7 nov 2022

ESTA CELDA QUE ES TU CUERPO, CAICEDO


Por: Cristian David Gutiérrez Martínez



Caicedo. Caicedo. Niño eterno. No, no más niño eterno. Caicedo, eterno viejo. Caicedo, viejo bobo. Creciste en Cali, creciste como riquito, pero te metiste en las discotecas, en los bares, te ganaron las polas, te enamoraste del arte, de joderle la vida a todos, de escribir mierda. Te hiciste echar de los colegios, tus palabras eran como fuego, o como droga, lentas dosis de heroína que entraban en los curas viejos y los escandalizaban y te hacías mentar la madre. Y pa’ todo lado jodiendo que con el cine, que con el teatro, con la puta máquina de escribir. Te ganaste el apodo, Pepito Metralla, y cómo no, si pa’ todo lado eras como una bala, jodiendo y jodiendo con el sonido de las teclas cuando las presionabas con esa furia. Y así era con ese grupito que armaste, eso que hoy llaman el Grupo de Cali, y el pobre Luis Ospina, y el pobre Carlos Mayolo mamados de verte escribir y proponer obras de teatro y mamar gallo con lo de las películas. Te metiste con eso de Ojo al Cine, y cómo disfrutamos con esa revista, con la forma en que hablabas de esas películas que tanto te gustaban. Y en tan poco tiempo inspiraste a tantos, fuiste como una bala que se disparó y se perdió, un cerillo que brilló tan vivo y tan fuerte, pero que se quemó tan rápido. Y llegaste a la cúspide de tu narrativa, escribiste ¡Qué viva la música! y ya nada tenía sentido porque tu tarea había terminado, no dabas pa’ más, todo debió haber terminado ahí. Tú mismo lo decías, tenías la muerte adentro, ¿por qué no lo hiciste ome hijueputica? ¿Por qué no te mataste de una puta vez?

Pues bueno, lo intentaste y fracasó. De ahí, todo se fue pa’ bajo, todo se fue en picada, no hubo salvación. Escribiste, pero ya lo habías perdido todo, ya nada tenía gracia. Andresito, acéptalo, vos te moriste el día que tuviste tu primera novela en las manos. Ese día te moriste. Por lo demás, no vivías. Tu cuerpo era una celda, y luego, tu cuerpo no era nada. Vivías por vivir. ¿Viviste si quiera? Te mantenías tan cansado, tan decepcionado, tan triste. Eras como una pasa, y echaste por la borda todos los sentidos que habías formado. Ya todos esos jóvenes que creyeron en tus palabras sabían que era mentira, ya no generabas nada, nada más que lástima. Sos como una pasa. Y ahora andas por ahí tan bobo, con esas gafas culo de botella, todo calvo, con tres mechas pegadas al cartón y que te negás a cortar. Sos un huevón, y sabés que todo terminó cuando tenías 21 años, desde entonces fuiste un mero sinsentido. Tuviste la oportunidad de ser el eterno joven, de ser una leyenda, solo tenías que matarte en el momento justo, pero elegiste seguir y ser un fracaso. Se murió Luis Ospina, se murió Mayolo, se murieron todos, y vos seguiste ahí, siempre tan estúpido. Te odio, fracasaste, te odio.


8 may 2014

¿PARA QUÉ ORO LOS INDIOS SI YA ESTÁN MUERTOS?


Por: Andrés Ricardo Pérez R.
serie: Sandía Santa


La menguante fue la única testigo de nuestro saqueo. Nos deslizábamos como ladrones en la oscuridad entre colinas y potreros. Las lámparas de petróleo relucían en la penumbra del monte como ánimas en pena. Siete, tres más cuatro; un intento cabalístico de unir a dios con la naturaleza humana para seducir a la suerte.  Apretaron entre sus manos sudorosas las camándulas. El que se va de guaquero sin dios a la mano le pertenece al diablo.

