Por: Andrés Ricardo Pérez R.
serie: Sandía Santa
La
menguante fue la única testigo de nuestro saqueo. Nos deslizábamos como
ladrones en la oscuridad entre colinas y potreros. Las lámparas de petróleo relucían en la penumbra del monte como ánimas en pena. Siete, tres más cuatro;
un intento cabalístico de unir a dios con la naturaleza humana para seducir a
la suerte. Apretaron entre sus manos
sudorosas las camándulas. El que se va de guaquero sin dios a la mano le
pertenece al diablo.
Juan de
dios se lavó la cara, las manos. Escrupulosamente escogió lo mejor entre sus
trajes desgastados de labrador; se aplicó una gota de agua de colonia. Carmen,
su mujer, se entretenía procurándose la mejor chalina para ir a la iglesia. Esperaban con su pulcritud complacer a la vez al cielo y las apariencias; con la ayuda de Dios mañana serían ricos. El
campesino dejó a un lado de la puerta, visibles, las botas, el
costal, los azadones, la lámpara de petróleo. Su vestimenta de domingo
contrastaba con estos elementos huérfanos en un día de fiesta. Cerraron con
llave mientras se unían la procesión con rumbo a la iglesia para la misa del
lavatorio de los pies.
Luego de
la misa, Juan de dios y su mujer se encontraron con sus amigos. El olor a
incienso y la moribunda melodía de una banda de pueblo todavía habitaban el
ambiente entre festivo y solemne de un jueves santo. Esa confusa certeza de que
dios se muere mañana. Los amigos se fueron para la cafetería del parque a tomar
tinto. Las mujeres continuaron la romería en los otros templos, mientras
aprovechaban para pescarse el último chisme
con las vecinas entre empanaditas y alguno que otro tintico envenenado
con ron. Los hombres, austeros, se
conformaron con el café. Necesitaban de todas sus facultades para su empresa
nocturna. Cierto misticismo y superstición pesaba sobre aquel aquelarre de
merodeadores.
Con algo
de reserva frente a los posibles curiosos, decidieron irse para la casa de
Pacho Barrientos para ultimar los detalles de la excursión. Se congregaron en
el segundo piso de la casa vieja con una salsamentaria en la primera planta. A
salvo de miradas ajenas, desplegaron mapas y ultimaron los detalles de su
expedición.
-Quiera
Dios que tengamos suerte. A quien le interesa seguir coleccionando vasijas de
barro y calaveras. Dijo Gustavo sierra.
-Yo creo
que los indios de por acá era más bien pobres. Aventuro Hildebrando
- ¿Pobres?
oigan pues. Eran jodidos los hijueputas. Esos sí que sabían esconder las cosas.
¿No se acuerdan del alemán ese que vivía en la finca los guaduales. Según dice
Rolando y los jornaleros de la finca vecina, encontraron tanto oro que hasta
les pidieron ayuda para sacar los bultos de collares, brazaletes y esas vainas
que tanto le gustaban a los indios para adornar a sus muertos.
Era
conocida la historia de la guaca del alemán. A los soñadores sin fortuna todavía
les brillaban los ojos cuando oían la historia del tesoro. Aquel hombre siempre
había estado rodeado de misterio y había sido blanco de los chismes y la
adoración de las jovencitas. Sin embargo, algún día se fue sin avisar. El único
oro que había dejado por aquellas tierras era el de los rubios cabellos de sus
múltiples bastardos de ojos azules.
-A ese
mono sí que le fue bien por acá. Oro y mujeres por cantidades. ¿Qué más puede
pedir uno?
-Que va.
Según cuenta don Emiliano, desde que encontró el tesoro, no lo persiguen sino
las calamidades. Es que esos indios eran jodidos, jodidos los malnacidos. Dejaron
mucho oro, pero untado de maldiciones. No por nada dicen que el oro es el cagajón
del diablo.
- A los
hijos de Rolando que ayudaron a sacar el tesoro los mataron a los 15 días.
- Al mismísimo
Rolando le dieron manchas extrañas en el cuerpo. Ni los sahumerios ni los baños
de las brujas de la plaza se las han podido quitar.
-Eso no
son sino puros cuentos- dijo convencido Juan de dios. ¿Para qué oro los
indios si ya están muertos?
Todos
convinieron en lo mismo. El alemán se fue a embarazar jovencitas en otro
pueblo. A los hijos de Rolando los mataron por guerrilleros. Y las manchas en
la piel del viejo no eran otra cosa que la consecuencia natural por tanta
vagabundería. Una vez que habían dejado claro que todo aquello no era más que
supercherías de ignorantes, convinieron el lugar de la excavación. Se fueron a
dormir unas pocas horas conviniendo en encontrase todos en la vereda convenida
antes de la medianoche.
Juan de
dios se deslizó como una sombra entre las calles. Se escurrieron en sus casas
en silencio. Entraban con traje de fiesta y salían con las ropas y herramientas
de profanadores de tumbas. Sé persignaron y se encomendaron a las animas para
que los acompañarán y les dieran fortuna. Las mujeres, en sus camas, soñaban
con la riqueza del mañana.
Los siete
salieron del pueblo. Llevaban aguardiente y cantaban para que otros no
averiguarán sus intenciones y se anticiparán. Los tomarían como borrachos en
juerga. Blasfemos en Semana Santa. Un jeep los llevó a la vereda escogida. Bajaron las herramientas y se adentraron en
el monte.
Por allá,
cerca a la Cañada, vieron unas luces. Los fuegos fatuos en el amanecer del
viernes santo eran el indicio de los tesoros. Más allá se toparon con un montículo
de piedras antiguo. Barrientos, que manejaba un péndulo de radiestesia lo señaló
como el lugar indicado. Las picas y palas empezaron a morder capas de musgo y
piedras, a robarle al tiempo. Poco tiempo después dieron con la entrada a una
pequeña cámara mortuoria. No podían
creer lo que vieron. El brillo de las lámparas de petróleo lamía una cantidad
absurda de adornos rituales. La mismísima tumba del cacique. Celebraron con
aguardiente y música de tiple. Brindaron por ser más ricos que el alemán.
Sí que
fuimos brutos esa anoche. Ignoramos las advertencias y nos cegamos a los
hechos. Los números de la suerte no siempre la traen. Yo soy Juan de dios, Juan
sin dios desde aquella noche. El pobre que se volvió rico en Semana Santa. La
maldición del indio no era mentira. Escribo esto mientras espero el desenlace
definitivo. Oigo conversaciones en el corredor, no demoran en venir. Me pesan
las cadenas. Los camaradas de los hijos de Rolando se cansaron de esperar el
dinero del rescate. Pronto van a entrar
y me van a dar el tiro de gracia. Mañana me tirarán al monte como las vasijas
de barro y los huesos de los indios que nosotros también tiramos embriagados
por la soberbia.
El
cacique vino desde el infierno por todos, a reclamarnos el oro. Compartido el oro,
compartida la muerte. A Gustavo lo tumbó un caballo, a Hildebrando lo mataron
en una riña en una gallera. Emiliano se emborracho de láudano en noviembre para
escapar de las deudas. A Pacho y sus hijos les dieron fiebres y se murieron en
marzo. Y aquí estoy yo, Juan sin dios. Esperando la hora en que se cierra el
ciclo. El que se va de guaquero sin dios
a la mano le pertenece al diablo. ¿Para qué oro los indios si ya están
muertos?