Por: Santiago Jaramillo
Serie: Constelaciones
Veinte minutos antes había terminado el
partido, el sudor empezaba a secarse entre los ojos, haciendo difícil cada
parpadeo y una brisa helada congelaba la piel de los dos muchachos. Eran los
únicos que todavía estaban en la cancha solitaria.
Felipe, sentado en el punto del penalti,
abrazaba sus piernas con las manos de modo que las rodillas quedaban
perfectamente juntas para que el mentón se acomodara entre ellas.
Cansado miró a Daniel que estaba acostado
encima de la portería mirando al cielo, con las manos entrelazadas detrás de la
cabeza y le preguntó:
-
¿Por qué siempre nos quedamos
en la cancha después de los partidos?
-
Me gusta.
-
Sí, yo sé, pero hace demasiado
frío.
-
No me gusta dormir acalorado.
-
¿No te bañas después de jugar?
-
No, a veces cuando me duermo
sin bañarme sueño con los goles que hice y cuando despierto pienso que el balón
era la luna.
Daniel siguió mirando el cielo, la malla
metálica del arco le marcaba un montón de rombitos en la piel desnuda de la
espalda.
Las luces de la cancha se apagaron. Eran
las once de la noche. Daniel estiró las piernas y empezó a bajarse de la
portería metiendo cada pie entre los rombos de la malla para no caerse. Cuando
estaba cerca del suelo saltó a la arena y caminó hasta donde estaba su amigo.
Se sentó. Ambos miraron la misma estrella.
-
El gol de cabeza fue culpa mía
– dijo Felipe.
-
Nunca hemos sido buenos.
-
¿Todavía crees que podemos ser
estrellas?
-
No, pero me gusta pensarlo –
dijo Daniel mostrando tres o cuatro dientes.
La cancha era grande, de 80 ó 90 metros de
largo. En la noche la inmensidad se hacía evidente. De vez en cuando una bolsa
vacía se llenaba de aire y cruzaba de un arco a otro impulsada por el viento,
hasta meter un gol. Los celadores decían que eran los goles que había dejado
sin hacer un niño que pasaba las tardes enteras patiando un balón contra la
malla y había muerto en un accidente
automovilístico.
Los dos siguieron mirando la misma
estrella, sentados en la cancha vacía, escuchando la arena deslizarse por el
piso como acatando las ordenes del viento. Daniel levantó el índice de su mano
izquierda y señaló un punto que brillaba más que todos en el cielo negro.
-
Hay noches que miró el cielo y
veo millones de puntos amarillos, que brillan como si fueran a prenderse. Me
gusta pensar que esos puntos son todos los futbolistas del mundo que nunca
fueron estrellas aquí en la tierra y que ahora están en el universo jugando su
mejor partido. Me gusta creer que el punto más grande y más brillante es un
gran técnico, que dispone el resto de estrellas como para un partido, en el
tablero de un camerino. Me gusta creer que al universo lo dirige un técnico de
fútbol.
Felipe sonrió incrédulo después de escuchar
las tonterías su amigo.
-
Tenemos que irnos.
Se levantó despacio, mientras se sacudía la
arena de la pantaloneta, y ayudó a parar a Daniel dándole la mano. Cruzaron caminando
por la mitad de la cancha hasta llegar a la salida. Felipe cada tanto miraba al
cielo y pensaba de qué le gustaría jugar en el equipo del universo.
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