22 mar 2012

LOS ALIENS NO USAN LABIAL

Por: Andrés Pérez R

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11:42 pm la cámara vigilaba, omnipresente. Subterranan homesick alien...Above aliens hover making homemovies for the folks back home. La canción de Radiohead se repetía una y otra vez en el reproductor. Lizet cerraba los ojos tratándose de escabullir de aquel encierro, en la bruma  pesada de aquella melodía. Apretaba la diadema de sus grandes audífonos contra sus oídos, como si aquel simple acto la librara de ese incomodo silencio que invadía la casa estudio. Permanecía tan quieta como podía, como si de ese modo fuera un fantasma a los vigilantes ojos del lente, de los miles de ojos posándose sobre su delgada figura. Ojos simulando el sueño. Millones de ojos en el mundo de afuera, un universo de ojos. Una morbosa quimera de pupilas, un Argos irreductible dominando los trescientos sesenta grados de su existir.

La espera de cualquier movimiento que la incriminase, el paso en falso que determinase su salida, los ojos siempre al acecho. De su inexistencia dependía todo. Lizet solo pensaba en el premio, el fin estaba cada vez más cerca. Pasó con suerte las primeras rondas eliminatorias, incluso las segundas. Una tercera oportunidad parecía improbable, por no decir, peligrosa.  Su estrategia flaqueaba, su determinación también, incluso su  cordura.  Desde el fin de la tercera semana todo se resumía a un arriesgado equilibrismo sobre el abismo de la locura. La idea de ser observada revivía amargas inocencias. Jamás fui como ellos. Nunca lo seré...subterranean homesick alien.

 Juan David y Sandra se habían propuesto, como todos, ganar a cualquier precio.. Su intimidad ultrajada también los apremiaba. No en vano su grotesca asociación les había garantizado la permanencia en aquella farsa de bufones.  un  juego de todo por el todo.

Lizet estorbaba tanto. Esa mujer incomprensible, ese androide abstracto, ese alienigena ausente. Nada de ángeles ocultos. Nada de filántropos enviando mensajes de texto. Era sabido que todo se resumía a ese morbo mediático de verla caer desde lo alto,quebrarse y exponer sus materiales extraterrestres, mientras millones de miradas esperaban con gula las peores expresiones de la miseria.  Era ella solo una víctima necesaria del sacrificio al entretenimiento. Un cordero de engorde.  El redoble de tambor... La suerte estaba echada.

Ninguna alianza había sido posible. Cincuenta y cincuenta, belleza, le había propuesto mientras evitaban la incriminante mirada de la cámara. Nada de caricias furtivas, palabras al oído, notas clandestinas debajo de la almohada. no era tan estúpida como creían, no era gratuita su permanencia, pensaba Juan David. Sandra ni lo intentaba. Aquella mujer le generaba escalofríos. Sin embargo su mutismo les rechazaba. Nada de ella podrían sacar. Era una declaración abierta de guerra, una guerra sin cuartel.

Era la noche final para alguno de los tres. El Designio detrás de las cámaras ya había seleccionado quien seria inmolado  en el altar televisivo para satisfacer al voluble dios del raiting.  Las maletas en la salida, la dignidad también.

Juan y Sandra esperaban. Lizet no salía del baño, no la registraba ninguna cámara. Los operadores intranquilos se hablaban por micrófonos, la cámara realizaba sus paneos sin obtener resultados. Sandra se agitaba nerviosa. Su cosmetiquera había desaparecido. ultrajado con violencia estaba su equipaje.  También  faltaba su vestido de gala. La única sospechosa, ese alienigena de mierda. parecía haber regresado  a la dimension desconocida que la había parido. La puerta del baño continuaba cerrada,el neón  de  la lampara era lo único que salía por debajo de la puerta. Ultimo llamado. La transmisión en directo no tardaba.

