5 oct 2010

DE AZARES

Por: Natalia Zabaleta


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Toda cosa es nada a menos que sea nombrada. Quiero decir, los objetos, las camas, los pañuelos, los suspiros. Es la palabra, no las letras, el sonido quien da vida. La culpa, por ejemplo, sería un simple aletear de insecto en el vientre, a no ser por su designación.

Hay quien dice que fue ella.
Elsa, se llama. No los ojos, no las manos, no la boca, esas cosas no la cuentan, no la adivinan. Su madre decía: Hay dos tipos de mujeres las que llegan al final de la idea y las que inspiran la idea. Elsa, de seguro, fue más la primera. Pero una mujer nunca es una, es muchas.

Hay quien dice que fue él.
En una mecedora de mimbre se sentó Bernabé a morir un año 93’. Robusto, de barriga pomosa. El entretejido de la silla chasqueó al expandirse cuando cayó el cuerpo. Muslos anchos, cabeza blanca y brazos de incansable labrador.
Jamás muerte lenta como aquella, tomó siete años el endurecimiento de las articulaciones, siete años el vahído del pulmón, siete años la sequedad de la piel, siete años el silencio del corazón.

Hay quien dice que fue ella cuando, con ademán coqueto, en la parada de Bus del colegio Fernández-Baena hechó hacia atrás su pelo marrón, y cuando, en falda de alumna, sonrió al conductor del colectivo matinal. Hay quien dice que fue él, quien marchó desde las ñamerías de Turbaco a la cabina de un bus de ciudad para ver cómo el sol convertía en doradas las hebras del cabello de esa jovencita. Hay también quien alcanza a sentir el instante de tristeza, casi predictivo, que ocurre entre lo que es y lo que será. Diríase, si las historias tienen un inicio ese lo fue.

Pronto se dio Bernabé a la pesquisa de la estudiante. Supo su nombre, Elsa es una cartagenera bonita, estudiosa, de familia trabajadora. Famosa por bailar en las reuniones de El Cerro de la Popa, esa cultura underground de sábado que tiene fandango, traqueteo y gitanita.
Es la seductora.

Supo temblar cada mañana cuando el mediodía iluminaba el paradero, supo acallar el miedo, supo hablarle. Se enteró de su manía de coleccionarlo todo como si el mundo entero cupiese en un armario; desde hojas de árboles, tapas de gaseosas, hasta bolas de cristal.
Es la niña.

Supo que guardaría tanto la florecita como la estampita del primer día que la llevó a bailar. Supo hacerla bailar y entonces ya no supo más. Porque Elsa baila y la historia de las cosas ya no la tocan, baila y a su cuerpo anudan goteras de sudor, goteras que pronto son hilos de agua descendiendo entre colinas. La luz ve las goteras, el cuerpo chispea, la sed se hace huésped, el pecho sin aire, la boca seca y un temblor bajito que entretiene.
Es la amante.

Debió Bernabé casarse para calmar deseos.
Es la esposa.

Del baile vinieron otros bailes, diferentes y distintos.
Es la madre.

Debió alimentar, criar, proteger, domar, educar, trabajar para que la chiquillería del caso supiera lo mismo, deseara lo mismo y viviera lo mismo. La honra a la vida del padre la da el hijo. Fueron cuatro barones jugando en el zaguán, cuatro barones trabajando para el nuevo negocio de materiales de construcción del Padre, cuatro barones despellejando pescado en la cocina de mamá.

Después vino el silencio, se rompieron promesas. Los hijos no querían, no sentían, no sabían lo mismo. Del primer barón se empezó a sospechar, las vecinas escondían las joyas a la hora de la visita familiar y apuraban el paso si oían su silbido por la cuadra. El segundo barón iba a la iglesia con pelucón rubio y zapato de tacón siempre sentado atrás para no incomodar. El tercer barón preñó a la chiquilla de la tienda, el bebé y la muchacha se sumaron al comedor de doña Elsa, se les dio una pieza, con tal, que no pasaran necesidad. El último y más joven estudió, resultó medicó y graduado, se fue a vivir a Miami, no se acuerda del nombre de sus padres, del color del portón o el baldosín de su primera habitación.

En casa no se habló más, se negó bautizo a los sucesos. Todos puntuales para las tres comidas, Elsa sólo supo cocinar.

Hay quien dice que fue el mutismo de los años, la ausencia nominal, cuando un año 93’ se sentó Bernabé en una mecedora de mimbre, siete años pasaron antes de morir. La consideración elemental de Bernabé, los hombres si escogen su hora, los hombres si mueren a voluntad.

Elsa tomó ahora su lugar en la mecedora de mimbre, espera por otros siete años para aquietar, ésta vez, el murmullo del propio corazón.




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