7 oct 2010

USTED

Por: Camilo Londoño Hernández



¡Usted!
Sí, usted,
usted que está leyendo esto.

¿Qué piensa?
¿Usted si piensa?
¿Qué quiere?

¿Por qué no grita? , ¿Por qué no llora?
Venga, rompa la hoja y desnúdese.

¿Ahora qué piensa?
¿Está ganoso?
¡¿Sí?!, ¿Por qué?

¿Quiere seguir?
¿Sabe el nombre de mi madre?
¡Qué carajo!, yo no me sé el nombre de la suya
¿O sí?

¿Sigue pensando?
¿En qué piensa?
Mejor no piense
¿Para qué?

¿Es usted buena gente?
Supongo que sí, está leyendo,
¿Sigue leyendo, verdad?
¿O no?
Pare, respire, vuelva a gritar.
No, no grite, quédese callado,
Qué pena que lo escuchen.

¿Sigue pensando?
Qué bueno, eso es muy difícil.
O si no vea, por no pensar,
Mire lo que he escrito.

6 oct 2010

A MI QUERIDA NADA

Por: Juan José Muñoz 


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31 de noviembre

Querida, apreciada, respetada y envidiada Nada, la presente epístola tiene como fin relatarte las últimas desventuras que me han sucedido en tu búsqueda, infructuosa sólo hasta el momento.

 Desde que tengo uso de razón (por allá a los 15 años) y el mundo cómo lo conozco, o como creo conocerlo, empezó a desbaratarse a pedazos por el mismo peso de su infame ilusión, he pensado cada noche, sin falta alguna, en la forma más adecuada de encontrarte; sin embargo, esos agentes falaces que dedican su miserable existencia a mejorar la credibilidad de la ilusión, me han enclaustrado vilmente, simplemente para que deje de acometer contra lo que ellos quieren que yo crea que ellos quieren, es decir, para que abandone mi quijotesca labor llegar hasta ti; pero a este tema me referiré más adelante.

-Mamá, ¿cómo sabe la bebé que ella es la del espejo?- le pregunté a mi madre mientras permanecía enhiesto frente a un espejo con una infanta de cinco meses en manos. ¡Qué pregunta tan curiosa! ¡Qué pregunta tan cínica! ¿Cómo sé yo que soy el del espejo?

Allí, en ese preciso instante, en esa milésima de segundo de sinapsis cerebral todo apareció ante mis ojos, el mundo en el cual había vivido empezaba a desplomarse, todo se presentaba como lo que es: una descarada mentira. Allí, en ese momento, empecé a buscarte.

Primero, era una inofensiva duda, una duda de joven inquieto que apenas está descubriendo la filosofía y que pretenciosamente se cree fanático de Heráclito, Nietzsche y Sartre ¡qué patético mocoso! Luego, la duda se hizo cada vez más intensa, pero se aplacaba con un poco de Moscatel barato. Pero sin importar lo que se haga, cuando una idea es plantada en lo más profundo del cerebro, nada se puede hacer para dejarla de lado; así que después de años te tics nerviosos y un hígado podrido, me entregué con voluntad de puta a mi verdad, a esa verdad que anularía todas las otras verdades, a esa verdad verdadera para mí mismo.

Cada noche aparecía el mismo sonsonete que sólo hasta ahora entiendo por qué nunca me dejaba en paz.

Oye tú, ¿qué posees del mundo?
¿Cómo posees el desorden?
Ahora, en algún lugar entre el Silencio sagrado
Entre el silencio sagrado y el sueño
En algún lugar entre el silencio sagrado y el sueño
Desorden, desorden, desorden.

¿Qué te crees para poseer la vida de un humano de esa manera? ¿Quién eres tú para jugar con el desorden, para jugar con la existencia? Pero no lo posees todo, en ese lugar, en ese momento entre el silencio sagrado y el sueño, yo puedo ser yo, ahí tú no entras, ahí descubro tu farsa.

