8 may 2014

¿PARA QUÉ ORO LOS INDIOS SI YA ESTÁN MUERTOS?


Por: Andrés Ricardo Pérez R.
serie: Sandía Santa


La menguante fue la única testigo de nuestro saqueo. Nos deslizábamos como ladrones en la oscuridad entre colinas y potreros. Las lámparas de petróleo relucían en la penumbra del monte como ánimas en pena. Siete, tres más cuatro; un intento cabalístico de unir a dios con la naturaleza humana para seducir a la suerte.  Apretaron entre sus manos sudorosas las camándulas. El que se va de guaquero sin dios a la mano le pertenece al diablo.

Juan de dios se lavó la cara, las manos. Escrupulosamente escogió lo mejor entre sus trajes desgastados de labrador; se aplicó una gota de agua de colonia. Carmen, su mujer, se entretenía procurándose la mejor chalina para ir a la iglesia. Esperaban con su pulcritud complacer a la vez al cielo y las apariencias; con la ayuda de Dios mañana serían ricos. El campesino  dejó a  un lado de la puerta, visibles, las botas, el costal, los azadones, la lámpara de petróleo. Su vestimenta de domingo contrastaba con estos elementos huérfanos en un día de fiesta. Cerraron con llave mientras se unían la procesión con rumbo a la iglesia para la misa del lavatorio de los pies.

Luego de la misa, Juan de dios y su mujer se encontraron con sus amigos. El olor a incienso y la moribunda melodía de una banda de pueblo todavía habitaban el ambiente entre festivo y solemne de un jueves santo. Esa confusa certeza de que dios se muere mañana. Los amigos se fueron para la cafetería del parque a tomar tinto. Las mujeres continuaron la romería en los otros templos, mientras aprovechaban para pescarse el último chisme  con las vecinas entre empanaditas y alguno que otro tintico envenenado con ron.  Los hombres, austeros, se conformaron con el café. Necesitaban de todas sus facultades para su empresa nocturna. Cierto misticismo y superstición pesaba sobre aquel aquelarre de merodeadores.

Con algo de reserva frente a los posibles curiosos, decidieron irse para la casa de Pacho Barrientos para ultimar los detalles de la excursión. Se congregaron en el segundo piso de la casa vieja con una salsamentaria en la primera planta. A salvo de miradas ajenas, desplegaron mapas y ultimaron los detalles de su expedición.

-Quiera Dios que tengamos suerte. A quien le interesa seguir coleccionando vasijas de barro y calaveras. Dijo Gustavo sierra.

-Yo creo que los indios de por acá era más bien pobres. Aventuro Hildebrando

-    ¿Pobres? oigan pues. Eran jodidos los hijueputas. Esos sí que sabían esconder las cosas. ¿No se acuerdan del alemán ese que vivía en la finca los guaduales. Según dice Rolando y los jornaleros de la finca vecina, encontraron tanto oro que hasta les pidieron ayuda para sacar los bultos de collares, brazaletes y esas vainas que tanto le gustaban a los indios para adornar a sus muertos.

Era conocida la historia de la guaca del alemán. A los soñadores sin fortuna todavía les brillaban los ojos cuando oían la historia del tesoro. Aquel hombre siempre había estado rodeado de misterio y había sido blanco de los chismes y la adoración de las jovencitas. Sin embargo, algún día se fue sin avisar. El único oro que había dejado por aquellas tierras era el de los rubios cabellos de sus múltiples bastardos de ojos azules.

-A ese mono sí que le fue bien por acá. Oro y mujeres por cantidades. ¿Qué más puede pedir uno?
-Que va. Según cuenta don Emiliano, desde que encontró el tesoro, no lo persiguen sino las calamidades. Es que esos indios eran jodidos, jodidos los malnacidos. Dejaron mucho oro, pero untado de maldiciones. No por nada dicen que el oro es el cagajón del diablo.

-    A los hijos de Rolando que ayudaron a sacar el tesoro los mataron a los 15 días.
-    Al mismísimo Rolando le dieron manchas extrañas en el cuerpo. Ni los sahumerios ni los baños de las brujas de la plaza se las han podido quitar.

