Por: Santiago Jaramillo
Serie: Cromos Chocolatinas Jet
Esa tarde,
como muchas otras, el sol se había perdido en los ojos de Carmelo. Desde que
tenía conciencia nunca había visto un atardecer acercarse hasta él. Todos los
días a la hora en que las nubes empezaban a correrle al cielo, como huyéndole a
un cazador furtivo, caminaba despacio por la orilla del mar hasta la última
esquina de la playa, sintiendo levemente entre sus dedos la espesura de una
arena fina, a veces puntiaguda, pero nunca lo suficientemente hiriente para
manchar de sangre la piel que con los años se había vuelto gruesa.
Desde allí
nadaba hasta un pequeño islote que su padre había nombrado Tardebonita muchos
años atrás. Con el agua todavía bajándole por la espalda, haciendo brillar su
negrura, se sentaba recostado a una palmera y miraba el sol descender del cielo
lentamente como intentando besar el horizonte y en el agua una línea roja
avanzando hacia él. La inmensidad del mar lo hacía ver cuán pequeño era y qué
tan solo estaba, pero al final terminaba siendo su única compañía.
“De tanto
caminar descalzo, los pies empiezan a sacar callos y dejan de sentir”, decía
Josefa, su madre, que en veinte años nunca había dejado de caminar la extensa
playa para llegar a la punta de la costa.
Y era cierto, los pies de Carmelo ya no sentían las piedras filudas que,
por su caminar distraído, pisaba siempre y mucho menos el roce suave de las
uñas de su madre pasando cada noche desde la punta de los dedos, por la
profunda blancura de su puente, hasta llegar al talón.
“Un negro de
ojos desmesuradamente negros como tú no puede dejar que le llegue la línea roja
que el atardecer refleja en el mar”, le repetía siempre su madre, recordándole
que su padre y su abuelo habían muerto un día después de ceder a la tentación
de ver un atardecer en el agua.
Carmelo Blanco
era nieto e hijo de un pescador. Los Blanco fueron hombres que pasaron sus días
pescando en pequeñas canoas y mirando de frente al sol. No siempre tuvieron que
ver el atardecer en el cielo, 30 años antes Rafael, el abuelo de Carmelo, podía
ver serenamente la caída de la tarde desaparecer entre las olas azules.
“Todas las desgracias
de los Blanco se las debemos a Rafael”, gruñía Josefa cuando se sentía sola, ya
que el abuelo marcó el destino de la familia cuando un día apostó con
otro pescador que, al caer la noche, se contarían los animales de la pesca del
día y el que menos tuviera en la atarraya, quedaría condenado junto a sus
descendientes a no mirar más el atardecer reflejado en el mar. Al final de esa
noche de tiempos pretéritos Rafael sólo contó tres peces en su atarraya
mientras que la del otro
pescador amenazaba con romperse por el revolotear constante de cientos de éstos.
Dos
generaciones de la familia, que siempre habían visto atardecer en el mar y luego se lo habían
prohibido, murieron por la maldición. Carmelo era el último de los Blanco que
cargaba con el peso de su sangre.
Horacio, su padre, sólo resistió 25 años. Al parecer, consciente del mal que le
corrompía el alma, preparó el momento como pudo y un día con Josefa a su lado,
no apagó la mirada cuando la línea roja del crepúsculo reflejada en el agua llegó a Tardebonita apoderándose de sus ojos
y de su vida. Desde ese día Josefa nunca dejó de caminar hasta la punta de la
costa para ver de cerca
el pequeño islote donde su vida había quedado detenida.
Con la imagen
del sol perdiéndose en sus ojos, Carmelo miró hacia la otra esquina de la costa, vio un
casucho viejo destruido por la distancia y quiso regresar. Mientras caminaba
por la playa el agua se volvía espuma
cuando llegaba a sus pies y se consolaba pensando que el mar, así fuera en su
milésima parte, también estaba destinado a ser nada.
Cuando llegó
al casucho, ya con el cielo abarrotado de puntos luminosos, vio a su madre afuera
acostada en una hamaca mirando hacia al cielo y le preguntó:
-
¿Viste el atardecer?
-
Vi que el mar
iluminaba nuestra casa.
-
No quiero vivir más
de esta manera.
-
¿Qué quieres hacer?
Carmelo entró rápidamente en la
oscuridad de la casa y regresó después de un instante.
-
¿Cómo se llamaba el
pescador con el que apostó mi abuelo?
-
No sé, tu padre nunca
me lo dijo.
-
¿Qué quieres hacer?
-
Mirar lo que me venga
en gana.
-
Tratar de cambiar el
destino es perder el tiempo.
-
No es mi destino, es
el que mi abuelo me impuso con sus tonterías.
El negro, que
estaba muy alterado, recordó a la vieja bruja que vivía sola al otro lado del
golfo. No resistiría un atardecer más con la tentación de ver la belleza del
sol reflejarse en el agua hasta acercarse a él para tocarle la mirada.
