26 mar 2014

LO SUAVE DE TU PIEL

Por:  Daniel Bustamante
Serie: Cuerpo

Su dedo índice se detuvo justo al lado de ese lunar en un costado del cuello. No lo había notado antes y quizá ella tampoco estaba al tanto de su existencia. “Muchas veces conocemos más el cuerpo del ser amado que el propio”, pensó él. Sus dedos siguieron el recorrido descendente mientras acariciaban la piel lisa y llana a la que no le podía reprochar nada: excitante aroma y lo suave al tacto que resultaba, eran cualidades que le impedían apartar la mano, aunque fuera por un instante del cuerpo de ella. Al índice le siguió el anular, el corazón, el pulgar y el meñique que, sólo a gente muy versada en la guitarra o en otras artes manuales sirve. Con la palma de su mano envolvió la garganta. “¡Qué bonito collar sería!”, dijo con una sonrisa idiota en el rostro. El lento y pausado respirar de ella le indicaba que estaba distante.

Aflojó la mano y la movió sutilmente por la línea que describe el hombro. Eran pequeños y delgados, no muy separados el uno del otro. Allí frenó, justo como había pensado se detuvo aquel día para tomar un respiro y la vio a lo lejos bailando sola. No era la primera vez que veía bailar a alguien, claro está, sin embargo, por algún motivo no lograba apartar sus ojos. El movimiento de los hombros, la mirada y aquel modo peculiar de sonreír, le envolvieron. Era su paso, de esta manera el baile tenía sello y firma, cobraba autenticidad. Recordó está escena cuando días después le reconoció en la universidad. No le pidió que bailase para él, pero se contentó con verle de reojo un par de veces en la clase que vieron juntos. Los codos apoyados sobre la mesa que compartían solo estaban separados por unos pocos centímetros que con el paso del tiempo se fueron acortando. Cuando llevaba pequeñas blusas, camisillas, straples y vestidos, le gustaba más. Qué repudio le causaban los días fríos que le obligaban a usar ropa de más.

Allí estaba él de nuevo mirándola fijamente a los hombros sin saber por qué le atraían tanto. Quizá era la sensación de finura y elegancia que denotaban los huesos pegados a la piel. Cualquier collar o gargantilla le quedaba bien. Le fastidiaba mucho el hecho de no poder recordar cuándo fue la primera vez que se atrevió a besarla en aquel lugar. Estaba tan absorto en ese preciso instante que olvidó todo lo demás. Al unirse sus clavículas se asemejaban a una vasija a punto de ser rebosada por algún tipo de éter .Y aunque no gustase del vino, percibía la semejanza con una copa. El sabor de su piel le daría un toque menos amargo al licor. Sonrió de nuevo en soledad.

Afuera, el día comenzaba a clarear. Por la ventana los primeros rayos de sol irrumpían en el lecho de los amantes. Lo que en otros momentos resultaba algo poco romántico ahora tenía un toque casi místico: sus ojos abiertos bañados por una luz tenue daban una sensación de tristeza y melancolía. Como si dormida mirara a la cara de su amado y le dijera “Perdóname si ya no siento lo mismo por ti” o “Espero no me odies por esto, pero...”. Fue un momento breve, que produjo en él un desmoronamiento interno, como si su corazón de modo repentino se comprimiera casi hasta explotar y dejase de bombear sangre, seguido por la sensación de que algo desde su garganta caía y explotaba en su estómago. Se dijo que escribiría sobre ello algún día, que esa imagen era muy bella para dejarla perder.

La tomó por un costado, con su brazo en un ángulo de 90 grados. Dejó su mano inmóvil mientras observaba como se inflaba al respirar. Inhala, un, dos tres, exhala. Trató de seguirle el ritmo y acompasar su respiración a la de ella. Algo de musical percibía en aquello de la sincronía. Sin temor, acercó su rostro al de ella, nariz con nariz. La besó aunque sus labios estuvieran resecos. No supo si dormía o no, puesto que sonrió fugazmente. La quietud del mundo y el frío propio del amanecer daban a pensar que nada podría interrumpir el momento. Cerró los ojos por un rato y sonrió porque era feliz, por la chica que dormía a su lado y por el cansancio de la noche pasada.

La maldita alarma sonó, recordándole que al tiempo no le podría importar menos el amor. Se apresuró a desactivarla para no interrumpir el sueño de ella. Nada que hacer, por más que lo deseara no estaba dentro de sus facultades el poder alargar los minutos hasta casi romperlos. Con parsimonia bajó un pie y luego otro, era agradable sentir las baldosas frías. Buscó en el suelo las prendas que estaban revueltas con las de ella y con más lentitud se vistió. De pie, frente a la cama se puso la camisa y supo que era hora de irse. Sabiendo lo mucho que ella necesitaba dormir, no le despertó. Se llevó su mano hacía la boca y recolectó en ella un beso que lanzó con precisión. Esperó cinco segundos a que cayera y se deslizara suavemente como una gota que reboza la capacidad de la hoja y obliga a que esta se incline. Sonrió de una manera estúpidamente satisfactoria. Del bolso sacó una nota que dejó en la mesa de noche con la esperanza de que la leyera. No sabía si obraba bien o mal, únicamente obedecía a un mandato íntimo y si se quiere, superior. Sentía debajo de la camisa el corazón latir desenfrenado, como queriendo decir algo. Contuvo su mano, desdobló el papel y lo leyó de nuevo.

En el momento en que todo terminó tuve que volver a nacer, reparirme y abandonar ese útero, lugar tan cómodo, dócil y tranquilo en el que flotaba para salir de nuevo al mundo. La diferencia estuvo en que antes de salir, de ser yo de nuevo y enfrentarme a la realidad, ya se había roto el cordón que nos unía. Me imagino que eso sienten los niños antes de nacer: un éxtasis tan arrollador, pero que a la vez te deja inmóvil. Sacudiste mi mundo de una manera tan sutil que jamás sentí violencia alguna en tus palabras o actos; mientras te cogía de la mano y caminábamos la realidad se iba reconstruyendo como si estuviéramos creándolo al igual que hacen los artistas: desde el caos. Redescubrí muchas cosas a tu lado y otras tantas que no conocía llegaron a mí de una manera deliciosa.

Levantarme en las mañanas y saber que el teléfono no sonará, que tu voz no la oiré, que ahora tu suave piel no podré tocar y saber tus labios lejanos son pensamientos devastadores. Cada uno de mis sentidos parece extrañarte. Aunque con palabras te dije adiós, en ellas no estaban volcados mis sentimientos. Me duele verte y de nuevo sentir un aluvión de sentimientos. No estaba preparado para estar solo de nuevo. Los planes que hicimos para dos, los sueños que en soledad me atreví a crear ahora regresan a mí y debo explicarles que fallé. Que la que pudo haber sido la más grande mujer en mi vida ahora no está y no sé si volverá.