¿Cómo nunca lo había visto? Es paupérrimamente obvio, todo es un juego, un engaño. Creer que sólo soy una insignificante pieza de un rompecabezas, pensar que las cosas siguen ahí cuando les doy la espalda, estar convencido de que al otro lado del mundo hay millones de personas, asegurar que la persona con la que hablo de veras existe. Ésta es la idea más ridícula e ilógica que me puedo imaginar. Pero ahora lo he descubierto, sólo yo existo, aunque existo engañado por una de tus sucias jugarretas; yo, mi querida Nada, soy Todo.
Entonces, cuando me dediqué a sumergirme en esa verdad, esa verdad liberadora, esa verdad aterradora, todo cambió: salía a la calle sin zapatos, me montaba a los árboles de las plazas, besaba mujeres desconocidas, todo era muy divertido, al fin y al cabo si todo es una mentira ¿por qué no jugar con ella? Pero esto no era suficiente, sabía que necesitaba hacer algo más drástico para poder encontrarme contigo, algo que cambiara el rumbo de las cosas.
Por facilidad retórica en la explicación de los sucesos, comparto contigo un fragmento de mi diario que escribí hace tres días (tres días, tres semanas, tres meses, tres años, no importa):



30 de febrero

“He matado a un hombre. Tenía que hacer algo, no soportaba el peso de la Nada sobre mí. Creí que iba a ser muy sencillo, pero no lo fue, no tuvo nada de sencillo. Le puse el cuchillo en su estómago, en la boca del estómago, cerré los ojos y antes de que él pudiera hacer algo, lo hundí contra su humanidad. Pude sentir cómo cortaba su camisa hasta llegar a su piel, cómo ésta se desgarraba sin oponer resistencia alguna, cómo llegó hasta el interior del estómago y avanzó sin ningún problema y finalmente, se detuvo al tocar algo duro… creo que era su columna.
Me di cuenta de que la ilusión, para mi desgracia, seguía y corrí, sólo corrí sin rumbo fijo hasta llegar a esta vieja bodega.
Jueputa, estoy loco; maté a un hombre por un simple capricho, por una malnacida duda de niños de bachillerato, ahora todos me van a perseguir. Destrocé toda mi vida y la de otra persona, sólo por justificar una verdad sin fundamentos.
¡No, no! No puedo ceder, eso es lo que quieren que crea. Ese hombre no existe, nunca existió. Sólo debo hacer algo más para llegar hasta Nada, mis intentos no han sido suficientes. Pero ¿qué puedo hacer?
Ed… Ed… ¡Edipo!
¡Mi ojo! Un pedazo de hierro oxidado atravesó mi ojo izquierdo; haré lo que hizo Edipo, pero a mí manera: él lo hizo para no ver la verdad, yo lo hago para verla.
¡Duele mucho, mucho!, pero todo es una ilusión y yo lo sé, de eso estoy muy seguro. Afortunadamente, aún puedo escribir, pero no por mucho tiempo más, sigue el otro ojo.
El hierro va hacia mi ojo. Puedo oler el óxido que lo corroe. Se acerca, cada vez más. Se acerca peligrosamente, pero es lo que debo hacer…
¡Mierda, la policía!”



Así es m querida Nada, esto fue lo que sucedió aquel día, lo demás es historia: estuve un tiempo en el hospital mientras hacían algo por la cuenca del ojo perdido, luego unos días en la cárcel mientras definían mi proceso; me diagnosticaron esquizofrenia paranoide y ahora estoy recluido en el pabellón de enfermos psiquiátricos de alta peligrosidad, escribiéndote esto mientras un guarda de seguridad y una enfermera me custodian para que no me saque el otro ojo con el lápiz.

Ellos saben que yo sé lo que ellos quieren, pero no voy a ceder. Quieren que reconozca que estoy loco, para así dejar intacta tu mentira, para que no te encuentre, pero no puedo permitirlo, debo llegar hasta ti despreciable Nada. El próximo intento va a ser definitivo, no va a ser el otro ojo, ni un dedo, ni nada por el estilo, voy a ser yo, es mi turno. Todo va a morir, para llegar a la Nada.




5 oct 2010

DE AZARES

Por: Natalia Zabaleta


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Toda cosa es nada a menos que sea nombrada. Quiero decir, los objetos, las camas, los pañuelos, los suspiros. Es la palabra, no las letras, el sonido quien da vida. La culpa, por ejemplo, sería un simple aletear de insecto en el vientre, a no ser por su designación.

Hay quien dice que fue ella.
Elsa, se llama. No los ojos, no las manos, no la boca, esas cosas no la cuentan, no la adivinan. Su madre decía: Hay dos tipos de mujeres las que llegan al final de la idea y las que inspiran la idea. Elsa, de seguro, fue más la primera. Pero una mujer nunca es una, es muchas.