Juan de dios se lavó la cara, las manos. Escrupulosamente escogió lo mejor entre sus trajes desgastados de labrador; se aplicó una gota de agua de colonia. Carmen, su mujer, se entretenía procurándose la mejor chalina para ir a la iglesia. Esperaban con su pulcritud complacer a la vez al cielo y las apariencias; con la ayuda de Dios mañana serían ricos. El campesino  dejó a  un lado de la puerta, visibles, las botas, el costal, los azadones, la lámpara de petróleo. Su vestimenta de domingo contrastaba con estos elementos huérfanos en un día de fiesta. Cerraron con llave mientras se unían la procesión con rumbo a la iglesia para la misa del lavatorio de los pies.

Luego de la misa, Juan de dios y su mujer se encontraron con sus amigos. El olor a incienso y la moribunda melodía de una banda de pueblo todavía habitaban el ambiente entre festivo y solemne de un jueves santo. Esa confusa certeza de que dios se muere mañana. Los amigos se fueron para la cafetería del parque a tomar tinto. Las mujeres continuaron la romería en los otros templos, mientras aprovechaban para pescarse el último chisme  con las vecinas entre empanaditas y alguno que otro tintico envenenado con ron.  Los hombres, austeros, se conformaron con el café. Necesitaban de todas sus facultades para su empresa nocturna. Cierto misticismo y superstición pesaba sobre aquel aquelarre de merodeadores.

Con algo de reserva frente a los posibles curiosos, decidieron irse para la casa de Pacho Barrientos para ultimar los detalles de la excursión. Se congregaron en el segundo piso de la casa vieja con una salsamentaria en la primera planta. A salvo de miradas ajenas, desplegaron mapas y ultimaron los detalles de su expedición.

-Quiera Dios que tengamos suerte. A quien le interesa seguir coleccionando vasijas de barro y calaveras. Dijo Gustavo sierra.

-Yo creo que los indios de por acá era más bien pobres. Aventuro Hildebrando

-    ¿Pobres? oigan pues. Eran jodidos los hijueputas. Esos sí que sabían esconder las cosas. ¿No se acuerdan del alemán ese que vivía en la finca los guaduales. Según dice Rolando y los jornaleros de la finca vecina, encontraron tanto oro que hasta les pidieron ayuda para sacar los bultos de collares, brazaletes y esas vainas que tanto le gustaban a los indios para adornar a sus muertos.

Era conocida la historia de la guaca del alemán. A los soñadores sin fortuna todavía les brillaban los ojos cuando oían la historia del tesoro. Aquel hombre siempre había estado rodeado de misterio y había sido blanco de los chismes y la adoración de las jovencitas. Sin embargo, algún día se fue sin avisar. El único oro que había dejado por aquellas tierras era el de los rubios cabellos de sus múltiples bastardos de ojos azules.

-A ese mono sí que le fue bien por acá. Oro y mujeres por cantidades. ¿Qué más puede pedir uno?
-Que va. Según cuenta don Emiliano, desde que encontró el tesoro, no lo persiguen sino las calamidades. Es que esos indios eran jodidos, jodidos los malnacidos. Dejaron mucho oro, pero untado de maldiciones. No por nada dicen que el oro es el cagajón del diablo.

-    A los hijos de Rolando que ayudaron a sacar el tesoro los mataron a los 15 días.
-    Al mismísimo Rolando le dieron manchas extrañas en el cuerpo. Ni los sahumerios ni los baños de las brujas de la plaza se las han podido quitar.

-Eso no son sino puros cuentos- dijo convencido Juan de dios. ¿Para qué oro los indios si ya están muertos?

Todos convinieron en lo mismo. El alemán se fue a embarazar jovencitas en otro pueblo. A los hijos de Rolando los mataron por guerrilleros. Y las manchas en la piel del viejo no eran otra cosa que la consecuencia natural por tanta vagabundería. Una vez que habían dejado claro que todo aquello no era más que supercherías de ignorantes, convinieron el lugar de la excavación. Se fueron a dormir unas pocas horas conviniendo en encontrase todos en la vereda convenida antes de la medianoche.

Juan de dios se deslizó como una sombra entre las calles. Se escurrieron en sus casas en silencio. Entraban con traje de fiesta y salían con las ropas y herramientas de profanadores de tumbas. Sé persignaron y se encomendaron a las animas para que los acompañarán y les dieran fortuna. Las mujeres, en sus camas, soñaban con la riqueza del mañana.

