10 mar 2014

TARDEBONITA

Por: Santiago Jaramillo
Serie: Cromos Chocolatinas Jet 

Esa tarde, como muchas otras, el sol se había perdido en los ojos de Carmelo. Desde que tenía conciencia nunca había visto un atardecer acercarse hasta él. Todos los días a la hora en que las nubes empezaban a correrle al cielo, como huyéndole a un cazador furtivo, caminaba despacio por la orilla del mar hasta la última esquina de la playa, sintiendo levemente entre sus dedos la espesura de una arena fina, a veces puntiaguda, pero nunca lo suficientemente hiriente para manchar de sangre la piel que con los años se había vuelto gruesa.

Desde allí nadaba hasta un pequeño islote que su padre había nombrado Tardebonita muchos años atrás. Con el agua todavía bajándole por la espalda, haciendo brillar su negrura, se sentaba recostado a una palmera y miraba el sol descender del cielo lentamente como intentando besar el horizonte y en el agua una línea roja avanzando hacia él. La inmensidad del mar lo hacía ver cuán pequeño era y qué tan solo estaba, pero al final terminaba siendo su única compañía.

“De tanto caminar descalzo, los pies empiezan a sacar callos y dejan de sentir”, decía Josefa, su madre, que en veinte años nunca había dejado de caminar la extensa playa para llegar a la punta de la costa.  Y era cierto, los pies de Carmelo ya no sentían las piedras filudas que, por su caminar distraído, pisaba siempre y mucho menos el roce suave de las uñas de su madre pasando cada noche desde la punta de los dedos, por la profunda blancura de su puente, hasta llegar al talón.

“Un negro de ojos desmesuradamente negros como tú no puede dejar que le llegue la línea roja que el atardecer refleja en el mar”, le repetía siempre su madre, recordándole que su padre y su abuelo habían muerto un día después de ceder a la tentación de ver un atardecer en el agua.

Carmelo Blanco era nieto e hijo de un pescador. Los Blanco fueron hombres que pasaron sus días pescando en pequeñas canoas y mirando de frente al sol. No siempre tuvieron que ver el atardecer en el cielo, 30 años antes Rafael, el abuelo de Carmelo, podía ver serenamente la caída de la tarde desaparecer entre las olas azules.

“Todas las desgracias de los Blanco se las debemos a Rafael”, gruñía Josefa cuando se sentía sola, ya que el abuelo marcó el destino de la familia cuando un día  apostó con otro pescador que, al caer la noche, se contarían los animales de la pesca del día y el que menos tuviera en la atarraya, quedaría condenado junto a sus descendientes a no mirar más el atardecer reflejado en el mar. Al final de esa noche de tiempos pretéritos Rafael sólo contó tres peces en su atarraya mientras que la del otro pescador amenazaba con romperse por el revolotear constante de cientos de éstos.

Dos generaciones de la familia, que siempre habían visto atardecer en el mar y luego se lo habían prohibido, murieron por la maldición. Carmelo era el último de los Blanco que cargaba con el peso de su  sangre. Horacio, su padre, sólo resistió 25 años. Al parecer, consciente del mal que le corrompía el alma, preparó el momento como pudo y un día con Josefa a su lado, no apagó la mirada cuando la línea roja del crepúsculo reflejada en el agua   llegó a Tardebonita apoderándose de sus ojos y de su vida. Desde ese día Josefa nunca dejó de caminar hasta la punta de la costa para ver de cerca el pequeño islote donde su vida había quedado detenida.

Con la imagen del sol perdiéndose en sus ojos, Carmelo miró  hacia la otra esquina de la costa, vio un casucho viejo destruido por la distancia y quiso regresar. Mientras caminaba por la playa  el agua se volvía espuma cuando llegaba a sus pies y se consolaba pensando que el mar, así fuera en su milésima parte, también estaba destinado a ser nada.

Cuando llegó al casucho, ya con el cielo abarrotado de puntos luminosos, vio a su madre afuera acostada en una hamaca mirando hacia al cielo y le preguntó:

-          ¿Viste el atardecer?
-          Vi que el mar iluminaba nuestra casa.
-          No quiero vivir más de esta manera.
-          ¿Qué quieres hacer?

Carmelo entró rápidamente en la oscuridad de la casa y regresó después de un instante.

-          ¿Cómo se llamaba el pescador con el que apostó mi abuelo?
-          No sé, tu padre nunca me lo dijo.
-          ¿Qué quieres hacer?
-          Mirar lo que me venga en gana.
-          Tratar de cambiar el destino es perder el tiempo.
-          No es mi destino, es el que mi abuelo me impuso con sus tonterías.

El negro, que estaba muy alterado, recordó a la vieja bruja que vivía sola al otro lado del golfo. No resistiría un atardecer más con la tentación de ver la belleza del sol reflejarse en el agua hasta acercarse a él para tocarle la mirada.