La noche anterior lizet se encontraba mas tranquila que de costumbre. Una especie de entidad desconocida se había apoderado de sus facultades. Mientras empacaba reviso sus pertenencias sin emoción alguna. Aquellos objetos no le generaban ninguna empatía, le resultaban extraños, grotescos. Los despreciaba, no podía verlos. Se arranco sus omnipresentes audífonos y arrojo con violencia el reproductor de música contra la pared. Con la mayor naturalidad abrió la maleta fucsia de Sandra. Raptó el labial carmesí y la cosmetiquera barata, también un vestido de los que no se usaban en en que hasta esa tarde había sido su planeta mental. Procedió a encerrarse en el pequeño cuarto de baño de la casa estudio.

Finalmente se abrió la puerta del baño. Todos esperaban como si se tratara de un ovni a punto de abrir sus compuertas propiciando un  encuentro del tercer tipo. Lo que salió de allí fue aun mas impactante, mas escalofriante, inesperado frente a toda lógica. Una visión absurda de normalidad que inspiraba miedo. Sin duda Lizet había regresado a su planeta.



DESEOS CARNALES

Por: Santiago Pérez

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Llovía, podría asegurarlo, llovía. El cuarto hermético y aislado estaba poseído por el silencio, ¿el silencio? Cómo podía yo saber qué es el silencio, yo, que solo me había atrevido a escuchar la respiración controlada de mi pecho y el ahogado sollozo que emitía con desgana, entonces quise recordar.

No había llorado nunca, mis labios por años, no dejaron escapar una súplica, un gemido, una queja. Era viril, fuerte, mi cabello conservaba aún el rubio encendido, mi piel estaba tersa, mis ojos grises todavía enfocaban a la perfección, podía ver los cabellos cayendo, el sudor saliendo a borbotones por los poros… el miedo reflejado en las pupilas.

Erase una noche tormentosa, sin luna ni estrellas, con el cielo encapotado y un ventarrón que perturbaba mis oídos, erase un silencio solo interrumpido por los estruendos de la naturaleza, erase una playa y un mar turbio que se desdibujaba en el horizonte, erase unas olas, que aporreaban con incomparable ímpetu la blanca arena , igual que un hombre, con la mirada ausente que caminaba entre las inmundicias esparcidas sobre a arena, reflejando en sus ojos grises, tan fríos y duros como el faltante pavimente, solo la luz distante de unos cuantos faroles que alumbraban intermitentemente.

Avancé con paso lento, con el tedio dibujado en mi rostro y la desnudez de mis pies, dejando tras de mis pasos una huella que las olas se encargarían de borrar, recubriendo la gigantesca horma que plantaba en cada movimiento de mis pesadas y atléticas piernas.

Caminé así por varios minutos, viendo como alrededor el ambiente cobraba vida por sí mismo. La arena, que algunos metros atrás estaría cubierta de basura, se veía ahora tersa e higiénica, igual que las enormes formaciones rocosas que también había pasado ya. Las luces de la ciudad aporreaban mis ojos con más fuerza, la civilización estaba cerca, cada vez más. El ruido se hizo más estridente hasta convertirse en un insoportable chirrido. La brisa por su parte se antojaba más pasiva, igual que el mar. Y finalmente, un par de kilómetros más adelante pude escuchar la risa de los niños que correteaban jugando con el ahora tranquilo océano…

Entonces repentinamente sentí una incontrolable aversión al mundo, un odio que por extraño que parezca, hizo que mi cuerpo se viera bañado por el sudor, y que sin razón aparente empezara a salivar sin control.

Aceleré el paso hasta que mi desganado caminar se convirtió en un llamativo correr que solo podía dejar una imagen en todas aquellas personas que se giraban para verme: el pánico.
Pánico, eso pensé aquella vez, ahora sé que solo se trataba de un deseo, un deseo casi biológico que se había instalado en mis entrañas, ese deseo que ni siquiera el blanco condenado que me ha acogido por años, podrá contener. Aquel tóxico deseo, que terminaría por sumergirme en este mar de claro acolchado.