-Eso no son sino puros cuentos- dijo convencido Juan de dios. ¿Para qué oro los indios si ya están muertos?

Todos convinieron en lo mismo. El alemán se fue a embarazar jovencitas en otro pueblo. A los hijos de Rolando los mataron por guerrilleros. Y las manchas en la piel del viejo no eran otra cosa que la consecuencia natural por tanta vagabundería. Una vez que habían dejado claro que todo aquello no era más que supercherías de ignorantes, convinieron el lugar de la excavación. Se fueron a dormir unas pocas horas conviniendo en encontrase todos en la vereda convenida antes de la medianoche.

Juan de dios se deslizó como una sombra entre las calles. Se escurrieron en sus casas en silencio. Entraban con traje de fiesta y salían con las ropas y herramientas de profanadores de tumbas. Sé persignaron y se encomendaron a las animas para que los acompañarán y les dieran fortuna. Las mujeres, en sus camas, soñaban con la riqueza del mañana.

Los siete salieron del pueblo. Llevaban aguardiente y cantaban para que otros no averiguarán sus intenciones y se anticiparán. Los tomarían como borrachos en juerga. Blasfemos en Semana Santa. Un jeep los llevó a la vereda escogida.  Bajaron las herramientas y se adentraron en el monte.

Por allá, cerca a la Cañada, vieron unas luces. Los fuegos fatuos en el amanecer del viernes santo eran el indicio de los tesoros. Más allá se toparon con un montículo de piedras antiguo. Barrientos, que manejaba un péndulo de radiestesia lo señaló como el lugar indicado. Las picas y palas empezaron a morder capas de musgo y piedras, a robarle al tiempo. Poco tiempo después dieron con la entrada a una pequeña cámara mortuoria.  No podían creer lo que vieron. El brillo de las lámparas de petróleo lamía una cantidad absurda de adornos rituales. La mismísima tumba del cacique. Celebraron con aguardiente y música de tiple. Brindaron por ser más ricos que el alemán.

Sí que fuimos brutos esa anoche. Ignoramos las advertencias y nos cegamos a los hechos. Los números de la suerte no siempre la traen. Yo soy Juan de dios, Juan sin dios desde aquella noche. El pobre que se volvió rico en Semana Santa. La maldición del indio no era mentira. Escribo esto mientras espero el desenlace definitivo. Oigo conversaciones en el corredor, no demoran en venir. Me pesan las cadenas. Los camaradas de los hijos de Rolando se cansaron de esperar el dinero del rescate.   Pronto van a entrar y me van a dar el tiro de gracia. Mañana me tirarán al monte como las vasijas de barro y los huesos de los indios que nosotros también tiramos embriagados por la soberbia.

El cacique vino desde el infierno por todos, a reclamarnos el oro. Compartido el oro, compartida la muerte. A Gustavo lo tumbó un caballo, a Hildebrando lo mataron en una riña en una gallera. Emiliano se emborracho de láudano en noviembre para escapar de las deudas. A Pacho y sus hijos les dieron fiebres y se murieron en marzo. Y aquí estoy yo, Juan sin dios. Esperando la hora en que se cierra el ciclo.  El que se va de guaquero sin dios a la mano le pertenece al diablo. ¿Para qué oro los indios si ya están muertos?











6 may 2014

POLVO ERES


Por: Carolina Campuzano
Serie: Sandía Santa

Caminaba con la mirada fija en el suelo, cuidaba sus pasos, no quería tropezarse con alguna raíz o pisar una serpiente. Se detuvo un momento para tomar aire y reanudó su marcha. Derecha, izquierda; derecha, izquierda, contaba en su mente; esforzándose más en coordinar sus pies que en mantener un ritmo militar. Estaba irritado, sólo le importaba llegar, pero sus músculos cansados lo hacían detenerse cada vez con más frecuencia.

Él continuaba con los ojos puestos en el sendero sobre el que no se proyectaba ninguna sombra. Se dijo que debían ser las doce. Sus compañeros ya debían estar en el pueblo bajo la sombra de un almendro, sintió envidia y paró de nuevo. No sabía qué día era, hizo cuentas y recordó: era miércoles. Faltaban cuarenta días para la Semana Santa, pero eso no importa cuando se está en el monte. Aún así, automáticamente se persignó, acomodó la mochila en su hombro, se colgó el fusil y continuó por el camino paralelo al río.