No es que sin ti yo no pueda ser, ni existir. No, no es eso. Solo que la vida tenía un sabor refrescante a tu lado y con cada soplo del viento, con el ligero movimiento de una hoja o el sonido de un pajarito me alegraba porque sabía que estaba compartiendo este mundo contigo. Pensaba en ti, con una dulce sonrisa, donde fuera que estuvieras te imaginaba riendo tímidamente como si compartiéramos un gran secreto.

Si la felicidad tuviera una forma, ¿cuál crees que sería? Me imagino un cristal, puro y transparente desde donde se le mire. Este refleja la luz, poniéndola de manifiesto. Aunque este mancillado por malos recuerdos o momentos desagradables no pierde su forma y sigue teniendo su color puro. Para siempre, y siempre jamás, te veré como el cristal, transparente, perfecto en su forma y sin errores. Fuiste, y no sé si lo serás de nuevo...

Gracias por vivir este espacio en común que llamamos amor durante este tiempo. No le voy a permitir al tiempo dañar el recuerdo. Dejaré que te quedes ahí. Ahora serás estrella en otro cielo.
P. D: Disculpa lo burdo y torpe de la escritura, pero me he dado cuenta que aún no soy el tipo de personas que pueden escribir cuando no se sienten bien, conformes con la vida. Supongo que mi corazón necesita estabilidad y felicidad para que pueda expresarse.

¿Quién era el que había escrito esa carta? ¿Acaso era él? No podía concebir la idea. Comparó a su yo actual y al de hace un par de meses. Sintió ganas de vomitar, repudiaba su estado actual. Alzó el rostro y en el espejo vio reflejada una imagen que le espantó. “No me gusta esta versión de mí y, sin embargo, ahora me veo obligado a vivir con ella. ¿Debo abrirle entonces mi pecho y dejarle entrar donde reposan todos mis otros yo?”. Era muy tarde, ya estaba allí, acomodado cual nativo.

Quiso arrugar el papel, romperlo, guardarlo en el bolsillo o quemarlo pero no había alternativa. Si esas eran las palabras que su nuevo yo quería decir, ¿quién era él para acallarlo? ¿Con qué derecho se iba a imponer por encima de este, que era producto de la vida misma? Si ahora hablaba así era porque su voz original se hallaba mancillada y golpeada. Quizá al regresar a esta habitación daba una lucha más producto de la inminente agonía que de una voluntad propia. Una llamada final a ese pálido reflejo de tiempos no muy lejanos. Pensó en la estúpida frase: “uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz”. “Fue”, ¿acaso nadie más lo veía? Algo pasado, irrepetible. Por más que lo deseara no era posible meter el sentimiento en una vitrina hermética que logrará conservarlo impoluto, libre de influencias externas y la presencia de terceros. No, la vida misma se había encargado de decirles que era el momento del adiós, de separar el abrazo, los labios y los cuerpos que estaban fundidos. Como dos conjuntos que unidos por la mitad deben compartir el mismo espacio y al momento de separarse sus bordes se rozan, chocando hasta romperse, dejando un enorme vacío y piezas dispersas.

Dejó el mensaje y salió corriendo. Tiró la puerta a sus espaldas antes de verse tentado por la idea de volver, de arrepentirse y renunciar a lo escrito. No cruzaría más esa puerta, no porque no le gustase volver, sino porque al abrirla de nuevo no iba a encontrar lo mismo.

20 mar 2014

CARNE

Serie: Cuerpo 
Por: Hebert Rodríguez García


Lo agarró, como se agarra un pollo del pescuezo. Le sacudió el gañote, le retorció la nuca. Agitó su cuerpo firme con exceso. Quería arrancárselo. Se detuvo a contemplar el cuerpo tibio entre sus manos, luego, se lo llevó a la boca. Succionó de la cabeza; le mordía con saña. Le complacía el sabor salino de su piel. Impaciente, lo introdujo de nuevo y con un jalón de dientes, le arrancó la cabeza. Sintió el fluir cálido caer entre sus labios. El cuerpo, abatido, se echó al suelo.

13 mar 2014

CUERPO DEL DESEO: EN DOS ACTOS

Por: Andrés Ricardo Pérez R.

Serie: Cuerpo



Hilda

Faltaban pocos minutos para las primeras luces del día. Las ropas yacían tendidas en el suelo de la habitación; brasieres, bragas, vestidos, tacones, pantimedias. desde la puerta podían verse dos figuras abrazadas que se reflejaban en el gran espejo de piso que reposaba junto la tocador. La luz, difusa, avara, imperceptible, apenas reflejaba las formas de unos cuerpos. Cuerpos y oscuridad. Nada más.

Las figuras yacentes reposaban en un silencio contemplativo, apenas se podía decir que hablaban. Hablaban, si, en un diálogo entre manos y piel, yemas rozando la dermis sonrosada de los pezones, reconociendo las capas ásperas de las axilas, la suavidad sedosa de la ingle. La calidez acogedora del vientre. Los dedos exploraban, reconocían, buscaban, encontraban.

La oscuridad tomaba formas y relieves bajo los dedos de Hilda. Mejillas, labios, nariz,  cuello, clavículas, senos, vientre, vagina, piernas, pies. Armaba a su antojo seres amados en la oscuridad, como juntando las piezas de rompecabezas distintos. Todos los rompecabezas de su deseo confluían en la misma persona. Omara.

Le habló con ternura a su joven amante

-¿Dormis?

-umjum-

Parecía dormir profundamente en aquel sueño que sobreviene luego de amar. Se dejaba manosear con sumisión. La edad viene con algo de experiencia. La madurez enseña, entre otras cosas, qué puntos del cuerpo agradecen una caricia. Hilda se apoyó un poco sobre su brazo derecho. Sus senos se rozaron con suavidad. Miró la silueta sombreada del otro seno de la joven sombre las sábanas.

-¿Querés que te traiga algo?-
-hmm hmm-

Beso con suavidad los labios de Omara. Recibió el amago perezoso de un beso como respuesta. Un beso tal vez destinado a otro en algún sueño aleatorio. Se levantó con suavidad para no molestarla.