Corrí entonces aquella vez hasta que mi cuerpo dejó de sentir nauseas, tal vez estaba demasiado cansado para padecer tan minúsculo síntoma, o demasiado embriagado, no sé. Mis ojos estaban rojos, por la venas brotadas dentro de ellos, mis músculos estaban contraídos y mi pecho s movía descompensadamente.

Las ramas de los árboles chocaban con la casi inexistente brisa. Miré a ambos lados, todo era verde, parecía haberme adentrado en un bosque. Me dolían los pies, estaba sangrando y dos enormes fragmentos de vidrio atravesaban la planta de mi pie izquierdo… ¡Estaba sangrando¡
Volví a mirar a ambos lados, entonces vi una tenue luz amarilla. Corrí hacia ella y llegué a un pequeño claro, iluminado por tres grandes velones, con el olor de una barra de incienso flotando en el aire y un hombre con largos cabellos sentado en medio de un sinfín de extraños y particulares objetos. El hombre me miró distraído, cerró el libro que tenía en sus manos y sonrío. Hizo un gesto más, como de bienvenida e intentó abrir la boca, para saludarme tal vez, sin embargo, antes de que pudiera articular palabra alguna, sintió el peso de mi cuerpo sobre el suyo y el río de la cuchilla penetrando su abdomen.

El chico gimió levemente y dejó caer su cabeza en mi hombro; pude sentir la sangre tibia resbalándose por mi mano y ver como de sus ojos se escapaba lentamente la vida.
Cuando el hombre se hubo convertido en cadáver, desenterré el cuchillo de su abdomen, corté su cabello, lo peiné, le despoje de sus ropas y con la misma hoja que le habría dado muerte, lo devoré lentamente, saboreando cada tejido de su cuerpo…

Dos días después fui rescatado, con mis piernas a medio comer y el cadáver de mi amigo intacto. Desde ese día me he visto condenado a despertar y ver solamente el infinito blanco acolchado del hospital psiquiátrico… Supongo que devoré mis propias piernas porque en definitiva tenían mejor sabor que las de él.

EMPOLVADA

Por: Laura Bayer Yepes

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Había parado en aquel lugar porque estaba cansada de que le cancelaran planes. Tal vez ir sin un acompañante no era la mejor idea, pero podría mentirle a una pareja y darle a la esposa ubicaciones falsas.
Volvió la cabeza y un denso humo de habano le caló el tabique. Parpadeó y una copia de Gardel salida de una canción de tango apareció ante ella mirando de perfil.
-¿Ya te deshiciste de él? –Preguntó él.
-Esto… ¡sí! –Dijo un poco desesperada.
-En ese caso, Tobías –se presentó mirándola de arriba abajo, tendiéndole la mano.
-Vanessa.
-Me gusta. ¿Las habitaciones del segundo piso o las del primero?
-Segundo, los gritos se oyen menos. Pero… háblame de ti primero.
-Ah, eres de esas que vienen para conversar…
-No dije eso –contestó Vanessa en medio de una risa nerviosa-, solamente paso de lo de siempre.
Las luces del pasillo del segundo piso temblaban…quizá por las bombillas de mala calidad, quizá por la música del bar que retumbaba en los cimientos del edificio.
Vanessa se mordió el labio inferior como de costumbre, igual que cada vez que intentaba tener una conversación sin desinhibirse. Sabía que debía actuar rápido, aunque los nervios le consumieran la mitad de su cuerpo. La otra mitad estaba fascinada con las gruesas venas que atravesaban los ojos de aquel hombre, que también contaba con piernas fornidas pero que sin duda caería fácilmente de un golpe en el estómago.
-Habitación 209 –dijo Tobías girando la llave en la cerradura al tiempo que volvía a meter la mano en el bolsillo de su gabán.
-Es el tercer habano, ya –enumeró Vanessa después de un rato de charla frívola-. Fumas demasiado, Toby… -Comentó jugueteando con su sombrero gardeliano, quitándoselo y haciéndolo girar en su mano, colocándolo sobre sus risos polutos con la vista impregnada de lujuria.
Los bombillos fallaron.
-Por fortuna tenemos el balcón –expresó Toby conduciendo a su pareja de intercambio al panorama que daba a la piscina, sujetando la baranda de hierro despintado.
-Deberíamos iniciar ya –propuso Vanessa con lenguaje plano…quería deshacerse del “segundo” de una buena vez.
-Aguarda un poco, ya he notado que te fastidia el humo.
-En lo absoluto: dame a probar –pidió la dama arrebatando el habano de entre sus dedos.
Vanessa inspiró de manera vehemente con los ojos cerrados. Volvió a mirar antes de exhalar el humo y se encontró con los labios de Tobías sobre los suyos, el hombre le impedía la respiración y la movilidad.
Supo entonces que era el momento de defenderse. Le dio la orden a su pierna para una patada descomunal pero esta se desvaneció como su aliento agonizante.
Tobías se apartó de ella con una carcajada que recorría todo su ser. La mujer de los risos polutos dirigió sus ojos hacia lo que quedaba de su torso y emitió una tos encenizada antes de quedar esparcida por las baldosas blancas del balcón.
-No vale la pena pisotear sus labios –dijo Toby con indiferencia-, pronto se harán polvo después de apagarse.