***
Candelaria asomó un ojo por la rendija de la ventana de su cuarto. Aunque estuviera cerrada podía ver un pedazo de la calle por el mismo lugar donde se filtraba un hilo de luz. No escuchaba nada, no veía a nadie caminando, parecía que el pueblo lo hubieran deshabitado hasta los fantasmas. Era miércoles y desde el lunes no podía abrir la ventana, ni la puerta; estaba prohibido salir a jugar  y hasta le habían dejado de pedir que hiciera mandados.

Tenía calor, en su casa se empezaba a concentrar la humedad y el sofoco con tanto encierro. Intentó mirar las nubes para saber si llovería, pero la rendija sólo le permitía llegar hasta el marco de la ventana y ver algunas tejas. Allí terminaba el cielo. Se entristeció y quiso apartarse de la vista pero una sombra pasajera cortó el hilo de luz. Sintió pasos, eran los vecinos que salían de sus casas y avanzaban en dirección a la plaza. Le pareció extraño, no lo podían hacer. Ella había escuchado cuando, dos días atrás, un hombre llegaba a su casa y le decía a su padre que si alguno se atrevía a salir e incluso a asomarse por una ventana, se convertiría en polvo.

Candelaria no entendía bien qué significaba eso de convertirse en polvo, pero sintió susto de ese hombre que daba órdenes y por el cual sus padres la habían enviado a su cuarto para que no escuchara nada, aunque ella se había agachado tras la puerta para oír la conversación.  Por allí logró ver las botas negras con cordones entrelazados que usaba el visitante,  no se le hacían conocidas, eran diferentes a las que su padre usaba para trabajar. Mordió sus labios hasta volverlos rojos, era su manera de gritar cuando hay que hacer silencio; era el miedo que sentía mientras él estaba ahí.

De pronto, su madre entró en su cuarto y la sacó de su distracción cogiéndola fuerte de un brazo y llevándola a la calle donde su padre esperaba. No la regañó por estar en la ventana.

-         - No importa lo que ellos digan, hoy es miércoles de ceniza, no vamos a faltar a la iglesia- dijo como pensando en voz alta.

Trataba de seguir los pasos de su familia y de todas las personas que llevaban la misma dirección y la misma prisa, hablaban en voz baja lo que no era costumbre en el pueblo.

En la iglesia el cura empezó el sermón, decía que estar allí era una forma de resistencia, que les podían quitar la libertad pero no la fe. Luego se calló y empezó a dibujar en las frentes de todos una cruz de color negro. 
Su madre la empujó hacia el altar para que a ella también le hicieran ese signo mal hecho. Cuando llegó su turno, el sacerdote la miró a los ojos y mientras le pasaba el dedo frío por su cara le decía:

-          - Polvo eres y en polvo te convertirás

Candelaria se estremeció, sintió el mismo miedo que cuando el hombre de botas negras estuvo en su casa, esas palabras le sonaron muy parecidas; por eso, antes de que él terminara de hacer la línea horizontal en su frente se alejó corriendo y, junto con sus padres, regresó a casa.

***

Por fin llegaba al pueblo, se dijo contento cuando escuchó las campanas de la iglesia. Sin embargo, su alegría no le duró mucho, allí no tendría por qué sonar nada, ya había mandado a advertir el toque de queda. Se molestó un poco, no le gustaba que nadie faltara a sus órdenes, además cada campanada parecía atraer la lluvia, estaba cansado e irritado, no quería mojarse. Siguió caminando hasta que encontró las primeras casas con las puertas y ventanas cerradas, después de todo no lo habían desobedecido. Sonrió, disfrutaba del silencio que imperaba tanto como del ruido seco de un disparo.

Miraba de lado a lado su pueblo, el pueblo que ahora estaba bajo su control, todo estaba en orden excepto algo. En una de las casas una ventana estaba entreabierta, por allí asomaba un rostro curioso que lo desafiaba desde una rendija. Frunció el ceño y se detuvo, su enojo empezó a crecer conforme su uniforme se iba empapando. Cargó el fusil, lo apretó con sus dedos mojados y disparó hacia la ventana.