Los siete salieron del pueblo. Llevaban aguardiente y cantaban para que otros no averiguarán sus intenciones y se anticiparán. Los tomarían como borrachos en juerga. Blasfemos en Semana Santa. Un jeep los llevó a la vereda escogida.  Bajaron las herramientas y se adentraron en el monte.

Por allá, cerca a la Cañada, vieron unas luces. Los fuegos fatuos en el amanecer del viernes santo eran el indicio de los tesoros. Más allá se toparon con un montículo de piedras antiguo. Barrientos, que manejaba un péndulo de radiestesia lo señaló como el lugar indicado. Las picas y palas empezaron a morder capas de musgo y piedras, a robarle al tiempo. Poco tiempo después dieron con la entrada a una pequeña cámara mortuoria.  No podían creer lo que vieron. El brillo de las lámparas de petróleo lamía una cantidad absurda de adornos rituales. La mismísima tumba del cacique. Celebraron con aguardiente y música de tiple. Brindaron por ser más ricos que el alemán.

Sí que fuimos brutos esa anoche. Ignoramos las advertencias y nos cegamos a los hechos. Los números de la suerte no siempre la traen. Yo soy Juan de dios, Juan sin dios desde aquella noche. El pobre que se volvió rico en Semana Santa. La maldición del indio no era mentira. Escribo esto mientras espero el desenlace definitivo. Oigo conversaciones en el corredor, no demoran en venir. Me pesan las cadenas. Los camaradas de los hijos de Rolando se cansaron de esperar el dinero del rescate.   Pronto van a entrar y me van a dar el tiro de gracia. Mañana me tirarán al monte como las vasijas de barro y los huesos de los indios que nosotros también tiramos embriagados por la soberbia.

El cacique vino desde el infierno por todos, a reclamarnos el oro. Compartido el oro, compartida la muerte. A Gustavo lo tumbó un caballo, a Hildebrando lo mataron en una riña en una gallera. Emiliano se emborracho de láudano en noviembre para escapar de las deudas. A Pacho y sus hijos les dieron fiebres y se murieron en marzo. Y aquí estoy yo, Juan sin dios. Esperando la hora en que se cierra el ciclo.  El que se va de guaquero sin dios a la mano le pertenece al diablo. ¿Para qué oro los indios si ya están muertos?











6 may 2014

POLVO ERES


Por: Carolina Campuzano
Serie: Sandía Santa

Caminaba con la mirada fija en el suelo, cuidaba sus pasos, no quería tropezarse con alguna raíz o pisar una serpiente. Se detuvo un momento para tomar aire y reanudó su marcha. Derecha, izquierda; derecha, izquierda, contaba en su mente; esforzándose más en coordinar sus pies que en mantener un ritmo militar. Estaba irritado, sólo le importaba llegar, pero sus músculos cansados lo hacían detenerse cada vez con más frecuencia.

Él continuaba con los ojos puestos en el sendero sobre el que no se proyectaba ninguna sombra. Se dijo que debían ser las doce. Sus compañeros ya debían estar en el pueblo bajo la sombra de un almendro, sintió envidia y paró de nuevo. No sabía qué día era, hizo cuentas y recordó: era miércoles. Faltaban cuarenta días para la Semana Santa, pero eso no importa cuando se está en el monte. Aún así, automáticamente se persignó, acomodó la mochila en su hombro, se colgó el fusil y continuó por el camino paralelo al río.

***
Candelaria asomó un ojo por la rendija de la ventana de su cuarto. Aunque estuviera cerrada podía ver un pedazo de la calle por el mismo lugar donde se filtraba un hilo de luz. No escuchaba nada, no veía a nadie caminando, parecía que el pueblo lo hubieran deshabitado hasta los fantasmas. Era miércoles y desde el lunes no podía abrir la ventana, ni la puerta; estaba prohibido salir a jugar  y hasta le habían dejado de pedir que hiciera mandados.

Tenía calor, en su casa se empezaba a concentrar la humedad y el sofoco con tanto encierro. Intentó mirar las nubes para saber si llovería, pero la rendija sólo le permitía llegar hasta el marco de la ventana y ver algunas tejas. Allí terminaba el cielo. Se entristeció y quiso apartarse de la vista pero una sombra pasajera cortó el hilo de luz. Sintió pasos, eran los vecinos que salían de sus casas y avanzaban en dirección a la plaza. Le pareció extraño, no lo podían hacer. Ella había escuchado cuando, dos días atrás, un hombre llegaba a su casa y le decía a su padre que si alguno se atrevía a salir e incluso a asomarse por una ventana, se convertiría en polvo.