Se sentó en una mecedora privilegiada en panorámica de la amante.  Podía percibir como la respiración inflaba levemente su pecho. El cabello se extendía, espléndido y desordenado sobre las almohadas de plumas. Cerró sus ojos y repasó cada rincón del cuerpo de Omara en su mente; pies, piernas, vagina, vientre, senos, hombros, brazos, manos, cuello, mentón, labios, mejillas, nariz, ojos, frente. Se detuvo un tiempo en recordar su cabello abundante regado en la almohada como una cascada de rizos castaños. Satisfecha, se dirigió a la cocina a servir un poco de café.

Omara

Las primeras luces del día se colaron por el tejido de la cortina, dando una tonalidad azulada a la habitación. Al abrir los ojos le costó un poco recordar en donde estaba. Se percató de su desnudez. Con un rezago inconsciente de pudor se cubríó con una sábana.

Reconoció la habitación en el reflejo del espejo. Algún tacón que no era suyo asomaba desde debajo de la cama. Busco sus bluyines entre las ropas mezcladas y saco de los bolsillos un cigarro. No se molestó en levantarse de la cama.

Escuchó sonidos en la cocina. Pensó en lo que había pasado la noche anterior. Una mezcla de vergüenza y un placer largamente esperado y finalmente consumado se atropellaban en su cabeza. Tenía ganas de bajar, pero la pena le impedía enfrentar la mirada de su amante. Que raro sonaba eso referido a una mujer.  Cuando sus pies tocaron el piso de madera de la mansarda. Alguien llamó desde la cocina.

-¿Ya te despertaste?-

-Ajá-

-¿Querés café?

Se demoró un poco para responder. La voz de Hilda volvió a preguntar desde la cocina.

-¿Omara?

-Si.

-¿Estás bien?

-Sí, ya voy.

Pensó en vestirse. Buscó entre las prendas mezcladas la camiseta. Encontró dos medias dispares, busco el par por toda la habitación. Arrojaba cada prenda sobre la cama. Sus carreras sobre el piso de madera resonaban en la primera planta..

-Querida, ya está el café. ¿Por qué tanto ruido allá arriba?
-No te preocupes, ya bajo-

Sentía el pulso acelerarse. Se acordaba como se había entregado, como se había dejado manosear, como había accedido a entregar cada espacio de su cuerpo para ser explorado, tocado, buscado, rozado, lamido por manos expertas. Los pensamientos le dieron un agradable vacío en el estómago, parecido a aquello que se siente en la pendiente de una montaña rusa.

-¿Te subo el café? Se va a enfriar.
-No, no subás, ya bajo.
-No hay problema, yo te lo puedo subir-
-No qué pena, ya voy.

No tuvo tiempo de ponerse sino la ropa interior. Pero la perspectiva de hacerla subir le daba más vergüenza que bajar sólo en bragas y brasieres. La escalera crujía suavemente ante la liviandad de Omaira.

En la cocina estaba Hilda. Sobre la barra que separa el comedor humeaban dos tazas de café. Hilda leía la prensa con el torso desnudo. Sus senos caían con cierta gracia sobre sus costillas.
No pudo evitar admirarla un momento mientras permanecía en el rellano de la puerta. No estaba mal para una cincuentona.

Hilda no había notado su presencia. La llamó de nuevo. Cuando bajó el periódico y se levantó de la butaca para ir en su búsqueda, la encontró parada en la puerta, observándola en silencio. No pudieron evitar una sonrisa cómplice..

-¿Dormiste bien?
-Sí-
-Agarrá el café que se te enfría.-
-Gracias-
-No hay de que, querida-

Tomó la taza con cuidado de no quemarse lo dedos. No obstante bebió con tanta prisa, que se quemó un poco la lengua. Hilda le sonreía.

-Hermoso día-
-Umjum.

Hilda la examinaba con curiosidad. Omara trataba de ocultar, sin mucho éxito, su bochorno. Sus blancas mejillas la delataron sonrojándose.

-¿Estas  algo inquieta?
-Mmm, no...¿Por qué lo dices?
-No hablas mucho.
-Me quemé con el café-

Hilda le dedicó una mirada condescendiente. Omara supo que no podría tener secretos para ella.

-Es que anoche...
-¿Te disgusto algo?
-Para nada.  Es sólo qué nunca lo había hecho, ya sabes...con una mujer.-

Hilda le sonrió. Se acercó y le acarició el rostro.
-No te angusties, querida. Vas a ver que con el tiempo se vuelve algo normal, como cambiar de pantimedias.
-Está bien.


Omara se relajó. se liberó las tiras del brasier. Dejó caer la última barrera de pudor con las copas blancas de encaje. Sonrió y le devolvió la caricia. Luego dejó la tasa sobre el mesón y puso tema de conversación, mientras ojeaba la primera plana que había dejado su compañera sobre la barra. Charlaron toda la mañana mientras Hilda lavaba la vajilla.  Con lo senos y las conciencias descubiertas, hablaron como viejas amigas. Nada mal. Después de todo no todos los días te acuestas con tu maestra de literatura inglesa.

12 mar 2014

UN ENCUENTRO

Por: Camilo Londoño

Serie: Cuerpo


Iba vestido de un azul oscuro, un color opaco y crudo, casi un overol de obrero en turno de domingo. El buzo y el pantalón monocromáticos  parecían una sola prenda. Cuando el vidrio del bus le dio reflejo a su rostro se sintió como un cursi poema: “y entonces el celeste del cielo se confundió con el mar”.

No podía arreglarlo. Tres de la tarde. 

Jairo, Jota, su amigo, el muerto, se estaría descomponiendo mientras él pensaba en la mejor ropa que podía llevar a un velorio. Aunque era cierto, su cita no era con Jota. Ninguno de los dos había creído en el alma y mucho menos en la muerte; lo que lo esperaba era tan sólo eso: el cuerpo. El cuerpo sudoroso, bañado, agasajado, estirado, moribundo, petrificado, exaltado, muerto, agrio, frío, tibio, cercano, triste, ajeno, en llanto, vacío. El cuerpo de Jairo y los dedos extrañamente redondeados por las uñas, con los nudillos lisos y los huesos gordos, pesados. Ahí la espalda y esa cicatriz cerca de la nuca, como mirando sobre sí, hacia la carne. 

-Es de una cirugía.

-¿Hace mucho?

-De niño. No nos conocíamos. 

Eso es lo que iba a ver. El cuerpo de su amigo, Jairo, su hermano casi amante. Las rodillas negras, los hombros en triángulo, la barriga escondida para adentro, los ojos para adentro, tranquilos, pesados, muertos sobre su cuerpo. 

Eran la tres de la tarde. Jairo Fernández. Sala 6. 

