10 mar 2014

LA CHICA DE LA MAZAMORRA

Por: Santiago Jaramillo Tobón
Serie: Gastronomía y literatura

Cuando llegué a la mesa donde estaban las tres chicas escuché a la más pequeña decir que quería mazamorra. A ella nunca la había visto y con las otras sólo había alcanzado a cruzar unas palabras el día anterior. Realmente no las conocía, ni siquiera recordaba sus nombres y de verdad lo sentía, también sentía que lo que más cercano se me hacía del lugar fuera la mesa gris, que ya me había recibido un par de veces.

Saludé diciéndole “oye” a una de las tres, mientras le tocaba el hombro con la mano. Habíamos quedado de reunirnos a las tres y eran las tres y ocho. Quería pedir disculpas por dos motivos: primero, por no recordar sus nombres y segundo, por haber llegado ocho minutos tarde, que la verdad no me importaba; es más, me gustaba llegar ocho minutos tarde a todos los lugares. A veces cuando te demoras seis ó siete para llegar, la gente cree que eres un tonto por llegar temprano y cuando llegas nueve minutos después, la persona empieza a pensar que si te demoras diez de verdad te estás tardando, entonces deja de confiar en ti. En cambio con el ocho nadie podría pensar en algo más que agarrarlo por las caderas. Si lo piensas bien el ocho es el número con más curvas de todos los números, además, si algún día caminando te encontraras con él, podrías empujarlo y encontrarías el infinito…

Al sentarme en una de las bancas que rodeaban la mesa, quedé justo al lado de la chica de la mazamorra. Estuve callado unos minutos mientras ellas decidían qué querían comer antes de empezar a hacer nuestro trabajo. Yo no decía nada, no estaba de afán, nunca estoy de afán. Lo único que quería era que en algún momento de la conversación dijeran el nombre de alguna de ellas para poder hablar con confianza. En cinco minutos no dijeron ni una vez cómo se llamaban. ¡No podía creerlo!  El promedio mundial de repetición de nombre por minuto de conversación es de dos veces. Al final todo se resolvió cuando la chica de la mazamorra le preguntó en voz alta a sus amigas (como para que yo respondiera) cuál era mi nombre. No respondí. Ellas tampoco. Nos desconocíamos y no tardamos en darnos cuenta. Todos sonreímos y ellas empezaron a presentarse.

Una, la morenita, con la que había arreglado la hora de encuentro, en la clase del día anterior, se llamaba Viviana. Mientras decía su nombre sonreía. Después se presentó la otra chica que veía la clase de literatura clásica conmigo, se llamaba Diana o Daniela o Dora, lo siento, no recuerdo su nombre. Cuando la chica de la mazamorra iba a decir cómo se llamaba yo escuchaba con la cabeza apoyada sobre mi mano derecha, tapándome el oído. La chica se tardó un poco y yo alcancé a taparme el otro oído simulando pasarme el cabello por detrás de la oreja. Sólo escuché una silaba, “ma”, ma, ma, ma, María, Marcela o Matilde. Estuve feliz, sería ma, ma, ma, mazamorra para mí un tiempo más.

Yo también dije mi nombre, pero no quiero que lo sepan, tal vez me gustaría que me llamaran el chico de los tintos sabor melaza, para que no tuvieran que hacerse una imagen de mí, así podrían pensar siempre que soy un caballo. 
Después del lío con los nombres, Viviana, Diana o Daniela o Dora y yo empezamos a hacer la exposición de la Ilíada. La chica de la mazamorra nos escuchó un rato mientras miraba detenidamente a cada una de las personas que pasaban por el corredor principal de la biblioteca. Se aburrió, cogió su maleta y se fue caminando con unos pasitos cortos. Cuando dejé de verla me sorprendí al saber que recordaba detalladamente cada uno de sus rasgos y sobretodo el moño rojo en el pelo.

Sus amigas no dijeron nada porque se fue sin despedirse, seguramente la conocían muy bien y sabían que era una de esas personas a las que les volteas la mirada y cuando la vuelves nuevamente ya no están.

Me quedé el resto de la tarde viéndome los ojos en el reflejo de la pintura gris cromada de la mesa y me miré tanto que me di cuenta que nunca iba a poder ser una persona sincera.

Luego de tenerme en la mesa, sin ayudar en nada, durante casi tres horas, mis compañeras dijeron medio disgustadas que debían irse y que debíamos dividir el trabajo de la exposición para que cada uno trabajara por su parte.

Salimos juntos y en las escalitas de la biblioteca estaba sentada la chica de la mazamorra. La miré de arriba abajo y lo único que pude ver fueron sus zapatos azules y el borde de sus delgados labios todavía untados de leche.

El día de la exposición me di cuenta que esa chica se había pasado la tarde entera buscando  mazamorra. Esa es la clase de persona que podría gustarme, que pueda perder un día buscando un vasito de mazamorra sin tener que volverse loca por cada cosa.






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