Por: Santiago Jaramillo Tobón
Serie: Gastronomía y literatura
Cuando llegué a la mesa donde estaban las tres chicas
escuché a la más pequeña decir que quería mazamorra. A ella nunca la había
visto y con las otras sólo había alcanzado a cruzar unas palabras el día
anterior. Realmente no las conocía, ni siquiera recordaba sus nombres y de
verdad lo sentía, también sentía que lo que más
cercano se me hacía del lugar fuera la mesa gris, que ya me había recibido un
par de veces.
Saludé diciéndole “oye” a una de las tres, mientras le
tocaba el hombro con la mano. Habíamos quedado de reunirnos a las tres y eran
las tres y ocho. Quería pedir disculpas por dos motivos: primero, por no
recordar sus nombres y segundo, por haber llegado ocho minutos tarde, que la
verdad no me importaba; es más, me gustaba llegar ocho minutos tarde a todos
los lugares. A veces cuando te demoras seis ó siete para llegar, la gente cree
que eres un tonto por llegar temprano y cuando llegas nueve minutos después, la
persona empieza a pensar que si te demoras diez de verdad te estás tardando,
entonces deja de confiar en ti. En cambio con el ocho nadie podría pensar en algo
más que agarrarlo por las caderas. Si lo piensas bien el ocho es el número con
más curvas de todos los números, además, si algún día caminando te encontraras
con él, podrías empujarlo y encontrarías el infinito…
Al sentarme en una de las bancas que rodeaban la mesa, quedé
justo al lado de la chica de la mazamorra. Estuve callado unos minutos mientras
ellas decidían qué querían comer antes de empezar a hacer nuestro trabajo. Yo
no decía nada, no estaba de afán, nunca estoy de afán. Lo único que quería era
que en algún momento de la conversación dijeran el nombre de alguna de ellas
para poder hablar con confianza. En cinco minutos no dijeron ni una vez cómo se
llamaban. ¡No podía creerlo! El promedio
mundial de repetición de nombre por minuto de conversación es de dos veces. Al
final todo se resolvió cuando la chica de la mazamorra le preguntó en voz alta
a sus amigas (como para que yo respondiera) cuál era mi nombre. No respondí.
Ellas tampoco. Nos desconocíamos y no tardamos en darnos cuenta. Todos
sonreímos y ellas empezaron a presentarse.
Una, la morenita, con la que había arreglado la hora de
encuentro, en la clase del día anterior, se llamaba Viviana. Mientras decía su
nombre sonreía. Después se presentó la otra chica que veía la clase de literatura
clásica conmigo, se llamaba Diana o Daniela o Dora, lo siento, no recuerdo su
nombre. Cuando la chica de la mazamorra iba a decir cómo se llamaba yo
escuchaba con la cabeza apoyada sobre mi mano derecha, tapándome el oído. La
chica se tardó un poco y yo alcancé a taparme el otro oído simulando pasarme el
cabello por detrás de la oreja. Sólo escuché una silaba, “ma”, ma, ma, ma,
María, Marcela o Matilde. Estuve feliz, sería ma, ma, ma, mazamorra para mí un
tiempo más.
Yo también dije mi nombre, pero no quiero que lo sepan, tal
vez me gustaría que me llamaran el chico de los tintos sabor melaza, para que
no tuvieran que hacerse una imagen de mí, así podrían pensar siempre que soy un
caballo.
Después del lío con los nombres, Viviana, Diana o Daniela o
Dora y yo empezamos a hacer la exposición de la Ilíada. La chica de la
mazamorra nos escuchó un rato mientras miraba detenidamente a cada una de las
personas que pasaban por el corredor principal de la biblioteca. Se aburrió,
cogió su maleta y se fue caminando con unos pasitos cortos. Cuando dejé de
verla me sorprendí al saber que recordaba detalladamente cada uno de sus rasgos
y sobretodo el moño rojo en el pelo.
Sus amigas no dijeron nada porque se fue sin despedirse,
seguramente la conocían muy bien y sabían que era una de esas personas a las
que les volteas la mirada y cuando la vuelves nuevamente ya no están.
Me quedé el resto de la tarde viéndome los ojos en el
reflejo de la pintura gris cromada de la mesa y me miré tanto que me di cuenta
que nunca iba a poder ser una persona sincera.
Luego de tenerme en la mesa, sin ayudar en nada, durante
casi tres horas, mis compañeras dijeron medio disgustadas que debían irse y que
debíamos dividir el trabajo de la exposición para que cada uno trabajara por su
parte.
Salimos juntos y en las escalitas de la biblioteca estaba
sentada la chica de la mazamorra. La miré de arriba abajo y lo único que pude
ver fueron sus zapatos azules y el borde de sus delgados labios todavía untados
de leche.
El día de la exposición me di cuenta que esa chica se había
pasado la tarde entera buscando mazamorra. Esa es la clase de persona que
podría gustarme, que pueda perder un día buscando un vasito de mazamorra sin
tener que volverse loca por cada cosa.
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