Candelaria no entendía bien qué significaba eso de convertirse en polvo, pero sintió susto de ese hombre que daba órdenes y por el cual sus padres la habían enviado a su cuarto para que no escuchara nada, aunque ella se había agachado tras la puerta para oír la conversación.  Por allí logró ver las botas negras con cordones entrelazados que usaba el visitante,  no se le hacían conocidas, eran diferentes a las que su padre usaba para trabajar. Mordió sus labios hasta volverlos rojos, era su manera de gritar cuando hay que hacer silencio; era el miedo que sentía mientras él estaba ahí.

De pronto, su madre entró en su cuarto y la sacó de su distracción cogiéndola fuerte de un brazo y llevándola a la calle donde su padre esperaba. No la regañó por estar en la ventana.

-         - No importa lo que ellos digan, hoy es miércoles de ceniza, no vamos a faltar a la iglesia- dijo como pensando en voz alta.

Trataba de seguir los pasos de su familia y de todas las personas que llevaban la misma dirección y la misma prisa, hablaban en voz baja lo que no era costumbre en el pueblo.

En la iglesia el cura empezó el sermón, decía que estar allí era una forma de resistencia, que les podían quitar la libertad pero no la fe. Luego se calló y empezó a dibujar en las frentes de todos una cruz de color negro. 
Su madre la empujó hacia el altar para que a ella también le hicieran ese signo mal hecho. Cuando llegó su turno, el sacerdote la miró a los ojos y mientras le pasaba el dedo frío por su cara le decía:

-          - Polvo eres y en polvo te convertirás

Candelaria se estremeció, sintió el mismo miedo que cuando el hombre de botas negras estuvo en su casa, esas palabras le sonaron muy parecidas; por eso, antes de que él terminara de hacer la línea horizontal en su frente se alejó corriendo y, junto con sus padres, regresó a casa.

***

Por fin llegaba al pueblo, se dijo contento cuando escuchó las campanas de la iglesia. Sin embargo, su alegría no le duró mucho, allí no tendría por qué sonar nada, ya había mandado a advertir el toque de queda. Se molestó un poco, no le gustaba que nadie faltara a sus órdenes, además cada campanada parecía atraer la lluvia, estaba cansado e irritado, no quería mojarse. Siguió caminando hasta que encontró las primeras casas con las puertas y ventanas cerradas, después de todo no lo habían desobedecido. Sonrió, disfrutaba del silencio que imperaba tanto como del ruido seco de un disparo.

Miraba de lado a lado su pueblo, el pueblo que ahora estaba bajo su control, todo estaba en orden excepto algo. En una de las casas una ventana estaba entreabierta, por allí asomaba un rostro curioso que lo desafiaba desde una rendija. Frunció el ceño y se detuvo, su enojo empezó a crecer conforme su uniforme se iba empapando. Cargó el fusil, lo apretó con sus dedos mojados y disparó hacia la ventana.

***

Candelaria alcanzó a ver el rostro del hombre de las botas que había estado en su casa y se asustó cuando apuntó hacia la ventana que había abierto al volver de la iglesia; intentó cerrarla pero no tuvo tiempo. Ahora, mientras en su frente se dibujaba otra cruz, entendió por qué era polvo y en polvo se convertiría.   

EL PUEBLO QUE ESPERABA LA LLUVIA


Por: Camilo Londoño 
Serie: Sandía Santa

—¿Sigue sin llover?
—Nada.
—¿Y el Padre qué dice?
—Nada. Sigue sin salir.
—Entonces debe tener sed.
—Eso pensé. Por eso fui a llevarle este jugo, pero no me abrió. Debe creer que no soy yo.
—Pero él reconoce tu voz.
—Lo sé. Además, hace mucho calor.
—¿Y el sacristán?

—Está limpiando el templo.
 —¿Él solo?
—Sí.
—Deberíamos ayudarle.
—Tengo miedo.
—Yo también.
—Además…
—Hace mucho calor.
—Es cierto.
—Llévale el jugo al sacristán y yo voy preparando otro para cuando el Padre decida salir.


