Por: Carolina Campuzano Baena
Serie: Gastronomía y literatura
Había quedado empalagada, con la boca embarrada del dulce blanco, las
mejillas pegajosas y la lengua azucarada en medio de la plaza. Quería agua,
agua dulce, transparente, incolora, insabora. Le parecía increíble que hacía
sólo media hora no pudiera pensar en nada más que el dulce. Odiaba la fuerza
impetuosa de los anhelos y el hastío que dejaban. Quizás no era eso, sino sólo
el disgusto de esperar tanto por un placer tan corto, tan fútil y que el sabor
de fondo que la hostigaba no era tanto el dulce blanco sino la amargura.
No pudo soportar sus dedos pegajosos ni la sed, entonces echó a correr
hacia el río, teniendo una excusa justificada para alejarse del pueblo,
alejarse de lo que implicara un final, los odiaba. Era la conclusión de la
feria, para ella era la época más esperada del año, los únicos días en que
sentía que las máscaras se unían al rostro de la gente y ya no se distinguían
de las caras verdaderas. Eran los días donde los habitantes y forasteros
confluían al pueblo sólo por la fiesta y se entregaban al “pecado”, bueno, así
era como lo llamaban en su casa; para ella esa palabra era sinónimo de
sinceridad, de dejar de ser lo que se debe para ser lo que se quiere.
Y esa sinceridad le gustaba, por eso se paraba en las esquinas a
observar el carnaval aunque no se mezclaba en los bailes dispersos en las
calles, donde la gente danzaba siguiendo la música de fondo que sonaba
permanentemente y nunca era triste. Era la percusión, los bombos y platillos,
uno que otro clarinete formando la melodía y unas voces repitiendo alguna
canción aprendida a fuerza de repetición cada año. Quizás por eso disfrutaba
tanto el carnaval, allí no conocía la tristeza, las casas del pueblo recobraban
sus colores y los árboles se unían a la festividad prestando sus ramas para
sostener guirnaldas y luces.
Echó a correr abandonando los últimos guepajé y el olor casi
imperceptible de algodón de azúcar. Se alejaba de una noche que ya olía a rutina
de nuevo, a abandono y resignación. Dejó el pavimento y las hojas muertas de
los árboles empezaron a crujir bajo sus pies y a reemplazar las últimas tonadas
de guitarras ya no tan alegres. Corrió aún sabiendo que era tarde para ir al
agua, que la noche nublaba la vista y que había soledades habitadas. Siguió de
prisa para quitarse la amargura con el agua ¿o era el dulce? Lo olvidaba a
ratos mientras se concentraba en no perder el aliento ni tropezarse.
Cuando llegó al río aún distinguía el sonido de las campanas de la
iglesia del pueblo. Se detuvo junto al muelle donde se mecían algunas barcas y
empezó a contar. La una, las dos, las tres… de pronto distinguió que el sonido
no anunciaba la hora sino el tiempo de ir a misa, debían ser las seis y media,
la gente retornaba con la cabeza cabizbaja a escuchar un sermón al que no
atendía.
A pesar de la hora, en el cielo quedaba un rastro de luz, un pedazo de
luna se distinguía entre las nubes y los
árboles. Respiraba fatigosamente
mientras daba unos pasos más hasta llegar al borde del muelle, allí,
contradiciendo la rapidez con la que minutos antes andaba, empezó a quitarse la
ropa despacio sabiendo que nada más que la noche la observara. Se quitó el
zapato derecho hasta sentir la madera húmeda bajo la planta, retiró el otro
zapato siempre con la mirada fija en el reflejo del agua. Tiró de la camisa
blanca cuidando no enredarse en las mangas, luego retiró el pantalón con sigilo
esperando no perder el equilibrio al alzar sus pies; con la ropa interior fue
mucho más cuidadosa.
Cuando terminó se miró en el río, su cuerpo moreno no se distinguía en
la superficie así que se dejó caer al agua de la que bebió y se lavó el dulce
que tenía encima, el último que había probado en la feria, el único que podía
probar en el año.
Comenzó a nadar por las aguas tranquilas, primero con la cara dentro del
líquido y luego de espaldas con los ojos muy abiertos hacia el cielo. Pensaba
en el proceso de ese dulce blanco, había observado cómo lo hacían. Una mujer
vieja estiraba el caramelo con sus manos ajadas por el trabajo, una y otra vez
y luego lo vertía sobre un vaso con maestría sin que se le quedara pegado a los
dedos. Pensaba en ese dulce que sólo podía comprar en el carnaval y luego con
un poco de tedio recordaba su comida diaria: pescado con sal y un poco de
arroz. Ese escaso caramelo que ahora la empalagaba pero que tanto anhelaba
durante el año.
Salió del agua con escalofrío y sintió más silencio que nunca en la
ribera, sus ojos se llenaron de agua salada y tristeza. Por su cuerpo se
apuraban las gotas del líquido que la
había cubierto, la abandonaba también el agua así como la feria y el dulce
blanco. Se sentó sobre el muelle desnuda, ya sin anhelos, temblando, experimentado
una sensación profunda que se le encalaba en la columna y se expandía por el
resto de su cuerpo hasta sentirla en sus entrañas, no, no era frío.