Hay quien dice que fue él.
En una mecedora de mimbre se sentó Bernabé a morir un año 93’. Robusto, de barriga pomosa. El entretejido de la silla chasqueó al expandirse cuando cayó el cuerpo. Muslos anchos, cabeza blanca y brazos de incansable labrador.
Jamás muerte lenta como aquella, tomó siete años el endurecimiento de las articulaciones, siete años el vahído del pulmón, siete años la sequedad de la piel, siete años el silencio del corazón.

Hay quien dice que fue ella cuando, con ademán coqueto, en la parada de Bus del colegio Fernández-Baena hechó hacia atrás su pelo marrón, y cuando, en falda de alumna, sonrió al conductor del colectivo matinal. Hay quien dice que fue él, quien marchó desde las ñamerías de Turbaco a la cabina de un bus de ciudad para ver cómo el sol convertía en doradas las hebras del cabello de esa jovencita. Hay también quien alcanza a sentir el instante de tristeza, casi predictivo, que ocurre entre lo que es y lo que será. Diríase, si las historias tienen un inicio ese lo fue.

Pronto se dio Bernabé a la pesquisa de la estudiante. Supo su nombre, Elsa es una cartagenera bonita, estudiosa, de familia trabajadora. Famosa por bailar en las reuniones de El Cerro de la Popa, esa cultura underground de sábado que tiene fandango, traqueteo y gitanita.
Es la seductora.

Supo temblar cada mañana cuando el mediodía iluminaba el paradero, supo acallar el miedo, supo hablarle. Se enteró de su manía de coleccionarlo todo como si el mundo entero cupiese en un armario; desde hojas de árboles, tapas de gaseosas, hasta bolas de cristal.
Es la niña.

Supo que guardaría tanto la florecita como la estampita del primer día que la llevó a bailar. Supo hacerla bailar y entonces ya no supo más. Porque Elsa baila y la historia de las cosas ya no la tocan, baila y a su cuerpo anudan goteras de sudor, goteras que pronto son hilos de agua descendiendo entre colinas. La luz ve las goteras, el cuerpo chispea, la sed se hace huésped, el pecho sin aire, la boca seca y un temblor bajito que entretiene.
Es la amante.

Debió Bernabé casarse para calmar deseos.
Es la esposa.

Del baile vinieron otros bailes, diferentes y distintos.
Es la madre.

Debió alimentar, criar, proteger, domar, educar, trabajar para que la chiquillería del caso supiera lo mismo, deseara lo mismo y viviera lo mismo. La honra a la vida del padre la da el hijo. Fueron cuatro barones jugando en el zaguán, cuatro barones trabajando para el nuevo negocio de materiales de construcción del Padre, cuatro barones despellejando pescado en la cocina de mamá.

Después vino el silencio, se rompieron promesas. Los hijos no querían, no sentían, no sabían lo mismo. Del primer barón se empezó a sospechar, las vecinas escondían las joyas a la hora de la visita familiar y apuraban el paso si oían su silbido por la cuadra. El segundo barón iba a la iglesia con pelucón rubio y zapato de tacón siempre sentado atrás para no incomodar. El tercer barón preñó a la chiquilla de la tienda, el bebé y la muchacha se sumaron al comedor de doña Elsa, se les dio una pieza, con tal, que no pasaran necesidad. El último y más joven estudió, resultó medicó y graduado, se fue a vivir a Miami, no se acuerda del nombre de sus padres, del color del portón o el baldosín de su primera habitación.

En casa no se habló más, se negó bautizo a los sucesos. Todos puntuales para las tres comidas, Elsa sólo supo cocinar.

Hay quien dice que fue el mutismo de los años, la ausencia nominal, cuando un año 93’ se sentó Bernabé en una mecedora de mimbre, siete años pasaron antes de morir. La consideración elemental de Bernabé, los hombres si escogen su hora, los hombres si mueren a voluntad.

Elsa tomó ahora su lugar en la mecedora de mimbre, espera por otros siete años para aquietar, ésta vez, el murmullo del propio corazón.




PERTURBACIÓN


Por: Daniel Gaviria


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Me gusta dejar la ventana abierta. A veces me da un sofoco, como si las paredes ardieran y se comprimieran conmigo adentro. Es natural, pienso yo, tener la sensación de ahogo por estos días, las noticias no son muy alentadoras y han dicho que la ciudad se va a calentar todavía más, que esto puede irse hasta julio.

En las calles todos tienen el ceño fruncido, cubriendo con los pelitos de las cejas la sensibilidad del complejo ocular, o de gorra, mal genios, sudando, siempre brincando por todo lado, a ver donde hay una sombra que los ampare.