 Esculcó el cementerio con la mirada y empezó a buscar el lugar. Las escalas eran de un amarillo ámbar y las paredes blancas casi grises como huesos en formol. De tanto en tanto, entre las puertas o por los pasillos, pasaban manchas negras de gente; y a veces, por error, alguna mujer anciana se movía con una camisa ancha y florida rompiendo el ritmo solemne de los cuartos de velación. 

Sala 6. 

A pesar de de ser un espacio pequeño, creyó que en ese cuarto se encontraban todas las personas con las que un ser humano se puede cruzar en la vida. Desconocía lo popular que llegaría a ser la muerte de su amigo. Se asombró. Respiró con espantosa esperanza y se zambulló entre la masa como un pequeño cuerpo inmerso en otro más grande. Al llegar al ataúd observó que la ventanita que revela la cara ante un vidrio, estaba cerrada. Intentó abrirla pero no pudo. Del tumulto estallaron voces y llantos con sensación a chisme. Las señoras empezaron los rezos confundiéndolas con anécdotas que no correspondían al novenario.    

-¡Pobre Jairito, cómo quedó de desfigurado!

-¡Ay mija, es que ahora no respetan ni la muerte!

-¡Qué pesar de ese muchacho, con el cuerpo tan bonito que tenía!

Trató de buscar un silencio y se dio cuenta de que no sabía cómo fue la muerte de Jota. Una amiga en común había dejado un mensaje en la contestadora después de llamar un par de veces la noche anterior, y ahora él estaba ahí, vestido con un mal color azul, mirando una caja sin saber por qué. 

“Dos cuchilladas en la nuca para volverle a abrir la cicatriz”. “A él lo torturaron agarrándole el pene con pinzas eléctricas”. “Después de robarle y golpearlo, le metieron un revolver en el culo y al disparar, las tripas se expulsaron por el ombligo”. “¡Para que aprenda por…!” Tendría el ano caliente. 

Rozó el cajón con los dedos y desarmó cualquier imagen que sentía sobre los párpados. Sabía que el cuerpo de Jairo estaba ahí y aunque de él sí recordaba cierto calor en la piel, al tocar la madera sentía un cuerpo frío, ni si quiera tibio, frío como una nube de lluvia o un dulce en el refrigerador.

Un grito sin palabras secó el barullo del salón. La madre, como sostenida por el aire, caminó hacia el féretro mientras la habitación se vaciaba. Él también se movió. Ella gritaba como una fruta que de podrida empieza a destilar jugos amargos. No hubiese imaginado que la madre de Jota  sería así, para él, aquella máquina de gritos debía ser una señora más alta, más gorda y con menos llanto sobre la lengua. No importaba. Él también le había mentido a Jairo sobre sus padres. 

-Viven en el Caribe. Por eso nunca están en la ciudad. 

Sin embargo, aquella mujer resultaba siendo lo más familiar que había visto desde que ingresó al cementerio. La amiga que por teléfono había prometido un abrazo de consuelo, no estaba; dos o tres compañeros que pensaba encontrarse, tampoco; y el cuerpo, lo único conocido y memorizado para él, lo que motivaba aquella cita, parecía no estar ahí. “Desafortunado encuentro”, pensó, y reafirmo su idea de no creer en la muerte, al menos en los rituales mortuorios. 

Salió a buscar un café y al regresar leyó en la cartelera que se estiraba sobre la puerta del velatorio: “Jairo Hernández. Sala 6”.

Repasó las letras. 

Jairo Hernández. Fernández. Hernández. Jairo. Jota. Juego. Jugo. Muerte. Coja. Ardor. Sudor.  Amor. Canción. Soledad. Calle. Amor. Aquí huele a gamín. ¿Quieres caminar? Sigamos por aquí. Me duele. Tengo sueño. Vamos a comer. Esta noche no puedo. La otra semana puede ser. 

Quiso bostezar, pero pensó en Jairo y se le cerró la boca con un suspiro. Volvió a repasar la escena de muerte que tenía en frente y se quitó el buzo azul para destapar la imagen de una caricatura fluorescente que se estallaba sobre una camiseta blanca. 

No intentó buscar una nueva sala de velación, ni trató de redimir su deuda con el cuerpo. Salió del cementerio con el suéter sobre los hombros, sintiendo las mangas vacías rebotándole en la espalda. Caminó hasta el siguiente parque, donde se sentó a esperar que el sol, cansado del día, se hiciera azul.         

ANATOMÍA ARTÍSTICA

Por: Carolina Campuzano

Serie: Cuerpo



Delante de una hilera de sillas ocupadas, hablaba un hombre con una bata blanca un poco curtida y manchada. Hablaba de hacer un círculo perfecto, a pesar de tener un pulso torpe, de atravesarlo con una línea recta para representar una columna y luego sobreponerle unas cuantas rayas horizontales para simular las vértebras; de abrir bien los ojos para distinguir las sombras y hendijas que delinean la piel para luego… ¿Luego qué? Nada, pensaba Oriana.

No le bastaba escuchar a un maestro de dibujo que hablaba más como un anatomista que como un artista. Él se refería al cuerpo como si solo fuera un plano con divisiones geométricas y con eso intentaba darle una tercera dimensión. Oriana había visto cuerpos que escapaban a las proporciones milimétricas de las que hablaba Durero y que desafiaban el lugar privilegiado de las formas exactas impuestas en el Renacimiento. 

Oriana desde la última silla de la hilera iba frunciendo el ceño mientras escuchaba los argumentos del maestro, les restaba atención porque para ella esa anatomía a la que él se refería no derivaba de una voluntad objetiva sino del contacto con todo lo que envolvía al hombre. Por eso no se atrevía a mover el lápiz como él lo indicaba, no quería contaminar el lienzo con fórmulas científicas que querían descubrir una belleza ideal. 

Empezaba a odiarlo, odiaba la simetría de sus trazos, su discurso lineal y lógico, sí, él seguía una lógica y Oriana creía que el arte no la necesitaba. Entonces cerró los ojos y comenzó a sentir cómo su frente se arrugaba y el enojo salpicaba  su frente; pensaba cómo se vería su cara en ese momento y cómo una fórmula como la que describía ese hombre podría plasmar todas sus sensaciones. 

Con los párpados todavía abajo y sin mover aún el pincel, escuchaba a sus compañeros golpeando al lienzo con sus trazos y con reglas con las que se medía cada rayón, oía también los comentarios afirmativos del profesor al pasar por cada trabajo; luego percibió tras ella una respiración calmada. Abrió los ojos, se volteó  y con la mirada encendida comprobó que a sus espaldas estaba el maestro, observando a la vez su cuerpo inmóvil y el papel en blanco. No le dijo nada, él mantenía sus pupilas inexpresivas mientras que en sus labios sólo se percibía una línea recta.