***

Candelaria alcanzó a ver el rostro del hombre de las botas que había estado en su casa y se asustó cuando apuntó hacia la ventana que había abierto al volver de la iglesia; intentó cerrarla pero no tuvo tiempo. Ahora, mientras en su frente se dibujaba otra cruz, entendió por qué era polvo y en polvo se convertiría.   

EL PUEBLO QUE ESPERABA LA LLUVIA


Por: Camilo Londoño 
Serie: Sandía Santa

—¿Sigue sin llover?
—Nada.
—¿Y el Padre qué dice?
—Nada. Sigue sin salir.
—Entonces debe tener sed.
—Eso pensé. Por eso fui a llevarle este jugo, pero no me abrió. Debe creer que no soy yo.
—Pero él reconoce tu voz.
—Lo sé. Además, hace mucho calor.
—¿Y el sacristán?

—Está limpiando el templo.
 —¿Él solo?
—Sí.
—Deberíamos ayudarle.
—Tengo miedo.
—Yo también.
—Además…
—Hace mucho calor.
—Es cierto.
—Llévale el jugo al sacristán y yo voy preparando otro para cuando el Padre decida salir.


—Hola.
—…
—Gabriela y yo te hicimos este jugo.
—Gracias.
—Es de lulo.
—Como le gusta al padre.
—Ajá.
—Gracias.
—Y entonces…
—Nada.
—¿Qué pasará con las procesiones?
—No lo sé.
—¿Y con las misas?
—No lo sé.
—¡Dios Santo!
—Sí, Dios santo.
—¿Y el Padre?
—No lo sé.
—Yo le he tocado tres veces la puerta. No me recibe ni el jugo.
—Toma, ¿puedes llevarte esto para lavar?
—Ajá.
—Gracias.


—¿Cómo está el templo?
—Igual.
—¿Y qué te dijo?
—Nada.
—Y entonces, ¿las misas?
—Nada.
—¿Y las procesiones?
—Nada.
—¿Entonces?
—No lo sé. Sólo me dio estos trapos para lavarlos. ¡Mira!, están llenos de sangre.


—¡Padre!
Tocó la puerta.
—¡Padre!
Volvió a tocar.
—Padre, sé que está ahí.
Susurró sobre la madera sin hacerla sonar con los nudillos.


—¿Y?
—Nada.
—Se va acabar el jugo.
—Y el sacristán no va tomar más.
—Lleva toda la mañana en el templo.
—Y es la tercera vez que lavo estos trapos rojos.
—En algún momento debe terminar.
—Dios lo quiera.
—Ya no sé que quiere Dios.
Ambas se miraron buscando la fe en los ojos de la otra.
—¿Y el cielo?
—Nada.
—Hace calor.
—Yo ya no siento el cuerpo.
—¡Estás sudando!
—…
—¿Quieres jugo?
—¿Y el Padre?
—No va a salir.
—Voy a volver a tocar.


El domingo las palmeras amanecieron sin hojas. No hubo ramos para la procesión, sin embargo aún no se esperaba la lluvia. El lunes hubo un sol estático sobre el firmamento celeste. Para el martes el vino del cáliz se evanesció, el miércoles se secó el agua bendita de la pila bautismal y el jueves dejaron de llegar las gentes al pueblo. Por la noche se escuchó el silbido del viento hasta la madrugada. Unos arreboles rosados despertaron al Padre, quien empezó a preparar los actos del día. No desayunó. Sintió que el sudor seco que le cubría el cuerpo era la materialización de algún pecado. Esperaba la lluvia de las tres de la tarde para tranquilizarse. Volvió a sudar sobre el cuerpo ya sudado. No llovió.