Cuando la
noche todavía no se había escondido ya Carmelo caminaba por la playa. Pocas
veces había ido al otro lado del golfo, Sinsabor era un pueblo peligroso y
solitario, abandonado por sus viejos habitantes por el rumor de guerra, en donde
no valía mucho la pena alejarse de casa. Justo antes de las doce del día vio a
lo lejos una casita de madera roja con un delgado muelle que parecía salir
desde la puerta para adentrarse en el mar.
Al llegar al
muelle el muchacho gritó como para advertir que estaba ahí y luego tocó la
puerta. Antes de poder escuchar los golpes de sus manos chocando
contra la madera, la puerta empezó a abrirse. Entró y en un sillón negro vio a
una vieja calva envuelta en un vestido blanco que contrastaba con su piel. Era
Prudencia, perfectamente reconocible, a pesar de los años.
-
Sé a qué viniste muchacho,
pensé que nunca llegarías.
-
Nunca había tenido
tanta necesidad de ver.
-
Debe ser difícil
tener ojos y no poder mirar lo que se quiere.
-
Necesito su ayuda.
-
No te puedo ayudar,
es inútil.
-
¿Por qué inútil?
-
La maldición que cayó
sobre ti y tu familia, ha existido siempre en este pueblo y nadie se ha podido
curar. Hay ancianos que se han pasado sus vidas sin saber qué es ser tocado por
una tarde.
-
¿Existe cura?
-
Sí, pero es inútil
que lo intentes.
-
¿Por qué?
-
Sinsabor es un pueblo
de pescadores. Los pescadores se pasan los días caminando descalzos y van olvidando
que sus pies deben sentir.
-
Sí, eso lo sé…
-
Sólo existe una cura
para ese mal y está en el mar.
-
¿Cuál es?
-
Cerca a las playas, en lugares poco profundos del mar, hay
praderas de pastos marinos y allí crecen unas pequeñas flores rojas, de pétalos
espinosos. En medio de un atardecer radiante, debes dejar que el reflejo del
sol en el agua llegue hasta ti y empezar a caminar por la línea roja de este reflejo sin mirarla en
ningún momento hasta sentir que pisas pastos marinos y allí, que las
espinas de las flores rojas se incrustan en tu piel para curarte, ¿Ves que es
inútil?
-
Pero puedo
intentarlo.
-
Si te arriesgas a
mirar el reflejo del atardecer en el mar y no sientes los pétalos de las flores
chuzar tus pies, podrías morir.
-
Gracias.
Carmelo salió
apresuradamente de la casa y corrió por el muelle hasta tirarse al mar. Nadó
por la orilla de la playa, hasta que sus pulmones no aguantaron más y tuvo que
continuar el camino a pie. Andaba y andaba sin mirar el horizonte,
dándole la espalda al mar, del que sólo escuchaba el oleaje apaciguado como
intentando calmarlo con su música.
Finalmente vio
su casa en la lejanía, le gustaba mirarla desde lejos porque se daba cuenta de
lo pequeña que era. Corrió por la arena, dando pasos violentos encima de
caracoles y pequeñas piedras sin sentir ningún dolor. La tarde caía, él no
podía evitar mirarla. Llegó a su casa, sacó un cuchillo y se lo guardó entre la
pantaloneta para que su madre no lo viera. Mientras salía se encontró con Josefa.
-
¿A dónde vas?
-
A Tardebonita –
contestó apresurado.
En Tardebonita el sol iluminaba
completamente el tronco de la palmera en la que Rafael y Horacio habían muerto
y en la que a Carmelo tanto le gustaba descansar. Sacó el cuchillo de la
pantaloneta, lo clavó en la arena y miró al mar, podía ser la última vez que lo
viera de frente. Se concentró en el horizonte, allí las nubes se abrían para
rodear al sol, este se asentaba suavemente en el agua, dibujando una línea roja
en la superficie y pintando de anaranjado todo a su alrededor. A medida que la luz bajaba, el reflejo se
extendía haciendo un camino que en tres minutos llegaría a Tardebonita para
unir dos mundos.
Carmelo desclavó el cuchillo de la
arena, lo empuñó con fuerza en su mano derecha y la subió hasta la cabeza para
secarse el sudor. Abrió sus piernas para juntar las plantas de los pies, luego
cogió su pie izquierdo y le clavó la punta del cuchillo debajo de los dedos.
Arrancó la piel hasta llegar al talón. Después siguió el pie derecho.
Echó un vistazo al horizonte y esta
vez una gota de sudor le empañó la mirada. Sus ojos empezaron a llover, al
fondo se veía un rojo borroso. Se paró, sintiendo que todo bajo los pies
quemaba. Intentó pisar muy despacio, pero cayó sobre las rodillas. Se arrastró
hasta el agua y fue metiendo lentamente los pies, el mar parecía un compuesto
de pirañas. Carmelo gritó. Se paró y dio algunos pasos. No sabía si el rojo era
el de la sangre que venía de sus pies o era el reflejo de la tarde en el mar.
Estaba recorriendo el camino y el
reflejo se le metía en los ojos. Sintió que los pies se le llenaron de pétalos
espinosos. Ahora las flores estaban pegadas a ellos y, en el horizonte, el sol
desaparecía detrás de un camino que deteniendo sus pupilas negras.
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