Por: Daniel Bustamante
Serie: Cuerpo
Su dedo índice se detuvo justo al lado de
ese lunar en un costado del cuello. No lo había notado antes y quizá ella
tampoco estaba al tanto de su existencia. “Muchas veces conocemos más el cuerpo
del ser amado que el propio”, pensó él. Sus dedos siguieron el recorrido
descendente mientras acariciaban la piel lisa y llana a la que no le podía
reprochar nada: excitante aroma y lo suave al
tacto que resultaba, eran cualidades que le impedían apartar la mano, aunque
fuera por un instante del cuerpo de ella. Al índice le siguió el anular, el
corazón, el pulgar y el meñique que, sólo a gente muy versada en la guitarra o
en otras artes manuales sirve. Con la palma de su mano envolvió la garganta.
“¡Qué bonito collar sería!”, dijo con una sonrisa idiota en el rostro. El lento
y pausado respirar de ella le indicaba que estaba distante.
Aflojó la mano y la movió sutilmente por la
línea que describe el hombro. Eran pequeños y delgados, no muy separados el uno
del otro. Allí frenó, justo como había pensado se detuvo aquel día para tomar
un respiro y la vio a lo lejos bailando sola. No era la primera vez que veía
bailar a alguien, claro está, sin embargo, por algún motivo no lograba apartar
sus ojos. El movimiento de los hombros, la mirada y aquel modo peculiar de sonreír,
le envolvieron. Era su paso, de esta manera el baile tenía sello y firma,
cobraba autenticidad. Recordó está escena cuando días después le reconoció en
la universidad. No le pidió que bailase para él, pero se contentó con verle de
reojo un par de veces en la clase que vieron juntos. Los codos apoyados sobre
la mesa que compartían solo estaban separados por unos pocos centímetros que
con el paso del tiempo se fueron acortando. Cuando llevaba pequeñas blusas,
camisillas, straples y vestidos, le gustaba más. Qué repudio le causaban los
días fríos que le obligaban a usar ropa de más.
Allí estaba él de nuevo mirándola fijamente
a los hombros sin saber por qué le atraían tanto. Quizá era la sensación de finura
y elegancia que denotaban los huesos pegados a la piel. Cualquier collar o
gargantilla le quedaba bien. Le fastidiaba mucho el hecho de no poder recordar
cuándo fue la primera vez que se atrevió a besarla en aquel lugar. Estaba tan
absorto en ese preciso instante que olvidó todo lo demás. Al unirse sus clavículas
se asemejaban a una vasija a punto de ser rebosada por algún tipo de éter .Y
aunque no gustase del vino, percibía la semejanza con una copa. El sabor de su
piel le daría un toque menos amargo al licor. Sonrió de nuevo en soledad.
Afuera, el día comenzaba a clarear. Por la
ventana los primeros rayos de sol irrumpían en el lecho de los amantes. Lo que
en otros momentos resultaba algo poco romántico ahora tenía un toque casi
místico: sus ojos abiertos bañados por una luz tenue daban una sensación de
tristeza y melancolía. Como si dormida mirara a la cara de su amado y le dijera
“Perdóname si ya no siento lo mismo por ti” o “Espero no me odies por esto,
pero...”. Fue un momento breve, que produjo en él un desmoronamiento interno,
como si su corazón de modo repentino se comprimiera casi hasta explotar y
dejase de bombear sangre, seguido por la sensación de que algo desde su
garganta caía y explotaba en su estómago. Se dijo que escribiría sobre ello
algún día, que esa imagen era muy bella para dejarla perder.
La tomó por un costado, con su brazo en un
ángulo de 90 grados. Dejó su mano inmóvil mientras observaba como se inflaba al
respirar. Inhala, un, dos tres, exhala. Trató de seguirle el ritmo y acompasar
su respiración a la de ella. Algo de musical percibía en aquello de la
sincronía. Sin temor, acercó su rostro al de ella, nariz con nariz. La besó
aunque sus labios estuvieran resecos. No supo si dormía o no, puesto que sonrió
fugazmente. La quietud del mundo y el frío propio del amanecer daban a pensar
que nada podría interrumpir el momento. Cerró los ojos por un rato y sonrió
porque era feliz, por la chica que dormía a su lado y por el cansancio de la
noche pasada.
La maldita alarma sonó, recordándole que al
tiempo no le podría importar menos el amor. Se apresuró a desactivarla para no
interrumpir el sueño de ella. Nada que hacer, por más que lo deseara no estaba
dentro de sus facultades el poder alargar los minutos hasta casi romperlos. Con
parsimonia bajó un pie y luego otro, era agradable sentir las baldosas frías.
Buscó en el suelo las prendas que estaban revueltas con las de ella y con más
lentitud se vistió. De pie, frente a la cama se puso la camisa y supo que era
hora de irse. Sabiendo lo mucho que ella necesitaba dormir, no le despertó. Se
llevó su mano hacía la boca y recolectó en ella un beso que lanzó con precisión.
Esperó cinco segundos a que cayera y se deslizara suavemente como una gota que
reboza la capacidad de la hoja y obliga a que esta se incline. Sonrió de una
manera estúpidamente satisfactoria. Del bolso sacó una nota que dejó en la mesa
de noche con la esperanza de que la leyera. No sabía si obraba bien o mal,
únicamente obedecía a un mandato íntimo y si se quiere, superior. Sentía debajo
de la camisa el corazón latir desenfrenado, como queriendo decir algo. Contuvo
su mano, desdobló el papel y lo leyó de nuevo.
