos de la cuchilla, buscando el frío en las hojas mudas, empañadas por el vapor. He descubierto que son casi tan frías como tus manos. Bien podrían acariciarme la piel tan bien como vos y refrescarme tanto odio. Acariciame las muñecas amor y guiarme los brazos hacia tu cuello para abrazarte mientras me duermo.

Siento que todo se refresca, se petrifica, como si una ventisca violenta hubiese apagado las llamas que lamen la cama y la habitación. Por fin creo que siento tus manos sobre mi espalda, es raro, pensé. Siempre creí que la sangre sería caliente, pero ni la sangre es cliente ni el infierno, gran mentira, es caliente.




AMORT


Por: Laura Bayer Yepes


Amor: del griego “a”, que significa “sin”; del esperanto “mort”, que significa “muerte”. Sin muerte.

Te veo y me dan ganas de asesinarte. O de devolverte el favor, para que te quedes conmigo y nunca puedas ser tú mismo.

Quisiera agarrarte como un muñeco de trapo, para que, sin que peses, pueda cargarte y lanzarte desde un vigésimo piso, que caigas sentado, la columna vertebral te salga por el cuello y la cabeza te quede colgando. Pero eso sería un  menor castigo que lo que me hiciste.

Aún lo recuerdo, ¿sueles hacerles daño a los desconocidos? Yo era una aparecida en tus delirios de princesa, porque era tu sueño materializado en otro cuerpo. Y como estás tan acostumbrado a adular tu reflejo, confundiste la pantalla del computador con un espejo y lanzaste tus dagas.

Los circuitos, el espectro electromagnético y todas esas cosas de Ingeniería Electrónica de las que no quiero saber, hicieron su trabajo y me propinaron el tiro de gracia.

“La amo”, decían claramente esas palabras que me cercenaron los ojos.

Y con el miedo que le tengo a existir para siempre, por quedarme sin qué hacer, pronunciaste tu jeringonza y me volviste inmortal sin más.

LA PIEL


Por: Camilo Londoño H.



Escrito libre sobre la tactografía[1]

La piel puede sumergirse, hundirse, fluir entre la luz y el agua, por eso no es extraño que los poros se abran al contacto directo con la luz. Eso es lo que se siente, percibir tácitamente que la piel se rasga cuando cruza la luminosidad de un cuarto precedido por una luz atrayente de color – un color como el rojo – y ahí la piel puede sulfurarse, incluso reprimirse. 

Ante la presencia de ciertos colores –el rojo, por ejemplo- la piel llega a contenerse, fragmentarse, quizás los poros sean de color rojo. Y ahí, otra vez, la pregunta: ¿de qué color será la piel? ¿Qué mancha hay en el tacto?

Un color atrayente debe aturdir los ojos -los sentidos- para que penetre el tacto. Un color atrayente es, por ejemplo, el amarillo al estallarse en una hoja de papel o el azul del cielo sin nubes o el blanco de la corriente. Fluir.

La piel debe –tendría- que fluir de forma dialéctica, casi ecléctica, puede decirse eléctrica, y así lograr transitar entre el clarear del día y el desvanecerse de la noche. Debería ser lluvia la piel, así los poros serían diminutos disparos de agua –gotas de agua cielo – rozando la carne, encarnizando los huesos, humedeciendo el sentir.
Si fuera esta piel un pedazo de lluvia podría, quizás, por fin fluir.

Pero no todo es devenir en la piel, algo de agrio queda en las costras de las uñas, a veces, también, entre el pecho, la lengua y los pezones, algo se saborea amargo, como que la piel suda su dolor y guarda un poco entre los bellos diminutos. Ahí, en ese intersticio de carne y viento, se guarda una amargura tactográfica que es mejor no descubrir.

Son cosas curiosas las que guarda la piel, densas formas que deben ser escudriñadas, absorbidas, buscadas, inquietadas, resonadas por una pregunta, hasta encontrar el pigmento exacto u hacer reaparecer la inquietud: ¿de qué color será la piel?

Si la piel es lluvia , su color será entonces el azul. Como la corriente. Puede ser azul lluvia como esa lluvia gris oscura que parece piedra, o gris grisácea de felicidad o de pronto, como la lluvia de esta tarde, que se teñía de un gris blanco estallado de cemento. Un ritmo frenético de ciudad en soledad.

En eso debe coincidir el color de la piel con la lluvia, en que se estalla, se desborda, rompe de forma granulosa en la penumbra hasta estrecharse en el pecho, en la garganta, en la espalda, ahí donde se cargan los restos de piel.

Curiosidades infinitas tiene la piel y debe explorarse para conocerlas, para retenerlas, para borrarlas, para olvidarlas. Pero existe una situación cargada de rareza para la piel y es cuando encuentra en su camino – en su fluir – otra piel; momento en el que no podríamos más que hacer la peligrosa pregunta: ¿puedo tocarte?


[1] Tactografía: registro sensible e imaginario del tacto –la piel-.

DEFINICIÓN DE AMOR

Por: Andrés R. Pérez




Pandemia ampliamente distribuida a través del globo, especialmente luego de la segunda mitad del siglo XIX. Antes de esta época no existía tal cosa. La perpetuación de la especie no dependía de tan complicado artilugio, cualquier pelele que defienda su existencia antes de este periodo es claramente un ignorante, pues desconoce la nutrida colección de ninfómanos que os ha regalado la historia. Esa cosa llamada amor eclipsó la pasión de los grandes dramas humanos como un espantoso edulcorante. Los más eminentes filio-científicos se rompen la cabeza tratando de clasificar las pasiones viscerales de una puta como Cleopatra o de la insípida castidad de los personajes Shakespearianos.

Se dice que este padecimiento está relacionado directamente con el corazón, pero ni los grandes anatomistas han logrado establecer relación alguna con dicha víscera. Los suspiros, otro síntoma concomitante de esta enfermedad, afecta principalmente a quinceañeras y señoras de edad.

La expresión "hacer el amor" es conceptualmente errónea, ya que en la práctica no se hace precisamente lo que los grandes románticos idealizan.  De hecho, más de un ortodoxo filio-estudioso se rasgaría las vestiduras ante esa coreografía de lenguas, sudores y posiciones abstractas, inherente a esa transacción.

Hay otros síntomas que define el padecimiento de esta extraña enfermedad.  Se han descrito sensaciones como mariposas en el estómago, o si se quiere, murciélagos.  Otros han confundido una buena sobredosis de chocolate. El amor entonces estaría más relacionado con el aparato gastrointestinal, que con el corazón como tal.

El padecimiento tiene varios matices, y varía según el afectado. Amor por la madre o edípico, una variante peligrosa de las cuales se han documentado casos en que se ha matado al padre, garchado la madre y luego haberse sacado los ojos. Amor por los animales o zoofilia que lleva a cambiar hábitos alimenticios de manera antinatural por lechuga y apio. Amor ciego, guiado por la locura. O el peligroso amor a sí mismo, la muerte de Narciso buscando su propio reflejo en el estanque.