En la hora frágil de la tarde volvieron a aparecer unos arreboles rosados combinados con el cielo celeste y el sol estático. A las 3:30 p.m. el Padre caminó hasta el centro de la plaza con la mirada hacia arriba. Quería llorar para encontrar algo de agua, pero sus ojos nunca habían tenido la forma de nube necesaria que cubriera todo el pueblo. Oró. Al observar el reflejo rosáceo del firmamento pensó que lo que veía era hermoso y dejó de orar. Siguió sin llover. Unas voces empezaron a susurrarle como un murmullo. Era el pueblo que lo buscaba. Se levantó y entró al templo sin mirar la gente que tenía en sus espaldas. A las cuatro de la tarde las calles estaban azules, secas y vacías. El Padre entró a su habitación sin quitarse la sotana.

—Griselda, ¡sírveme un jugo de lulo por favor! —dijo con voz ronca y cerró la puerta.

El sábado amaneció temprano y los ecos fucsia del cielo se convirtieron en rojos nubarrones. El sol era blanco y las estatuas de la iglesia comenzaron a sangrar. A las diez de la mañana el Cristo derramó las primeras gotas de sangre que salían de las manos y los pies; al medio día las vírgenes se unieron con un llanto color vino tinto; y para las tres de la tarde todos los santos destilaban sangre. Griselda y María no durmieron en toda la noche. El sacristán continuaba restregando trapos rojos sobre los monumentos. En el pueblo se sentía un olor a fe perdida. La tierra levantaba un vaho de agua condensada. Olía a humedad, pero todos sabían que no iba a llover.    






TAN REPENTINO COMO QUEDARSE DORMIDO

Por: Laura Bayer
Serie: Sandía Santa

Toc. Toc. Toc. Nadie había venido a visitarme en mucho tiempo. Toc. Toc. Toc. Está desesperado, tiene mucho afán. Si pudiera levantarme más rápido, abriría más rápido. Debe ser Elvia, como todos los días. No quiero abrirle, no quiero que me eche cantaleta. Toc.Toc.Toc. Hoy está más impaciente que de costumbre. Parece que tuviera un martillo en la mano. ¿Para qué tiene que tocar? No abrirle no es taparle la boca. De todas maneras me va a decir que me extraña y que Linda va mejorándose. Que es gracias a mí. Pero yo no he hecho nada, la vejez ni me deja moverme.

Claro que hoy es un día diferente, hoy, gracias a mis súplicas, puedo tan siquiera arrastrarme e ir a recibir mis visitas. Es algo.

La pesada madera se abre. No era Elvia, son César y Jaime Alberto. César está vestido de negro, un negro tan oscuro como ese bigote que no le cambia, no le aparece ni una sola cana. Que me hubiera visto, yo tengo mil y como hace tanto que no me motilo sí se me deben ver más. Jaime Alberto tiene la misma mueca de siempre, la que pone cuando lo obligan a hacer algo que no quiere. Siento que me mira con un poco de asco, sin embargo, me dice:

                – Hola, petacón.

Bibiana está tres pasos detrás de César, tiene el cabello más mono desde la última vez que la vi. Está cargando a su segundo hijo, el que no alcancé a conocer. Aunque el niño tiene la cara volteada, sé que se parece mucho a mí. Bibiana también está de negro y tiene sobre la cabeza un velo de los que le tejía Elvia cuando estaba chiquita.

Claro, si la memoria no me falla, hoy es viernes santo. Debe serlo, el día huele a sahumerio y puedo ver el cielo que se está poniendo oscuro, ahora a las tres, llueve. Tan bellos, vinieron a visitarme hoy y se perdieron la misita. Elvia se debió haber quedado por eso, esa mujer no tenía comunión perdida.

Me acuerdo que nunca le dije a Elvia que quisiera irme de la casa. No tenía tanta cana al aire como a veces me decía, en realidad, mi único amante fue el guarito y nada más, y ella sabía. Me fui por razones que ya ni me acuerdo, por eso llevamos cuatro años sin vernos. Porque fue tan repentino como quedarse dormido.

Le pregunto a César por Linda y se queda callado. Cómo soy de güevón, la pobre bien enferma y yo queriendo que también venga a visitarme. Hasta debe pasar todo el día acostada. Aunque la última vez que vino Elvia, ella me dijo que a lo mejor Linda se iba a venir a vivir conmigo pronto. No creo que vaya a poder, no solo porque el único capital que me queda sea la argolla de matrimonio sino porque soy consciente de que el lugar donde vivo es muy pequeño. A veces me pregunto si Dios nunca va a creer que uno se merece un lugarcito más cómodo para vivir conforme se hace más viejo.