En el momento en que todo terminó tuve que volver a
nacer, reparirme y abandonar ese útero, lugar tan cómodo, dócil y tranquilo en
el que flotaba para salir de nuevo al mundo. La diferencia estuvo en que antes
de salir, de ser yo de nuevo y enfrentarme a la realidad, ya se había roto el
cordón que nos unía. Me imagino que eso sienten los niños antes de nacer: un
éxtasis tan arrollador, pero que a la vez te deja inmóvil. Sacudiste mi mundo
de una manera tan sutil que jamás sentí violencia alguna en tus palabras o
actos; mientras te cogía de la mano y caminábamos la realidad se iba
reconstruyendo como si estuviéramos creándolo al igual que hacen los artistas:
desde el caos. Redescubrí muchas cosas a tu lado y otras tantas que no conocía
llegaron a mí de una manera deliciosa.
Levantarme en las mañanas y saber que el teléfono no
sonará, que tu voz no la oiré, que ahora tu suave piel no podré tocar y saber
tus labios lejanos son pensamientos devastadores. Cada uno de mis sentidos
parece extrañarte. Aunque con palabras te dije adiós, en ellas no estaban
volcados mis sentimientos. Me duele verte y de nuevo sentir un aluvión de
sentimientos. No estaba preparado para estar solo de nuevo. Los planes que
hicimos para dos, los sueños que en soledad me atreví a crear ahora regresan a
mí y debo explicarles que fallé. Que la que pudo haber sido la más grande mujer
en mi vida ahora no está y no sé si volverá.
No es que sin ti yo no pueda ser, ni existir. No, no es
eso. Solo que la vida tenía un sabor refrescante a tu lado y con cada soplo del
viento, con el ligero movimiento de una hoja o el sonido de un pajarito me
alegraba porque sabía que estaba compartiendo este mundo contigo. Pensaba en
ti, con una dulce sonrisa, donde fuera que estuvieras te imaginaba riendo
tímidamente como si compartiéramos un gran secreto.
Si la felicidad tuviera una forma, ¿cuál crees que sería?
Me imagino un cristal, puro y transparente desde donde se le mire. Este refleja
la luz, poniéndola de manifiesto. Aunque este mancillado por malos recuerdos o
momentos desagradables no pierde su forma y sigue teniendo su color puro. Para
siempre, y siempre jamás, te veré como el cristal, transparente, perfecto en su
forma y sin errores. Fuiste, y no sé si lo serás de nuevo...
Gracias por vivir este espacio en común que llamamos amor
durante este tiempo. No le voy a permitir al tiempo dañar el recuerdo. Dejaré
que te quedes ahí. Ahora serás estrella en otro cielo.
P. D: Disculpa lo burdo y torpe de la escritura, pero me
he dado cuenta que aún no soy el tipo de personas que pueden escribir cuando no
se sienten bien, conformes con la vida. Supongo que mi corazón necesita
estabilidad y felicidad para que pueda expresarse.
¿Quién era el que había escrito esa carta?
¿Acaso era él? No podía concebir la idea. Comparó a su yo actual y al de hace
un par de meses. Sintió ganas de vomitar, repudiaba su estado actual. Alzó el
rostro y en el espejo vio reflejada una imagen que le espantó. “No me gusta
esta versión de mí y, sin embargo, ahora me veo obligado a vivir con ella.
¿Debo abrirle entonces mi pecho y dejarle entrar donde reposan todos mis otros
yo?”. Era muy tarde, ya estaba allí, acomodado cual nativo.
Quiso arrugar el papel, romperlo, guardarlo
en el bolsillo o quemarlo pero no había alternativa. Si esas eran las palabras
que su nuevo yo quería decir, ¿quién era él para acallarlo? ¿Con qué derecho se
iba a imponer por encima de este, que era producto de la vida misma? Si ahora
hablaba así era porque su voz original se hallaba mancillada y golpeada. Quizá
al regresar a esta habitación daba una lucha más producto de la inminente
agonía que de una voluntad propia. Una llamada final a ese pálido reflejo de
tiempos no muy lejanos. Pensó en la estúpida frase: “uno siempre vuelve a los
lugares donde fue feliz”. “Fue”, ¿acaso nadie más lo veía? Algo pasado,
irrepetible. Por más que lo deseara no era posible meter el sentimiento en una
vitrina hermética que logrará conservarlo impoluto, libre de influencias
externas y la presencia de terceros. No, la vida misma se había encargado de
decirles que era el momento del adiós, de separar el abrazo, los labios y los
cuerpos que estaban fundidos. Como dos conjuntos que unidos por la mitad deben
compartir el mismo espacio y al momento de separarse sus bordes se rozan,
chocando hasta romperse, dejando un enorme vacío y piezas dispersas.
Dejó el mensaje y salió corriendo. Tiró la
puerta a sus espaldas antes de verse tentado por la idea de volver, de
arrepentirse y renunciar a lo escrito. No cruzaría más esa puerta, no porque no
le gustase volver, sino porque al abrirla de nuevo no iba a encontrar lo mismo.