Cuando terminó la cuarta hora de su primera clase, Oriana cogió su mochila, guardó el lápiz con la punta intacta y se dispuso a salir con el resto de sus compañeros; corrió el taburete y se dirigió de última hacia la puerta pero alguien la tomó con brusquedad por la muñeca y la separó de la salida. 

Era él, tenía la misma mirada de hacía un momento, pero esa vez no conservó al silencio. 

- Siéntate- le dijo. Hasta que no vea algo en ese lienzo no te dejaré salir. 

Ella no le respondió, no porque no tuviera nada que decirle sino porque esa orden la había dejado perpleja, entonces ambos se miraron con distinta mirada, ella con odio y él con tranquilidad. Pasó un tiempo incontable en la profundidad de los ojos que se reflejaban mutuamente. 

Oriana bajó la mirada y empezó a hablar despacio para que no se percibiera el temblor que la recorría en ese momento.

- No… no… No voy a dibujar la simetría de un cuerpo que no la tiene, ni reproducir en el papel una figura como un maniquí. No me convencen las obras médicas hechas a lápiz cuando no he sentido la carne que las cubre ni he visto la piel erizada sobre los huesos.

Su voz subió de tono y continuó con más firmeza, casi como si gritara.

- No puedo mentirme a mí misma y dibujar lo que no conozco ni apropiarme de la estructura que sostiene a otro siguiendo una simetría que nada tiene que ver con sus proporciones. ¿Cómo plasmar un esqueleto sin sensaciones? No las tengo. 

Hizo una pausa para tomar aliento, sus palabras se transformaron en la resonancia de sus actos; dejó fluir por su garganta las letras que harían eco en el otro cuerpo. 

Deslizar las palmas por el rostro hasta percibir la profundidad de las cuencas.
Pasar los dedos por la humedad de los labios  y poner otros sobre ellos.
Juntar los torsos y ver la distancia que se crea entre los pechos.
Deslizar las yemas por cada vértebra hasta sentir cómo se estremecen en la superficie.
Desnudar al cuerpo de su envoltura para imaginarlo completo.
Apoyar las manos en el costado izquierdo y comprobar que el cuerpo a dibujar no es inerte ni inerme. 

No hace falta decirlo cuando se siente. De nuevo las miradas estaban fijas. Ahora la anatomía soportaba toda su sensibilidad. El lienzo ya no estaba en blanco. 

PARA CERRAR LOS OJOS


Por: Laura Bayer Yepes 

Serie: Cuerpo



Para cerrar los ojos hay que hacer mímica. Unos ojos bien cerrados pueden comunicar los deseos más profundos del corazón o la entrepierna. 

La luz debe estar preferiblemente apagada, o bien, oculta tras algún manto de sombra instantánea. Si la luz está encendida, es posible que los orbiculares que rodean el globo ocular se contraigan con más fuerza, imprimiéndole brusquedad a las reacciones en cadena que vengan después de este cierre de ojos.

Para cerrar los ojos es preciso articular los nudillos y fijar las falanges en comunión con algunos músculos, ojalá dorsales, pectorales o glúteos, según el caso.

Para cerrar los ojos hay un músculo que debe estar empaquetado. Con los ojos cerrados, también se puede abrir la boca, sonreír o soplar.

Cerrar los ojos aleja sentimientos negativos: el miedo y la ira siempre miran fijamente. 
Para cerrar los ojos se requieren columna vertebral y brazos fuertes, también un músculo sartorio muy sensitivo; este es como una lámpara mágica que logrará cerrar muchos ojos.

Rotar el cuello también es importante, unos ojos pueden dejar de cerrarse si el cuello se mantiene en una sola posición. 

Para cerrar los ojos es necesario aprender a palpar, cada pliegue, cada cicatriz, cada lunar. “Cerrá los ojos, apagá la luz, es grosero mirar”, solo se permitirá abrirlos cuando ya no haya músculos qué tensar.

(Para S.C.B.)

SOLO TARAREA


                                                                Por: Laura M. Cañas P.



-¿De quién es esa canción?
-No sé, se me pegó
-La tarareas muy bonito

Sonrió con una de esas sonrisas aseguradas; de esas que significan gracias y pronto se me olvidará tu halago. Él estaba incómodo en el ascensor. Mirando al parquecito tras unas capas de vidrio, tratando de olvidarse de las cuatro paredes y de ella.

Ella, pensándolo diciéndose “qué pereza, por qué me tocó con ésta esta soledad”. Ella no se movía, adquirió la misma disposición de relajarse contra la pared más cercana a los botones y ocupar la mitad del ascensor, haciendo un triángulo con su cuerpo, la pared y el piso; como hace cuando está sola y sin nadie más. Sabía que la motivaba, pero ah… qué pereza.

El profesor le había cerrado la puerta del salón, no entendía por qué tantas normas: que no llegue ni un minuto después, que no coma, que así no se limpian los pinceles, que esa agua no. Ella de verdad sentía que la cosa no era consigo. Hacía lo que quería, cuando quería y como lo quería. “No pidan permiso”, le había enseñado otro tipo de profesor. Hermosura, pasó un fantasma. Por qué era tan bonito. Su voz, la dejaba pasmada.

-¿Quién?
-¿Qué?-, para sí: ah, ah, qué, dónde es que estoy. Levantó el pie derecho que desprevenidamente reposaba sobre el otro y lo aterrizó en el piso.
-¿Hermosura quién?
-Ah, sí… este libro que tiene unas pinturas hermosas-, Raúl cogió el libro y lo hojeo mientras hacía una cara de desaprobación; haciendo una sonrisa invertida y frunciendo el ceño.
-Otto Dix, horroroso.

Sintió pena. Sabía que de verdad era horroroso, incluso él mismo se sabía horroroso, sólo que él se gustaba sin pena. No había más que decir. Se abrieron las puertas del ascensor. Ella iba hacia la derecha, él hacia la izquierda. “Chao Raúl”, dijo apenas dándose cuenta de que él ya estaba muchos pasos atrás de su espalda. La gente se agrupaba en la salida del bloque; una de dos: o los capuchos o entregas de finales. El cuerpo y sus miembros, sin nada que los proteja, en continuo movimiento, haciéndose sonar unos a otros, como la máquina de Tatlin. La conmoción, la conmoción, le encantaba la conmoción. Con su vocecita aguda y chirriada irrumpía el performance de sonidos secos de dos pedazos de músculos que se pegan y se despegan.