Así pues, no se encuentra consuelo ni en la noche, que despeja las nubes y alborota el hedor de los que aquí viven, y la tierra que pisan cada día. Mi mamá ya me ha dicho que cierre la ventana, que uno nunca sabe quién está por ahí espiando, que corra la cortina, que mire que lo ven, que haga caso… yo dejo la ventana de par en par, que medio ventee, y si por asomo alcanzo a sentir el suave rose de un viento extraviado, que por casualidad llegó a mí, dibujo en mi cara un pedacito de sonrisa, sin mucho esfuerzo, claro, porque la idea tampoco es sudar. Además, yo no sé cuál es la cantaleta con la ventana, si vivo en una unidad cerrada, y más allá de la reja hay una calle, bueno, dos calles, que no son muy frecuentadas de noche, y a lo lejos un hospital. Nada más.

La noche pasada me quedé dormido viendo una película. A mí por lo general me gustan, aunque bien que es difícil encontrar una buena en estos tiempos, me ha tocado recurrir al canal viejo, donde pasan unas de Clint Eastwood y Stanley Kubrick. Me acuerdo que me gustó una de Kubrick: un tipo que se iba a vivir a un hotel con la familia, y conforme pasaba la estadía allá empezaba a escuchar voces que le aparecían de cualquier parte y le decían… bueno, no le decían que cerrara la ventana, si usted me entiende y ya se la vio, y si no la ha visto bien pueda, hágalo, yo no se la voy a contar.

La ventana abierta, un vientecito lo más de rico que me puso eléctrico y tembloroso, tanto que del mundo de los sueños fui traído a rastras como de súbito, razonando que la estancia ulterior y onírica, donde antes navegaba, había sido sustituida por mi cama y la ventana que tenía a cuestas, abierta y desnuda, con la cortina recogida.

De pronto, otro tipo de aire me recorrió, fue más como un vapor y, no sé por qué, me entraron ganas de cerrar la ventana, perturbado por el silencio delator de la madrugada, justiciero de cualquier ruido, por pequeño o interno que fuera, incluso del corazón.

Me di a la tarea de girar mi cuerpo y extender mi mano hasta el marco corredizo y… bueno, demás que fue una impresión, o una suposición, o algo que traje de mi sueño y se reprodujo en algún lugar de mi conciencia, pero puedo jurar que más allá de mi ventana, del parque infantil que tengo en frente, pasando la reja que protege al complejo residencial, más allá de la calle (las dos calles) y la reja que cubre al hospital, allá en una ventana de la zona de cuidados especiales (lo sé porque he estado en ese hospital) ahí, no sé bien, y podría equivocarme, pero me pareció ver un pasón de sombra negra, que no resolvía donde desaparecer hasta que, bueno, usted me entiende, no lo vi más.

Pasé varias noches espiando por una pequeña hendidura que hacía con mis manos y la cortina, mirando allá arriba, donde parecía no haber nadie, a esperar que lo que antes había observado se repitiera, pero nada.
A la séptima noche me cansé de vigilar el hospital, y dejé caer mi mirada hasta que lo sorprendí del otro lado de la calle. Ahí estaba, mirando a no sé donde, y yo me quedé quietico, frío, sin respuesta. Pretendía no moverme, no hacer nada, pero él levantó su mano derecha y saludó ¡Trass! La caída del vaso de cristal ¡mierda! Fue lo que me hizo reaccionar y cerrar la cortina, tirar cobijas encima y cantar cualquier cosa, muchas veces, susurrando, hasta que el miedo dejara mi cuerpo y tomara otra víctima insomne en esa noche de revelación y zozobra.

Sí, lo acepto, muchas noches la ventana permaneció cerrada, a mí la verdad no me importaba tanto sudar, no es que fuera tan molesto, o yo, por esos días, prefería soportarlo.

Hace dos noches, cuando el sofoco arreciaba, decidí abrir un poco la ventana, una larga, vertical y angosta abertura. Reconozco que mi ojo izquierdo giró en todas las direcciones y distancias posibles, buscando algo, digo yo, extraordinario, pero no vi más que unas hojas secas en la calle y el árbol grande, cuya raíz crecía dentro del jardín del hospital, y se extendía hasta las lámparas, entrecortando la iluminación, dejándole a lo despoblado algo de sombra y de incierto, como una emanación de la oscuridad.