Me da la impresión de que ha venido más gente a verme, pero no puedo ver quiénes son porque están muy lejos y a los lados, como rodeándome. Cuando uno está tan anciano y no tiene con qué comprar gotas para los ojos secos, no tiene más remedio que mirar pa’l frente y solo pa’l frente; y al frente está César agarrándome los brazos y el pecho, sacudiéndome el saco, me parece que me quiere abrazar, pero no lo hace. De pronto él y la otra gente que vino a visitarme piensa que muerdo, pero no soy un perro, simplemente me fui de mi casa.

Efectivamente, sí estamos en semana santa. Oigo a lo lejos el pregón de la gente y una mujer, que tiene la voz parecida a la de mi hermano Berto, está rezando el rosario. Con esta vejez no hubiera podido ir a las procesiones, pero la soledad no es excusa para no haberme acordado de rezar como me enseñó mi mamá.
Jaime Alberto me sacude el pantalón, luego me lo quita. Sostiene mis pies y entonces lo entiendo. Estos sobrinos míos son obstinados. Quieren cambiarme la ropa y seguro llevarme hasta la procesión cargado. Me encantaría poder decirles que me dejen, que me puedo vestir solo, pero es decirles mentiras. No puedo hacer ninguna de las dos cosas: ni vestirme ni decir mentiras un viernes santo. Permito que me quiten la ropa sin decir una palabra. Bibiana me mira y no dice nada tampoco. Quisiera decirle que la quiero, pero la brusquedad de estos muchachos no me deja. Me lastiman cogiéndome los brazos, la cabeza, me aprietan lo que queda de mis débiles muñecas, hasta me estripan las costillas y ni siquiera sé cómo eso es posible. Debo estar muy decrépito para sentir como si me estuvieran agarrando del mismísimo hueso.

Siento que me cubre una nueva tela muy suavecita. Parece seda y la debe haber mandado Elvia. Cuando ella me planchaba la ropa para irme para el trabajo siempre la dejaba como la caricia de un angelito.

                – Decile a Elvia que la quiero –le dije a Bibiana, pero ella se quedó callada. Quizás está pensando que si le dice eso, su madre se va a poner triste, como se hubiera puesto al verme hoy y por eso no vino.

César me sostiene la cabeza y me pasa una de sus manos gruesas por mi escaso cabello, definitivamente me quedé calvo. Sin embargo, las pocas hebras que me quedan pegadas a la cabeza están muy largas. Debería hacerme la caridad y cortármelas antes de que más gente me vea. Pero así, con la cabeza sostenida, me doy cuenta de que ya me está viendo más gente de la que me imaginaba. Están todos: mis hermanos, mis sobrinos, los hijos de estos, mi hija Bibiana. Solo falta Elvia.

También noto que los apretones de los muchachos sí los sentí en el mero hueso y que la tela que ahora me cubre es lino morado con una cinta dorada que se entrecierra en la punta. César coloca mi cabeza con el resto de mi cuerpo y ya, vestido con ropa nueva y perfumado con el sahumerio del ambiente, me llevan a vivir a un lugar más pequeño. Jaime Alberto me dije:

                – Adiós, petacón –y golpea la diminuta puertecita. Se despidió igual que la última vez que lo escuché hablar, hace cuatro años.


Cuatro años, claro, pero no me puedo acordar cómo pasó todo esto. Cómo me hubiera gustado que Elvia se hubiera perdido la misa hoy y hubiera venido al cementerio.

EL CUARTO



Por: Hebert Rodríguez
Serie: Sandía Santa

 Sirvió algo de café y se sentó frente al ordenador. Era un jueves frío de marzo. Solo, refugiado en la oscuridad de su cuarto, decidió escribir. Digitó un poco para soltar la mano. Pensaba ¿Qué escribir? Esa pregunta le venía siempre, como una angustia que poco a poco se sanaba con la aparición de las palabras. El cuarto, una penumbra, se iluminaba apenas por el resplandor de la página en blanco. Borró el párrafo escrito e inició de nuevo.