-¿Qué está pasando?
-Entrega de Pintura 4
-Ah, otro cuerpo que habla
-Ajaja…. El cuueerpo- dijo Daniel haciendo ese movimiento de extender los brazos como explorando el espacio a su alrededor. Se había vuelto un código entre ellos para reírse de esos artistoides que rondaban la facultad como fantasmas del arte contemporáneo. Era imposible no reírse de eso. Este Daniel sí que era divertido. Todavía usa camisetas de Kalimán. Ah, y la que tiene esa palabra escrita con límpido que él mismo hizo; un manchón ahí lo más de vomitoso. Una maravilla. Una buena persona.

“Aleja, Aleja”, la estaban llamando desde el final del pasillo. Era Susi. Ay, tan bella que es.
-vamos a ver la entrega de Raúl en el salón de integrado-, ja, cómo hizo para llegar tan rápido, pensó.
-tengo una rabia, me cerraron la puerta del taller de grabado y ya no me dejaron entrar
Entrecerrrando los párpados, con incredibilidad, Susana preguntó: -¿cuánto te demoraste esta vez?
-Ah, pero cuál es la bobada pues. Eso desde que uno haga los grabados... Llevaba el boceto, los guantes, incluso tenia la placa lijada… pero bueno, así es.

“La silla. Esto es una silla. Silla: objeto de cuatro patas y un espaldar, a veces con brazos, que sirve para sentarse. Para sentarse y leer un libro”. (Leer un libro y ser una hermosura, le agregó Aleja). “Aquí la ilustración de una silla”. (Foto de un libro sobre una silla)

Aleja leía el texto pegado en la pared y se hacía la que Raúl no estaba sentado en una silla, detrás de su espalda. Se hacía la que no entendía quién era la obra: si la silla, si Raúl leyendo el libro sobre la silla, si la descripción de Raúl leyendo el libro sobre la silla, o todo en su conjunto.

-Este está muy bueno, falta ver qué dice el profesor- dijo Susana.
-Ah, sí…-Aleja dio una de esas respuestas aseguradas. Tenía miedo de estar mirándolo muy conscientemente, como queriendo meterse en él, introduciéndosele sin armas, escudos ni botones. Desprotegida y seductora.

Hemingway aconsejaba no utilizar adjetivos, y tenía toda la razón. El adjetivo no es más que la opinión del autor acerca de lo que pasa, y nada más. Si yo escribo ‘un hombre fuerte entra al establecimiento’, esto sólo significa que tal hombre es fuerte en relación conmigo. Si antes no he dicho al lector cómo soy, cabe la posibilidad de que yo sea la única persona presente en el bar de un físico tan modesto que quede impresionado por la fortaleza del recién llegado. Es mucho mejor escribir: ‘Entró un hombre…’”

Qué era lo que le gustaba tanto, se preguntó Aleja. Es decir, es inteligente, divertido, bonito, tenía buen cuerpo, sí… pero así también son muchos. Y así también describían sus amigos a sus seres deseados sin que para ella fuera verdad. Estaba sólo refunfuñando con ella misma. Estaba segura de que le gustaba y punto. Lo veía y se le dormía la cara y el esternón y los ojos como chiquitos y la boca ligeramente abierta y la sonrisa sonsa. Esa voz armónica, nada ronca ni nada aguda, el punto justo; llenaba el salón sin parecer exigiendo que la escucharan. Esa voz la dormía en un sueño arropador del que corría tratando de escapar, tapando la piel que le descubría su deseo. Era la voz en todo caso.

A Raúl también le daba rabia. Cuando la miraba a los ojos, perdía las palabras o decía otras que no eran y perdía el sentido. Las palabras eran de lo poco que tenía en su dominio. “No sé qué me pasa hoy”, se excusaba. Y ese día, justo ese día tenía la excusa, tenía la palabra asegurada. Tenía el libro, tenía a Los hombres duros que no bailan. Mas esa cara de ella era tan bonita. Sus cejas negras y marcadas, sus labios gruesos, su piel blanca, los ojos color miel y grandes, siempre preguntando “ey, qué pasa”.

Aleja de verdad estaba sintiéndose sin músculos, sin fuerza, sin decir nada ni con la boca ni con sus ojos. Lo único que se hacía cada vez más pesado eran sus cejas, sosteniendo toda la rabia de un deseo que ni siquiera se hace promesa. No la veía, sólo veía sus palabras, del que estaba enamorado. Pero Raúl sí la veía, por encima del libro y de la silla, la veía volverse una mancha. La veía disolverse como una pincelada que en vez de vivir en el lienzo, muere en el agua. ¿Qué podía hacer?, tararear. Dejar las palabras para después y tararearle ahí, por fuera de la soledad y decirle con el tralalalá que ella también era muy bonita.

10 mar 2014

LA CHICA DE LA MAZAMORRA

Por: Santiago Jaramillo Tobón
Serie: Gastronomía y literatura

Cuando llegué a la mesa donde estaban las tres chicas escuché a la más pequeña decir que quería mazamorra. A ella nunca la había visto y con las otras sólo había alcanzado a cruzar unas palabras el día anterior. Realmente no las conocía, ni siquiera recordaba sus nombres y de verdad lo sentía, también sentía que lo que más cercano se me hacía del lugar fuera la mesa gris, que ya me había recibido un par de veces.

Saludé diciéndole “oye” a una de las tres, mientras le tocaba el hombro con la mano. Habíamos quedado de reunirnos a las tres y eran las tres y ocho. Quería pedir disculpas por dos motivos: primero, por no recordar sus nombres y segundo, por haber llegado ocho minutos tarde, que la verdad no me importaba; es más, me gustaba llegar ocho minutos tarde a todos los lugares. A veces cuando te demoras seis ó siete para llegar, la gente cree que eres un tonto por llegar temprano y cuando llegas nueve minutos después, la persona empieza a pensar que si te demoras diez de verdad te estás tardando, entonces deja de confiar en ti. En cambio con el ocho nadie podría pensar en algo más que agarrarlo por las caderas. Si lo piensas bien el ocho es el número con más curvas de todos los números, además, si algún día caminando te encontraras con él, podrías empujarlo y encontrarías el infinito…

Al sentarme en una de las bancas que rodeaban la mesa, quedé justo al lado de la chica de la mazamorra. Estuve callado unos minutos mientras ellas decidían qué querían comer antes de empezar a hacer nuestro trabajo. Yo no decía nada, no estaba de afán, nunca estoy de afán. Lo único que quería era que en algún momento de la conversación dijeran el nombre de alguna de ellas para poder hablar con confianza. En cinco minutos no dijeron ni una vez cómo se llamaban. ¡No podía creerlo!  El promedio mundial de repetición de nombre por minuto de conversación es de dos veces. Al final todo se resolvió cuando la chica de la mazamorra le preguntó en voz alta a sus amigas (como para que yo respondiera) cuál era mi nombre. No respondí. Ellas tampoco. Nos desconocíamos y no tardamos en darnos cuenta. Todos sonreímos y ellas empezaron a presentarse.