Una moto aceleró y casi choca, un frenazo ruidoso que apartó el silencio y mi temor, dejándole al viento nocturno las tareas de mi razón.

Ayer no soporté el calor y abrí la ventana. No puedo decir que lo que vi entonces me asustó, porque no pude ni erizarme, sólo… sí, había algo, pero no era una sombra, era un cuerpo blanco, que pasaba la calle y la luz entrecortada por momentos le iluminaba el rostro. Era un conejo, no, era alguien disfrazado de conejo, con la cara pintada. Creo que era gordo y me miraba, no sé que tenía en su mano. Movió la cabeza al cielo, como buscando la noche, y luego me miró otra vez, y sus ojos eran negros y no decían nada. Me miraban.

Yo no podía dejar de verlo, mi cara no giraba para ninguna parte, me encontraba en un estado casi catatónico, con ganas de no estar ahí, de inventar palabras en mi mente que desviaran la posibilidad del pánico.

-Algodón rosado –dijo el conejo susurrándome al oído. Mi grito aruñó las sombras, alaridos, pero nadie vino, o mi voz no era tan fuerte ahora. Alcancé a meterme en la cobija, sintiendo por momentos que algo me agarraba los pies. Di patadas hasta que pude sentir que el único en mi habitación era yo. Yo. Yo. Yo. Oscuridad.

Puedo decir que sentía en cada músculo un frío que venía de otra parte, no de ninguna conocida, pienso yo. Una parálisis me poseía, las horas fueron pasando, no podía cerrar la ventana, mi cuerpo no accedía a tal orden, a ninguna orden. Vi llegar el sol de la mañana y apagarse las luces de la ciudad, mis ojos estaban abiertos, fijos, clavados en el cielo que se erguía azul.

Nadie ha venido en todo el día, tampoco he podido mover mis piernas ni brazos, ni mi boca, no he podido mover mis ojos, parpadear al menos, pero todo puedo verlo, la luz del sol que entra a mi habitación, y el declinamiento de esa luz, dejando correr las horas, preparando la venida vespertina ¿usted me entiende? Pero, bajo la ausencia de mis capacidades motoras, no he podido cerrar la maldita ventana, que nunca debí abrir.

Aquí estoy, respirando, moviendo el pecho cada vez con más fuerza, con la celeridad que brinda el terror, esperando por la hora. Sí, ahí está, puedo sentirlo, el señor que se viste de conejo, que tiene algo en la mano y la cara pintada, los labios son rojos y le salen tres bigotes negros, lo sé porque ha traspasado la reja de mi unidad, ha jugado en el parque que tengo al frente (lo escucho reírse), ha caído por el tobogán y extiende sus labios rojos, muy rojos, con alegría; parece que aplaude y que viene hacia mí, cantando. Mueve las manos, muchas manos, abre los ojos y la boca, y muestra sus diez dedos. Escala como araña el edificio y atraviesa mi ventana. He aquí al hombre conejo, y yo a su merced, con los labios rojo sangre y los ojos tan negros como esta noche que ha ocultado a las estrellas, en confabulación con la muerte, cómplice de su antelación. Me canta una canción y me mantiene despierto. Yo intento gritar, pero sólo expulso el eco del viento débil que ya no existe, intento extender mi mano para cerrar la ventana, pero la ventana ya no se cerrará nunca.




4 oct 2010

MUJER DE PIERNAS LARGAS

Por: Samantha Díaz Alzate

"A woman with long legs" de Ivanna Lomová.

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Recordó como fue todo y hasta le causo gracia, pero no pudo reírse porque sentía como se le comprimían las tripas y la quemaban. Hace dos días se enteró su mamá y la botó de la casa, de ninguna manera ella podría cultivar monstruos, en el club le habían dicho que ellos comían más.Estaba ebria, un poco drogada y casi caída de sueño pero no iba a rendirse, no. Eso no impediría que ella le brindara placer a su acompañante que después de tanto esfuerzo , y una botella de vino barato, pudo convencer. Vio de nuevo la expresión de su madre cuando irrumpió en su cuarto y la encontró con la cara entre las piernas morenas de una acompañante, no era el sexo, era la acompañante. Le volvió a doler el estómago, sólo esta vez no tenía claro cúal era el sentimiento que hacía que se apretujaran los órganos. 