Adán Pérez se encontraba dormido en un rincón de la cama. A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva Domínguez. Fue el principio. Nombró los personajes. Adán y Eva eran ellos. Un par de sujetos lanzados a un cuarto oscuro. Desconocidos, dormían juntos. El escritor, guiado por un impulso ajeno, escribía. El cuarto, lo envolvía un vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos para percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo. Palpó algo blando y liso, le recordó a una fruta; Eva gritó. Sobresaltada, absorta en las tinieblas, preguntó: ¿Dónde estoy? Se detuvo. Leyó de nuevo los dos párrafos escritos; sonrió. Giró un poco el cuello para liberar el peso, chasqueó los dedos, continuó. Encendió la luz; les permitió ver. La luz que ocupó el cuarto los cegó de nuevo. Desesperados, hurgaban el aire; se encontraron. La ceguera blanca disminuía y en el plano, aparecían algunas formas coloridas, cubiertas de una textura ámbar que provenía de una bombilla suspendida en el techo. Se miraron y extrañados, buscaban algo, una seña, un signo que les permitiera comprender ese vacío. No se repararon. Poco importaba en ese momento el cuerpo: eran una duda. A su alrededor, una nevera pequeña, un baño y un televisor. La nevera contenía algunas golosinas y refrescos; el baño era de baldosa pálida, un azul celeste y entre las uniones, moho, cabellos y distintos cúmulos de partículas mugrientas. En la cama, una sábana y al lado de la cama, un par de mesitas de noche con un teléfono, un directorio, un almanaque, una botella de ron con residuos, dos vasos, y un libro negro. Un libro, pensó el escritor. Sorbió café. ¿Para qué les he dejado el libro? Se pasó la mano por el rostro para retirar la pesadez de los ojos. De nuevo algo de café, otro chasquido, el teclado… ¿Cómo te llamas? Eva Domínguez. Adán, Adán Pérez, le respondió él. ¿Qué hacemos aquí? Al parecer, dormíamos. No recuerdo nada. Me duele la cabeza. Eva levantó un vaso. El olor le trajo un rastro de algo en su memoria, pero se esfumo de nuevo con el aturdimiento. Edén, hotel Edén, leyó adán en el almanaque. Kilómetro dos, vía Amagá, aquí dice, ¿sabés dónde estamos? Eva desaprobó con la cabeza, se veía angustiada. Adán revisó las indicaciones escritas sobre el teléfono. Recepción: marque cero. Restaurante: marque tres. Taxi: marque cuatro. Oprimió el cero. La línea estaba muerta. No responden, le dijo a Eva. Ambos se miraban angustiados. Se paró de su asiento; el café que bebía se había terminado. Preparó un poco, aflojó el cuerpo y se sentó de nuevo. Había creado a Adán y Eva; mujer y hombre por igual. En una ráfaga de necesaria actividad creadora, les había dotado de un espacio, de alimentos y había resuelto que ellos, un par de desorientados, convivieran juntos en ese cuarto del hotel Edén. Se fijó en el libro, y sobre el libro, apareció una nota. No leer. Eva, temerosa, le sugirió a Adán dejar el libro cerrado; el accedió. ¿Quieres un refresco? Una Coca-Cola está bien. Se acostaron en la cama. Adán miraban al techo en silencio; Eva succionaba la bebida y miraba el cuarto. ¿Cómo llegamos aquí? ¿De dónde te conozco? ¡No entiendo nada! ¡Nada!, dijo Eva y se echó a llorar. Adán sintió un impulso a abrazarla, a calmarle el llanto. No tenía palabras, ¿qué podía decir? Poco a poco Eva mermó el llanto; gimoteaba agotada. Apagó la luz.  ¿Era de día o de noche? No lo sabían. Encerrados en el cuarto, se desconocían. Decidió incitarlos, quería emoción. Sembró en Adán otra duda: debía leerlo. Encendió la luz del cuarto y miró hacia la mesa. ¿Qué pensás hacer? Leerlo. Dice bien: no leer ¿Estás loco? Me desperté en la oscuridad absoluta, ciego, temeroso de eso otro que latía a mi lado. Luego, vos igual. No recuerdo nada y vos tampoco ¿aun así insistís en que no lo haga? ¿Que no lo lea? Eva lo miró temerosa, pero la inquietud le cocía las tripas. Abrió el libro. Se detuvo. El café se agotaba y el cuarto, aún oscuro, le lastimaba los ojos. Sintió sueño. ¿Dejaría la escritura de su libro para luego? Leyó de nuevo. Adán Pérez se encontraba dormido en un rincón de la cama. A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva Domínguez. El cuarto, lo envolvía un vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos para percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo…

Eva gritó. ¿Dónde estamos? Miró su cuerpo desnudo y lo cubrió con la sábana. La duda era mayor. Adán Pérez y Eva Domínguez, un par de desconocidos, aparecieron desnudos en un cuarto de hotel.  La resaca les impedía saberlo. Leían un libro. De nuevo el sopor, la ausencia de café, la oscuridad. Se echó a dormir.



Me gusta creer que al universo lo dirige un técnico de fútbol


Por: Santiago Jaramillo
Serie: Constelaciones 



Veinte minutos antes había terminado el partido, el sudor empezaba a secarse entre los ojos, haciendo difícil cada parpadeo y una brisa helada congelaba la piel de los dos muchachos. Eran los únicos que todavía estaban en la cancha solitaria.

Felipe, sentado en el punto del penalti, abrazaba sus piernas con las manos de modo que las rodillas quedaban perfectamente juntas para que el mentón se acomodara entre ellas.
Cansado miró a Daniel que estaba acostado encima de la portería mirando al cielo, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y le preguntó:

-          ¿Por qué siempre nos quedamos en la cancha después de los partidos?
-          Me gusta.
-          Sí, yo sé, pero hace demasiado frío.
-          No me gusta dormir acalorado.
-          ¿No te bañas después de jugar?
-          No, a veces cuando me duermo sin bañarme sueño con los goles que hice y cuando despierto pienso que el balón era la luna.

Daniel siguió mirando el cielo, la malla metálica del arco le marcaba un montón de rombitos en la piel desnuda de la espalda.

Las luces de la cancha se apagaron. Eran las once de la noche. Daniel estiró las piernas y empezó a bajarse de la portería metiendo cada pie entre los rombos de la malla para no caerse. Cuando estaba cerca del suelo saltó a la arena y caminó hasta donde estaba su amigo. Se sentó. Ambos miraron la misma estrella.

-          El gol de cabeza fue culpa mía – dijo Felipe.
-          Nunca hemos sido buenos.
-          ¿Todavía crees que podemos ser estrellas?
-          No, pero me gusta pensarlo – dijo Daniel mostrando tres o cuatro dientes.

La cancha era grande, de 80 ó 90 metros de largo. En la noche la inmensidad se hacía evidente. De vez en cuando una bolsa vacía se llenaba de aire y cruzaba de un arco a otro impulsada por el viento, hasta meter un gol. Los celadores decían que eran los goles que había dejado sin hacer un niño que pasaba las tardes enteras patiando un balón contra la malla y  había muerto en un accidente automovilístico.

Los dos siguieron mirando la misma estrella, sentados en la cancha vacía, escuchando la arena deslizarse por el piso como acatando las ordenes del viento. Daniel levantó el índice de su mano izquierda y señaló un punto que brillaba más que todos en el cielo negro.

-          Hay noches que miró el cielo y veo millones de puntos amarillos, que brillan como si fueran a prenderse. Me gusta pensar que esos puntos son todos los futbolistas del mundo que nunca fueron estrellas aquí en la tierra y que ahora están en el universo jugando su mejor partido. Me gusta creer que el punto más grande y más brillante es un gran técnico, que dispone el resto de estrellas como para un partido, en el tablero de un camerino. Me gusta creer que al universo lo dirige un técnico de fútbol.

Felipe sonrió incrédulo después de escuchar las tonterías su amigo.

-          Tenemos que irnos.


Se levantó despacio, mientras se sacudía la arena de la pantaloneta, y ayudó a parar a Daniel dándole la mano. Cruzaron caminando por la mitad de la cancha hasta llegar a la salida. Felipe cada tanto miraba al cielo y pensaba de qué le gustaría jugar en el equipo del universo.