Una, la morenita, con la que había arreglado la hora de encuentro, en la clase del día anterior, se llamaba Viviana. Mientras decía su nombre sonreía. Después se presentó la otra chica que veía la clase de literatura clásica conmigo, se llamaba Diana o Daniela o Dora, lo siento, no recuerdo su nombre. Cuando la chica de la mazamorra iba a decir cómo se llamaba yo escuchaba con la cabeza apoyada sobre mi mano derecha, tapándome el oído. La chica se tardó un poco y yo alcancé a taparme el otro oído simulando pasarme el cabello por detrás de la oreja. Sólo escuché una silaba, “ma”, ma, ma, ma, María, Marcela o Matilde. Estuve feliz, sería ma, ma, ma, mazamorra para mí un tiempo más.

Yo también dije mi nombre, pero no quiero que lo sepan, tal vez me gustaría que me llamaran el chico de los tintos sabor melaza, para que no tuvieran que hacerse una imagen de mí, así podrían pensar siempre que soy un caballo. 
Después del lío con los nombres, Viviana, Diana o Daniela o Dora y yo empezamos a hacer la exposición de la Ilíada. La chica de la mazamorra nos escuchó un rato mientras miraba detenidamente a cada una de las personas que pasaban por el corredor principal de la biblioteca. Se aburrió, cogió su maleta y se fue caminando con unos pasitos cortos. Cuando dejé de verla me sorprendí al saber que recordaba detalladamente cada uno de sus rasgos y sobretodo el moño rojo en el pelo.

Sus amigas no dijeron nada porque se fue sin despedirse, seguramente la conocían muy bien y sabían que era una de esas personas a las que les volteas la mirada y cuando la vuelves nuevamente ya no están.

Me quedé el resto de la tarde viéndome los ojos en el reflejo de la pintura gris cromada de la mesa y me miré tanto que me di cuenta que nunca iba a poder ser una persona sincera.

Luego de tenerme en la mesa, sin ayudar en nada, durante casi tres horas, mis compañeras dijeron medio disgustadas que debían irse y que debíamos dividir el trabajo de la exposición para que cada uno trabajara por su parte.

Salimos juntos y en las escalitas de la biblioteca estaba sentada la chica de la mazamorra. La miré de arriba abajo y lo único que pude ver fueron sus zapatos azules y el borde de sus delgados labios todavía untados de leche.

El día de la exposición me di cuenta que esa chica se había pasado la tarde entera buscando  mazamorra. Esa es la clase de persona que podría gustarme, que pueda perder un día buscando un vasito de mazamorra sin tener que volverse loca por cada cosa.






TARDEBONITA

Por: Santiago Jaramillo
Serie: Cromos Chocolatinas Jet 

Esa tarde, como muchas otras, el sol se había perdido en los ojos de Carmelo. Desde que tenía conciencia nunca había visto un atardecer acercarse hasta él. Todos los días a la hora en que las nubes empezaban a correrle al cielo, como huyéndole a un cazador furtivo, caminaba despacio por la orilla del mar hasta la última esquina de la playa, sintiendo levemente entre sus dedos la espesura de una arena fina, a veces puntiaguda, pero nunca lo suficientemente hiriente para manchar de sangre la piel que con los años se había vuelto gruesa.

Desde allí nadaba hasta un pequeño islote que su padre había nombrado Tardebonita muchos años atrás. Con el agua todavía bajándole por la espalda, haciendo brillar su negrura, se sentaba recostado a una palmera y miraba el sol descender del cielo lentamente como intentando besar el horizonte y en el agua una línea roja avanzando hacia él. La inmensidad del mar lo hacía ver cuán pequeño era y qué tan solo estaba, pero al final terminaba siendo su única compañía.

“De tanto caminar descalzo, los pies empiezan a sacar callos y dejan de sentir”, decía Josefa, su madre, que en veinte años nunca había dejado de caminar la extensa playa para llegar a la punta de la costa.  Y era cierto, los pies de Carmelo ya no sentían las piedras filudas que, por su caminar distraído, pisaba siempre y mucho menos el roce suave de las uñas de su madre pasando cada noche desde la punta de los dedos, por la profunda blancura de su puente, hasta llegar al talón.

“Un negro de ojos desmesuradamente negros como tú no puede dejar que le llegue la línea roja que el atardecer refleja en el mar”, le repetía siempre su madre, recordándole que su padre y su abuelo habían muerto un día después de ceder a la tentación de ver un atardecer en el agua.

Carmelo Blanco era nieto e hijo de un pescador. Los Blanco fueron hombres que pasaron sus días pescando en pequeñas canoas y mirando de frente al sol. No siempre tuvieron que ver el atardecer en el cielo, 30 años antes Rafael, el abuelo de Carmelo, podía ver serenamente la caída de la tarde desaparecer entre las olas azules.

“Todas las desgracias de los Blanco se las debemos a Rafael”, gruñía Josefa cuando se sentía sola, ya que el abuelo marcó el destino de la familia cuando un día  apostó con otro pescador que, al caer la noche, se contarían los animales de la pesca del día y el que menos tuviera en la atarraya, quedaría condenado junto a sus descendientes a no mirar más el atardecer reflejado en el mar. Al final de esa noche de tiempos pretéritos Rafael sólo contó tres peces en su atarraya mientras que la del otro pescador amenazaba con romperse por el revolotear constante de cientos de éstos.

Dos generaciones de la familia, que siempre habían visto atardecer en el mar y luego se lo habían prohibido, murieron por la maldición. Carmelo era el último de los Blanco que cargaba con el peso de su  sangre. Horacio, su padre, sólo resistió 25 años. Al parecer, consciente del mal que le corrompía el alma, preparó el momento como pudo y un día con Josefa a su lado, no apagó la mirada cuando la línea roja del crepúsculo reflejada en el agua   llegó a Tardebonita apoderándose de sus ojos y de su vida. Desde ese día Josefa nunca dejó de caminar hasta la punta de la costa para ver de cerca el pequeño islote donde su vida había quedado detenida.