—Hola.
—…
—Gabriela y yo te hicimos este jugo.
—Gracias.
—Es de lulo.
—Como le gusta al padre.
—Ajá.
—Gracias.
—Y entonces…
—Nada.
—¿Qué pasará con las procesiones?
—No lo sé.
—¿Y con las misas?
—No lo sé.
—¡Dios Santo!
—Sí, Dios santo.
—¿Y el Padre?
—No lo sé.
—Yo le he tocado tres veces la puerta. No me recibe ni el jugo.
—Toma, ¿puedes llevarte esto para lavar?
—Ajá.
—Gracias.


—¿Cómo está el templo?
—Igual.
—¿Y qué te dijo?
—Nada.
—Y entonces, ¿las misas?
—Nada.
—¿Y las procesiones?
—Nada.
—¿Entonces?
—No lo sé. Sólo me dio estos trapos para lavarlos. ¡Mira!, están llenos de sangre.


—¡Padre!
Tocó la puerta.
—¡Padre!
Volvió a tocar.
—Padre, sé que está ahí.
Susurró sobre la madera sin hacerla sonar con los nudillos.


—¿Y?
—Nada.
—Se va acabar el jugo.
—Y el sacristán no va tomar más.
—Lleva toda la mañana en el templo.
—Y es la tercera vez que lavo estos trapos rojos.
—En algún momento debe terminar.
—Dios lo quiera.
—Ya no sé que quiere Dios.
Ambas se miraron buscando la fe en los ojos de la otra.
—¿Y el cielo?
—Nada.
—Hace calor.
—Yo ya no siento el cuerpo.
—¡Estás sudando!
—…
—¿Quieres jugo?
—¿Y el Padre?
—No va a salir.
—Voy a volver a tocar.


El domingo las palmeras amanecieron sin hojas. No hubo ramos para la procesión, sin embargo aún no se esperaba la lluvia. El lunes hubo un sol estático sobre el firmamento celeste. Para el martes el vino del cáliz se evanesció, el miércoles se secó el agua bendita de la pila bautismal y el jueves dejaron de llegar las gentes al pueblo. Por la noche se escuchó el silbido del viento hasta la madrugada. Unos arreboles rosados despertaron al Padre, quien empezó a preparar los actos del día. No desayunó. Sintió que el sudor seco que le cubría el cuerpo era la materialización de algún pecado. Esperaba la lluvia de las tres de la tarde para tranquilizarse. Volvió a sudar sobre el cuerpo ya sudado. No llovió.

En la hora frágil de la tarde volvieron a aparecer unos arreboles rosados combinados con el cielo celeste y el sol estático. A las 3:30 p.m. el Padre caminó hasta el centro de la plaza con la mirada hacia arriba. Quería llorar para encontrar algo de agua, pero sus ojos nunca habían tenido la forma de nube necesaria que cubriera todo el pueblo. Oró. Al observar el reflejo rosáceo del firmamento pensó que lo que veía era hermoso y dejó de orar. Siguió sin llover. Unas voces empezaron a susurrarle como un murmullo. Era el pueblo que lo buscaba. Se levantó y entró al templo sin mirar la gente que tenía en sus espaldas. A las cuatro de la tarde las calles estaban azules, secas y vacías. El Padre entró a su habitación sin quitarse la sotana.

—Griselda, ¡sírveme un jugo de lulo por favor! —dijo con voz ronca y cerró la puerta.

El sábado amaneció temprano y los ecos fucsia del cielo se convirtieron en rojos nubarrones. El sol era blanco y las estatuas de la iglesia comenzaron a sangrar. A las diez de la mañana el Cristo derramó las primeras gotas de sangre que salían de las manos y los pies; al medio día las vírgenes se unieron con un llanto color vino tinto; y para las tres de la tarde todos los santos destilaban sangre. Griselda y María no durmieron en toda la noche. El sacristán continuaba restregando trapos rojos sobre los monumentos. En el pueblo se sentía un olor a fe perdida. La tierra levantaba un vaho de agua condensada. Olía a humedad, pero todos sabían que no iba a llover.