ADIÓS ISOLDA (De la serie: Familia Echavarría)

Por: Andrés Pérez R.

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Isolda soñaba entre almenas y balcones ojivales. El mundo, afuera, donde no había torres, ni vestíbulos, ni balcones. Boston, sus amigas, su libertad. sobre todo a Franco. Como se habían cruzados sus caminos, como los había revolcado endulzado, hecho felices, renacer. Su crisálida rota se quedaba en Boston. Volaba, no hacia la libertad, no hacia Medellín, sino hacia la muerte. Ella lo sabia.

Todo estaba preparado para el gran ágape de la familia Echavarría. Un selecto inventario de personalidades. por obligación, por gusto, por snobismo, sobre todo por la primera. no había lugar para los advenedizos. La gran oportunidad de conocer una princesa era privilegio de pocos.

Isolda había llegado recientemente de Boston. Nadie la había visto desde su llegada, todo se mantenía dentro de un sospechoso margen de discreción,que ya empezaba a suscitar los rumores entre la crema y nata de la sociedad. Los chismes apuntaban a un embarazo indecoroso, algún episodio sórdido en la revoltosa sociedad gringa de los años 70, abuso de drogas, tal vez un intento de suicidio.

La selección del lugar no había sido fortuita. Alejar a los ojos de la prensa y demás miradas entrometidas resultaba necesario. Isolda no estaba en su mejor aspecto, pensó don Diego. Un gran banquete en el castillo había suscitado sospechas de lo que sucedía en el hermetismo dentro de aquellos muros. La respuesta: La opulenta finca colonial en santa fe de Antioquia. Sus invitados, selectos intelectuales e industriales de la sociedad medellinense que sabrían guardar las apariencias.

Doña Benedicta por el contrario parecía abstraída, encerrada en el frío azul de sus ojos teutones. Era de las pocas personas que habían visto a Isolda desde su llegada, y mantenía una celosa vigilancia sobre quienes ingresaban a su habitación de terciopelos color marino. Los cuadros en los pasillos del castillo, en el vestíbulo, las flores y las esculturas parecían replicarle algo desde su mudez pétrea.

La ciudad los miraba con recelo. El pensamiento montañero no concebía filántropos. El arte europeo, la educación y las obras de beneficencia no compraban al pueblo. No era gratuito que fuesen de alta alcurnia, de sangre azul. Algunos con sorna los daban por judíos.

Llegaba el día de la fiesta. Grandes caravanas de lujosos autos subían la montaña. Había llegado la hora de salir. Don Diego observó. Un sospechoso auto lo esperaba a la salida. "dita, ni un peso por mi" Sentenció don Diego. Aceptaba su destino. Se despidió con un beso de la pálida Isolda, miró por ultima vez los profundos ojos de Benedicta. Dos hombres salieron del auto, se aproximaban cada vez mas con pistolas en mano.