Cuando la noche todavía no se había escondido ya Carmelo caminaba por la playa. Pocas veces había ido al otro lado del golfo, Sinsabor era un pueblo peligroso y solitario, abandonado por sus viejos habitantes por el rumor de guerra, en donde no valía mucho la pena alejarse de casa. Justo antes de las doce del día vio a lo lejos una casita de madera roja con un delgado muelle que parecía salir desde la puerta para adentrarse en el mar.

Al llegar al muelle el muchacho gritó como para advertir que estaba ahí y luego tocó la puerta. Antes de poder escuchar los golpes de sus manos chocando contra la madera, la puerta empezó a abrirse. Entró y en un sillón negro vio a una vieja calva envuelta en un vestido blanco que contrastaba con su piel. Era Prudencia, perfectamente reconocible, a pesar de los años.

-          Sé a qué viniste muchacho, pensé que nunca llegarías.
-          Nunca había tenido tanta necesidad de ver.
-          Debe ser difícil tener ojos y no poder mirar lo que se quiere.
-          Necesito su ayuda.
-          No te puedo ayudar, es inútil.
-          ¿Por qué inútil?
-          La maldición que cayó sobre ti y tu familia, ha existido siempre en este pueblo y nadie se ha podido curar. Hay ancianos que se han pasado sus vidas sin saber qué es ser tocado por una tarde.
-          ¿Existe cura?
-          Sí, pero es inútil que lo intentes.
-          ¿Por qué?
-          Sinsabor es un pueblo de pescadores. Los pescadores se pasan los días caminando descalzos y van olvidando que sus pies deben sentir.
-          Sí, eso lo sé…
-          Sólo existe una cura para ese mal y está en el mar.
-          ¿Cuál es?
-          Cerca a las playas,  en lugares poco profundos del mar, hay praderas de pastos marinos y allí crecen unas pequeñas flores rojas, de pétalos espinosos. En medio de un atardecer radiante, debes dejar que el reflejo del sol en el agua llegue hasta ti y empezar a caminar por la línea roja de este reflejo sin mirarla en ningún momento hasta sentir que pisas pastos marinos y allí, que las espinas de las flores rojas se incrustan en tu piel para curarte, ¿Ves que es inútil?
-          Pero puedo intentarlo.
-          Si te arriesgas a mirar el reflejo del atardecer en el mar y no sientes los pétalos de las flores chuzar tus pies, podrías morir.
-          Gracias.

Carmelo salió apresuradamente de la casa y corrió por el muelle hasta tirarse al mar. Nadó por la orilla de la playa, hasta que sus pulmones no aguantaron más y tuvo que continuar el camino a pie. Andaba y andaba sin mirar el horizonte, dándole la espalda al mar, del que sólo escuchaba el oleaje apaciguado como intentando calmarlo con su música.

Finalmente vio su casa en la lejanía, le gustaba mirarla desde lejos porque se daba cuenta de lo pequeña que era. Corrió por la arena, dando pasos violentos encima de caracoles y pequeñas piedras sin sentir ningún dolor. La tarde caía, él no podía evitar mirarla. Llegó a su casa, sacó un cuchillo y se lo guardó entre la pantaloneta para que su madre no lo viera.  Mientras salía se encontró con Josefa.

-          ¿A dónde vas?
-          A Tardebonita – contestó apresurado.
En Tardebonita el sol iluminaba completamente el tronco de la palmera en la que Rafael y Horacio habían muerto y en la que a Carmelo tanto le gustaba descansar. Sacó el cuchillo de la pantaloneta, lo clavó en la arena y miró al mar, podía ser la última vez que lo viera de frente. Se concentró en el horizonte, allí las nubes se abrían para rodear al sol, este se asentaba suavemente en el agua, dibujando una línea roja en la superficie y pintando de anaranjado todo a su alrededor. A medida que la luz bajaba, el reflejo se extendía haciendo un camino que en tres minutos llegaría a Tardebonita para unir dos mundos.

Carmelo desclavó el cuchillo de la arena, lo empuñó con fuerza en su mano derecha y la subió hasta la cabeza para secarse el sudor. Abrió sus piernas para juntar las plantas de los pies, luego cogió su pie izquierdo y le clavó la punta del cuchillo debajo de los dedos. Arrancó la piel hasta llegar al talón. Después siguió el pie derecho.

Echó un vistazo al horizonte y esta vez una gota de sudor le empañó la mirada. Sus ojos empezaron a llover, al fondo se veía un rojo borroso. Se paró, sintiendo que todo bajo los pies quemaba. Intentó pisar muy despacio, pero cayó sobre las rodillas. Se arrastró hasta el agua y fue metiendo lentamente los pies, el mar parecía un compuesto de pirañas. Carmelo gritó. Se paró y dio algunos pasos. No sabía si el rojo era el de la sangre que venía de sus pies o era el reflejo de la tarde en el mar.

Estaba recorriendo el camino y el reflejo se le metía en los ojos. Sintió que los pies se le llenaron de pétalos espinosos. Ahora las flores estaban pegadas a ellos y, en el horizonte, el sol desaparecía detrás de un camino que deteniendo sus pupilas negras.

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