Con la imagen del sol perdiéndose en sus ojos, Carmelo miró  hacia la otra esquina de la costa, vio un casucho viejo destruido por la distancia y quiso regresar. Mientras caminaba por la playa  el agua se volvía espuma cuando llegaba a sus pies y se consolaba pensando que el mar, así fuera en su milésima parte, también estaba destinado a ser nada.

Cuando llegó al casucho, ya con el cielo abarrotado de puntos luminosos, vio a su madre afuera acostada en una hamaca mirando hacia al cielo y le preguntó:

-          ¿Viste el atardecer?
-          Vi que el mar iluminaba nuestra casa.
-          No quiero vivir más de esta manera.
-          ¿Qué quieres hacer?

Carmelo entró rápidamente en la oscuridad de la casa y regresó después de un instante.

-          ¿Cómo se llamaba el pescador con el que apostó mi abuelo?
-          No sé, tu padre nunca me lo dijo.
-          ¿Qué quieres hacer?
-          Mirar lo que me venga en gana.
-          Tratar de cambiar el destino es perder el tiempo.
-          No es mi destino, es el que mi abuelo me impuso con sus tonterías.

El negro, que estaba muy alterado, recordó a la vieja bruja que vivía sola al otro lado del golfo. No resistiría un atardecer más con la tentación de ver la belleza del sol reflejarse en el agua hasta acercarse a él para tocarle la mirada.

Cuando la noche todavía no se había escondido ya Carmelo caminaba por la playa. Pocas veces había ido al otro lado del golfo, Sinsabor era un pueblo peligroso y solitario, abandonado por sus viejos habitantes por el rumor de guerra, en donde no valía mucho la pena alejarse de casa. Justo antes de las doce del día vio a lo lejos una casita de madera roja con un delgado muelle que parecía salir desde la puerta para adentrarse en el mar.

Al llegar al muelle el muchacho gritó como para advertir que estaba ahí y luego tocó la puerta. Antes de poder escuchar los golpes de sus manos chocando contra la madera, la puerta empezó a abrirse. Entró y en un sillón negro vio a una vieja calva envuelta en un vestido blanco que contrastaba con su piel. Era Prudencia, perfectamente reconocible, a pesar de los años.

-          Sé a qué viniste muchacho, pensé que nunca llegarías.
-          Nunca había tenido tanta necesidad de ver.
-          Debe ser difícil tener ojos y no poder mirar lo que se quiere.
-          Necesito su ayuda.
-          No te puedo ayudar, es inútil.
-          ¿Por qué inútil?
-          La maldición que cayó sobre ti y tu familia, ha existido siempre en este pueblo y nadie se ha podido curar. Hay ancianos que se han pasado sus vidas sin saber qué es ser tocado por una tarde.
-          ¿Existe cura?
-          Sí, pero es inútil que lo intentes.
-          ¿Por qué?
-          Sinsabor es un pueblo de pescadores. Los pescadores se pasan los días caminando descalzos y van olvidando que sus pies deben sentir.
-          Sí, eso lo sé…
-          Sólo existe una cura para ese mal y está en el mar.
-          ¿Cuál es?
-          Cerca a las playas,  en lugares poco profundos del mar, hay praderas de pastos marinos y allí crecen unas pequeñas flores rojas, de pétalos espinosos. En medio de un atardecer radiante, debes dejar que el reflejo del sol en el agua llegue hasta ti y empezar a caminar por la línea roja de este reflejo sin mirarla en ningún momento hasta sentir que pisas pastos marinos y allí, que las espinas de las flores rojas se incrustan en tu piel para curarte, ¿Ves que es inútil?
-          Pero puedo intentarlo.
-          Si te arriesgas a mirar el reflejo del atardecer en el mar y no sientes los pétalos de las flores chuzar tus pies, podrías morir.
-          Gracias.

Carmelo salió apresuradamente de la casa y corrió por el muelle hasta tirarse al mar. Nadó por la orilla de la playa, hasta que sus pulmones no aguantaron más y tuvo que continuar el camino a pie. Andaba y andaba sin mirar el horizonte, dándole la espalda al mar, del que sólo escuchaba el oleaje apaciguado como intentando calmarlo con su música.

Finalmente vio su casa en la lejanía, le gustaba mirarla desde lejos porque se daba cuenta de lo pequeña que era. Corrió por la arena, dando pasos violentos encima de caracoles y pequeñas piedras sin sentir ningún dolor. La tarde caía, él no podía evitar mirarla. Llegó a su casa, sacó un cuchillo y se lo guardó entre la pantaloneta para que su madre no lo viera.  Mientras salía se encontró con Josefa.

-          ¿A dónde vas?
-          A Tardebonita – contestó apresurado.
En Tardebonita el sol iluminaba completamente el tronco de la palmera en la que Rafael y Horacio habían muerto y en la que a Carmelo tanto le gustaba descansar. Sacó el cuchillo de la pantaloneta, lo clavó en la arena y miró al mar, podía ser la última vez que lo viera de frente. Se concentró en el horizonte, allí las nubes se abrían para rodear al sol, este se asentaba suavemente en el agua, dibujando una línea roja en la superficie y pintando de anaranjado todo a su alrededor. A medida que la luz bajaba, el reflejo se extendía haciendo un camino que en tres minutos llegaría a Tardebonita para unir dos mundos.

Carmelo desclavó el cuchillo de la arena, lo empuñó con fuerza en su mano derecha y la subió hasta la cabeza para secarse el sudor. Abrió sus piernas para juntar las plantas de los pies, luego cogió su pie izquierdo y le clavó la punta del cuchillo debajo de los dedos. Arrancó la piel hasta llegar al talón. Después siguió el pie derecho.

Echó un vistazo al horizonte y esta vez una gota de sudor le empañó la mirada. Sus ojos empezaron a llover, al fondo se veía un rojo borroso. Se paró, sintiendo que todo bajo los pies quemaba. Intentó pisar muy despacio, pero cayó sobre las rodillas. Se arrastró hasta el agua y fue metiendo lentamente los pies, el mar parecía un compuesto de pirañas. Carmelo gritó. Se paró y dio algunos pasos. No sabía si el rojo era el de la sangre que venía de sus pies o era el reflejo de la tarde en el mar.

Estaba recorriendo el camino y el reflejo se le metía en los ojos. Sintió que los pies se le llenaron de pétalos espinosos. Ahora las flores estaban pegadas a ellos y, en el horizonte, el sol desaparecía detrás de un camino que deteniendo sus pupilas negras.