De sus pensamientos la sacó una falda morada con muchas ondas y en su fondo pudo ver la blancura de unas piernas delgadas, ya ni le importaba el resto de cuerpo, ella sólo quería encontrase sumergida en medio de tales blancuras, las veía flotar de una lado para otro, compraban un helado, se tomaban un café y fumaban varios cigarrillos. De pronto miraban la hora, abrían su bolso y sacaban un libro, leían un rato mientras volvían a fumar. Cerraban el libro, abrían el bolso y lo volvían a guardar. Bastante inquietas que eran estas piernas. De repente se vieron felices y decidieron correr, saltaban piedras y evitaban los perros y niños. Se detenían, y de pronto unas manos se apoyaban sobre ellas para descansar pero estas respiraban y volvían a correr, estaban cada vez más cerca y ya le daban miedo, ¿cómo reaccionaría cuando esas piernas le hablaran? No tuvo que pensarlo mucho porque se detuvieron a su lado y se unieron a un pantalón gris, se besaron y una de ellas se elevó del suelo como intentando volar. Se alejaron como flotando ya no dos sino cuatro. 

El estómago  volvió a sonar y su cuerpo no quedó igual, se tendió en el verde y suspiró, ya no quiere ser un monstruo nada más.


EL BAR DEL DESAMOR

Por: María Isabel Gaviria 



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“Los amantes de las lunáticas noches, construyen el silencio con palabras entrecortadas, con la bohemia de los inconstantes placeres, con los besos dados al aire y las pupilas dilatadas en medio de las miradas confusas, esas que tienen el poder de decirlo todo y nada, un medio susurro entre los dientes, una flor en la mano y una sonrisa tímida que oculta su verdadero significado, cada intento por reconocer la verdad se convierte en la odisea lujuriosa del breve comienzo de los deseos sin cumplir y las caricias que de antemano se transforman en el juego de una fortuna inconclusa e impredecible. Los amantes de las lunáticas noches, danzan y hacen el amor al compás de las notas de un chelo y un bandoneón, que sin querer se tornan armoniosos entre las bellas notas interpretadas por una melodía impregnada de deseo… y bajo el ardor de una llama roja, se consideran los poetas de la noche, poetas del más arduo camino, del desamor…” BIENVENIDOS.


_Bella descripción para las puertas de un bar de mala muerte¬_, sobre todo cuando se engalana en las noches de tango y lentejuelas, de tabaco y mate, de penuria y pasos seductores entre dos cuerpos entrenados arduamente para el espectáculo de cada noche, las paredes pintadas de un rojo llamativo, congregan a los espectadores que aspiran pasar las noches entre ánimo porteño, compartiendo los sentimientos que se vuelven colectivos, entre trago y canción, entre danza, sufrimiento y dolor.

Las bailarinas del bar “la pampa” se acicalan desde el atardecer hasta las horas de salir a cantar y bailar, entre humo, risas, maquillaje y mucho alcohol, le brindan el corazón a los excesos y su sangre al ritmo de la orquesta, al piano y a las cuerdas que lloran en el transcurso de la noche; sus bocas siempre rojas manchan las pieles de los amantes que son sus compañeros de baile; entre paso y paso la seducción se hace dueña del lugar, las luces se apagan convirtiendo a la oscuridad en la propietaria del espacio de tal manera que desde el tacto, el baile se perpetúe desde su máxima expresión.

Es más fácil amarse desde lejos cuando se tiene en el alma una pena, es necesaria la distancia cuando se ancla el sentimiento a la tierra y no se le permite volar, es obligatorio darse un beso y decir adiós mientras se tararea un tango sin mirar atrás, sin volver al recuerdo para que la nostalgia no invada el cuerpo y se pueda recurrir al mate, a un tabaco y a un bandoneón. ¡Qué la noche perdure entre la música y se puedan ahogar el corazón entre las copas y que la luna sea la eterna compañera, fiel a las quejas y los pesares! Una vez dicho el pregón de la noche se puede seguir con las actividades que cada quien ha decidido practicar, y las canciones no terminan, los asistentes no se van…

Es el bar de lo eterno, de lo inmutable, aquel que deja la sensación de un tranquilizador efecto, de un infame recuerdo, ese que cierra y abre las puertas, que asesina y reemplaza sentimientos, carcome el corazón y aniquila las melodías; es el bar en donde todos han entrado y actuado a través de la sensualidad de las canciones interrumpidas por el llanto; sin querer se ha muerto la razón y ha sobrevivido lo absurdo, se ha elegido la locura para caminar de la mano y se ha respirado por última vez, desde el exilio obligado…sin duda alguna ese es el bar del desamor.