12 mar 2014

SOLO TARAREA


                                                                Por: Laura M. Cañas P.



-¿De quién es esa canción?
-No sé, se me pegó
-La tarareas muy bonito

Sonrió con una de esas sonrisas aseguradas; de esas que significan gracias y pronto se me olvidará tu halago. Él estaba incómodo en el ascensor. Mirando al parquecito tras unas capas de vidrio, tratando de olvidarse de las cuatro paredes y de ella.

Ella, pensándolo diciéndose “qué pereza, por qué me tocó con ésta esta soledad”. Ella no se movía, adquirió la misma disposición de relajarse contra la pared más cercana a los botones y ocupar la mitad del ascensor, haciendo un triángulo con su cuerpo, la pared y el piso; como hace cuando está sola y sin nadie más. Sabía que la motivaba, pero ah… qué pereza.

El profesor le había cerrado la puerta del salón, no entendía por qué tantas normas: que no llegue ni un minuto después, que no coma, que así no se limpian los pinceles, que esa agua no. Ella de verdad sentía que la cosa no era consigo. Hacía lo que quería, cuando quería y como lo quería. “No pidan permiso”, le había enseñado otro tipo de profesor. Hermosura, pasó un fantasma. Por qué era tan bonito. Su voz, la dejaba pasmada.

-¿Quién?
-¿Qué?-, para sí: ah, ah, qué, dónde es que estoy. Levantó el pie derecho que desprevenidamente reposaba sobre el otro y lo aterrizó en el piso.
-¿Hermosura quién?
-Ah, sí… este libro que tiene unas pinturas hermosas-, Raúl cogió el libro y lo hojeo mientras hacía una cara de desaprobación; haciendo una sonrisa invertida y frunciendo el ceño.
-Otto Dix, horroroso.

Sintió pena. Sabía que de verdad era horroroso, incluso él mismo se sabía horroroso, sólo que él se gustaba sin pena. No había más que decir. Se abrieron las puertas del ascensor. Ella iba hacia la derecha, él hacia la izquierda. “Chao Raúl”, dijo apenas dándose cuenta de que él ya estaba muchos pasos atrás de su espalda. La gente se agrupaba en la salida del bloque; una de dos: o los capuchos o entregas de finales. El cuerpo y sus miembros, sin nada que los proteja, en continuo movimiento, haciéndose sonar unos a otros, como la máquina de Tatlin. La conmoción, la conmoción, le encantaba la conmoción. Con su vocecita aguda y chirriada irrumpía el performance de sonidos secos de dos pedazos de músculos que se pegan y se despegan.

-¿Qué está pasando?
-Entrega de Pintura 4
-Ah, otro cuerpo que habla
-Ajaja…. El cuueerpo- dijo Daniel haciendo ese movimiento de extender los brazos como explorando el espacio a su alrededor. Se había vuelto un código entre ellos para reírse de esos artistoides que rondaban la facultad como fantasmas del arte contemporáneo. Era imposible no reírse de eso. Este Daniel sí que era divertido. Todavía usa camisetas de Kalimán. Ah, y la que tiene esa palabra escrita con límpido que él mismo hizo; un manchón ahí lo más de vomitoso. Una maravilla. Una buena persona.

“Aleja, Aleja”, la estaban llamando desde el final del pasillo. Era Susi. Ay, tan bella que es.
-vamos a ver la entrega de Raúl en el salón de integrado-, ja, cómo hizo para llegar tan rápido, pensó.
-tengo una rabia, me cerraron la puerta del taller de grabado y ya no me dejaron entrar
Entrecerrrando los párpados, con incredibilidad, Susana preguntó: -¿cuánto te demoraste esta vez?
-Ah, pero cuál es la bobada pues. Eso desde que uno haga los grabados... Llevaba el boceto, los guantes, incluso tenia la placa lijada… pero bueno, así es.

“La silla. Esto es una silla. Silla: objeto de cuatro patas y un espaldar, a veces con brazos, que sirve para sentarse. Para sentarse y leer un libro”. (Leer un libro y ser una hermosura, le agregó Aleja). “Aquí la ilustración de una silla”. (Foto de un libro sobre una silla)

Aleja leía el texto pegado en la pared y se hacía la que Raúl no estaba sentado en una silla, detrás de su espalda. Se hacía la que no entendía quién era la obra: si la silla, si Raúl leyendo el libro sobre la silla, si la descripción de Raúl leyendo el libro sobre la silla, o todo en su conjunto.

-Este está muy bueno, falta ver qué dice el profesor- dijo Susana.
-Ah, sí…-Aleja dio una de esas respuestas aseguradas. Tenía miedo de estar mirándolo muy conscientemente, como queriendo meterse en él, introduciéndosele sin armas, escudos ni botones. Desprotegida y seductora.

Hemingway aconsejaba no utilizar adjetivos, y tenía toda la razón. El adjetivo no es más que la opinión del autor acerca de lo que pasa, y nada más. Si yo escribo ‘un hombre fuerte entra al establecimiento’, esto sólo significa que tal hombre es fuerte en relación conmigo. Si antes no he dicho al lector cómo soy, cabe la posibilidad de que yo sea la única persona presente en el bar de un físico tan modesto que quede impresionado por la fortaleza del recién llegado. Es mucho mejor escribir: ‘Entró un hombre…’”

Qué era lo que le gustaba tanto, se preguntó Aleja. Es decir, es inteligente, divertido, bonito, tenía buen cuerpo, sí… pero así también son muchos. Y así también describían sus amigos a sus seres deseados sin que para ella fuera verdad. Estaba sólo refunfuñando con ella misma. Estaba segura de que le gustaba y punto. Lo veía y se le dormía la cara y el esternón y los ojos como chiquitos y la boca ligeramente abierta y la sonrisa sonsa. Esa voz armónica, nada ronca ni nada aguda, el punto justo; llenaba el salón sin parecer exigiendo que la escucharan. Esa voz la dormía en un sueño arropador del que corría tratando de escapar, tapando la piel que le descubría su deseo. Era la voz en todo caso.

A Raúl también le daba rabia. Cuando la miraba a los ojos, perdía las palabras o decía otras que no eran y perdía el sentido. Las palabras eran de lo poco que tenía en su dominio. “No sé qué me pasa hoy”, se excusaba. Y ese día, justo ese día tenía la excusa, tenía la palabra asegurada. Tenía el libro, tenía a Los hombres duros que no bailan. Mas esa cara de ella era tan bonita. Sus cejas negras y marcadas, sus labios gruesos, su piel blanca, los ojos color miel y grandes, siempre preguntando “ey, qué pasa”.

Aleja de verdad estaba sintiéndose sin músculos, sin fuerza, sin decir nada ni con la boca ni con sus ojos. Lo único que se hacía cada vez más pesado eran sus cejas, sosteniendo toda la rabia de un deseo que ni siquiera se hace promesa. No la veía, sólo veía sus palabras, del que estaba enamorado. Pero Raúl sí la veía, por encima del libro y de la silla, la veía volverse una mancha. La veía disolverse como una pincelada que en vez de vivir en el lienzo, muere en el agua. ¿Qué podía hacer?, tararear. Dejar las palabras para después y tararearle ahí, por fuera de la soledad y decirle con el tralalalá que ella también era muy bonita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario