27 feb 2014

EMPALAGADA


Por: Carolina Campuzano Baena

Serie: Gastronomía y literatura


Había quedado empalagada, con la boca embarrada del dulce blanco, las mejillas pegajosas y la lengua azucarada en medio de la plaza. Quería agua, agua dulce, transparente, incolora, insabora. Le parecía increíble que hacía sólo media hora no pudiera pensar en nada más que el dulce. Odiaba la fuerza impetuosa de los anhelos y el hastío que dejaban. Quizás no era eso, sino sólo el disgusto de esperar tanto por un placer tan corto, tan fútil y que el sabor de fondo que la hostigaba no era tanto el dulce blanco sino la amargura.

No pudo soportar sus dedos pegajosos ni la sed, entonces echó a correr hacia el río, teniendo una excusa justificada para alejarse del pueblo, alejarse de lo que implicara un final, los odiaba. Era la conclusión de la feria, para ella era la época más esperada del año, los únicos días en que sentía que las máscaras se unían al rostro de la gente y ya no se distinguían de las caras verdaderas. Eran los días donde los habitantes y forasteros confluían al pueblo sólo por la fiesta y se entregaban al “pecado”, bueno, así era como lo llamaban en su casa; para ella esa palabra era sinónimo de sinceridad, de dejar de ser lo que se debe para ser lo que se quiere.

Y esa sinceridad le gustaba, por eso se paraba en las esquinas a observar el carnaval aunque no se mezclaba en los bailes dispersos en las calles, donde la gente danzaba siguiendo la música de fondo que sonaba permanentemente y nunca era triste. Era la percusión, los bombos y platillos, uno que otro clarinete formando la melodía y unas voces repitiendo alguna canción aprendida a fuerza de repetición cada año. Quizás por eso disfrutaba tanto el carnaval, allí no conocía la tristeza, las casas del pueblo recobraban sus colores y los árboles se unían a la festividad prestando sus ramas para sostener guirnaldas y luces.  

Echó a correr abandonando los últimos guepajé y el olor casi imperceptible de algodón de azúcar. Se alejaba de una noche que ya olía a rutina de nuevo, a abandono y resignación. Dejó el pavimento y las hojas muertas de los árboles empezaron a crujir bajo sus pies y a reemplazar las últimas tonadas de guitarras ya no tan alegres. Corrió aún sabiendo que era tarde para ir al agua, que la noche nublaba la vista y que había soledades habitadas. Siguió de prisa para quitarse la amargura con el agua ¿o era el dulce? Lo olvidaba a ratos mientras se concentraba en no perder el aliento ni tropezarse.

Cuando llegó al río aún distinguía el sonido de las campanas de la iglesia del pueblo. Se detuvo junto al muelle donde se mecían algunas barcas y empezó a contar. La una, las dos, las tres… de pronto distinguió que el sonido no anunciaba la hora sino el tiempo de ir a misa, debían ser las seis y media, la gente retornaba con la cabeza cabizbaja a escuchar un sermón al que no atendía.

A pesar de la hora, en el cielo quedaba un rastro de luz, un pedazo de luna se distinguía entre las nubes  y los árboles.  Respiraba fatigosamente mientras daba unos pasos más hasta llegar al borde del muelle, allí, contradiciendo la rapidez con la que minutos antes andaba, empezó a quitarse la ropa despacio sabiendo que nada más que la noche la observara. Se quitó el zapato derecho hasta sentir la madera húmeda bajo la planta, retiró el otro zapato siempre con la mirada fija en el reflejo del agua. Tiró de la camisa blanca cuidando no enredarse en las mangas, luego retiró el pantalón con sigilo esperando no perder el equilibrio al alzar sus pies; con la ropa interior fue mucho más cuidadosa.

Cuando terminó se miró en el río, su cuerpo moreno no se distinguía en la superficie así que se dejó caer al agua de la que bebió y se lavó el dulce que tenía encima, el último que había probado en la feria, el único que podía probar en el año.

Comenzó a nadar por las aguas tranquilas, primero con la cara dentro del líquido y luego de espaldas con los ojos muy abiertos hacia el cielo. Pensaba en el proceso de ese dulce blanco, había observado cómo lo hacían. Una mujer vieja estiraba el caramelo con sus manos ajadas por el trabajo, una y otra vez y luego lo vertía sobre un vaso con maestría sin que se le quedara pegado a los dedos. Pensaba en ese dulce que sólo podía comprar en el carnaval y luego con un poco de tedio recordaba su comida diaria: pescado con sal y un poco de arroz. Ese escaso caramelo que ahora la empalagaba pero que tanto anhelaba durante el año.
Salió del agua con escalofrío y sintió más silencio que nunca en la ribera, sus ojos se llenaron de agua salada y tristeza. Por su cuerpo se apuraban las gotas  del líquido que la había cubierto, la abandonaba también el agua así como la feria y el dulce blanco. Se sentó sobre el muelle desnuda, ya sin anhelos, temblando, experimentado una sensación profunda que se le encalaba en la columna y se expandía por el resto de su cuerpo hasta sentirla en sus entrañas, no, no era frío. 

UNA RECETA CULINARIA ES PERFECTAMENTE UN CUENTO

Por: Laura Bayer Yepes

Serie: Gastronomía y literatura


Una vez que puso el agua a hervir, se juagó las manos en ella para que tuviera ayuda al salir, y tapó la olla. Le dio la pastilla a su hija y la mandó a jugar. Todo el mundo sabe que cocinar sopa es una hazaña de cuidado: no puede haber ningún ruido y todo debe quedarse quieto. No se puede cocinar haciendo otra cosa al mismo tiempo, no se puede lavar, planchar o cepillarse el cabello. No se puede cuidar de la hija de siete años, preferible que esté fuera, por ahí, saltando de árbol en árbol.

Hay que dejar que el agua, la sal –que le pone emoción a la vida- y el aceite –que aleja las ofensas-hiervan lento, no hay que echarle mucha leña al fuego para que la cocción se disfrute más y las burbujas salgan de la mezcla más despacio, así como Bachué y Bochica salieron de la laguna de Iguaque al principio de los tiempos.

La mujer aseó la cocina de arriba abajo: mientras ejercitaba sus piernas, dejó sus paredes limpias y amplias, y drenó las aguas viejas. Destapó la olla y le arrojó una papa capira picada. Su madre nunca le dio puré de papa o la dejó comer papitas fritas, decía que eso embrutecía a los niños. Ella convino que su hijo tendría que ignorar las cosas primero para conocer qué era la sabiduría. Sin embargo, deseaba también un espesante para que las equivocaciones debido a la ignorancia no pudieran atravesarle fácilmente; por eso picó y agregó cinco papas criollas de las grandecitas.

Se paró de puntitas y con un brinco se subió a la barra, para lograr alcanzar el cilantro de la alacena. Tomó tres ramitas y las partió como deshojando margaritas, pensando en si su hija la querría después de preparar aquella sopa. Al final se decidió por arrancar una cuarta ramita, el cilantro da sueño y un niño juicioso para dormirse aleja los taladros de la cabeza de mamá.
Luego vino una bolsa de pastas con forma de letras. Solo la tercera parte de estas porque de lo contrario se cocinaría un engrudo, además, a nadie le gustan los bebés obesos. Un bebé debe ser delgado, de manera que se convierta en un adulto mayor muy gordo con el tiempo; así se evidencia que la vida y el cuerpo fueron un culto a Dionisio exitoso.

Se deben elegir las pastas que sirvan, para que la comunicación sea efectiva: la sopa de letras no es sopa de letras si al verla en un recipiente humeante no puedes buscar tu propio nombre en ella. Mamá buscó la A, la G, la U, la S, luego la T, la Í (tildada) y la N. Pudo imaginárselo: “Agustín, no toques eso”, “Agustín, quítate los zapatos”, “Agustín, despierta”. Agustín, Agustín, Agustín. El último fue un “Agus”, porque se acabaron las pastas con forma de T. Ese último serviría para agradecer los pocos te quieros que habría de recibir en la vida.

“Falta el color”, pensó y se miró al espejo. “Una cucharada entera para que se parezca al papá. Yo estoy muy blanca y la niña solo se enojaría más”, dijo. Esparció el color, volvió a tapar la olla, abrió la válvula y esperó.

Sudaba. Sentía que toda el agua que le echó a la sopa era la misma cantidad que ahora le chorreaba por la frente y la curvatura de la espalda. Se llevó un dedo a la sien, luego a su boca. Estaba sudando almíbar y por eso supo que todo saldría bien.
La válvula de la olla la llamó silbándole. Se levantó del suelo donde el sudor la había mantenido agazapada contra la pared. Tomó sus felpudos guantes y presionó la tapa con fuerza: quería salir ya. Dejó de silbar y la destapó.

Era precioso. La miraba desde la olla como un ratoncito estripado, con sus ojos saltones azul claro y su nariz de masmelo, como la de su hermana. Agarraba el asa como queriendo ponerse de pie y llegar hasta la mujer que le había dado vida. Ella lo sacó, lo cargó y lo mimó un rato, sin importarle embadurnarse de caldo y restos de las hojas de cilantro. Le había quedado perfecto y lindo, las manitos, los piecitos, la carita.

En ese momento entró su hija por la puerta de la cocina. Un silencio de reproche antecedió a las palabras “no me dijiste que llegaba hoy”. Su hija realmente quería ser la única en la casa. “Le llamaremos Agustín”, le respondió.

AMANECER

Por: Camilo Londoño Hernández

Serie: Gastronomía y literatura


La sala se iluminaba en medio de un olor a gas oxidado, el hambre que sentía ya no excitaba su cuerpo a moverse. Estaba ahí. Hacía paneos con sus ojos sobre el amarillo del techo y la olla aceitosa que esperaba en el fogón se resecaba. La habitación crujía con el silencio de los espacios vacíos. Decidió salir. Sentía desde ya los abrazos de despedida, las peleas permitidas en la penumbra y el frío del cemento extrañando el caucho de las llantas.

Dejó la chaqueta reposada en la cama formando la sombra de medio hombre muerto. Quiso retar el aire. Mientras bajaba contó las escaleras y resintió el hambre con ingenua esperanza. Treinta y seis. La puerta también se resquebrajó sobre la pintura azul con un sonido de cotidianidad. La calle producía un bullicio de desgaste que antecede a la madrugada. Pensó que pocos lugares debían estar abiertos y empezó a caminar. Tres cuadras más adelante una luz anaranjada terminaba de salir por una pequeña reja. Entró camuflado por la música y se sentó a observar.
 –Una cerveza.
Al final del pasillo una mujer miraba sin parpadear un vaso y una botella vacíos que tenía en frente.
–¿Puedo fumar?–preguntó mientras sacaba un paquete de cigarrillos y una candela del bluyín.
–Al fondo hay un patio–le contestaron.
El borde caliente e incandescente que se formaba entre el humo y el cigarrillo le recordó el tono ámbar de su habitación. Se mordió un uñero con fría trivialidad mientras aplastaba la colilla del tabaco con el pie derecho. Ingresó de nuevo al bar. Se sintió poderoso, aunque tenía sueño.

La chica, que aún se fijaba en los objetos de la mesa en espera de algún movimiento, parpadeó, y en ese instante de negro y color, como un espasmo o un intento por encontrar de nuevo una palabra y anular el extenso infinito en el que se hallaba, saludó.
–¡Hola!–dijo sin decir y se reconoció asustada y sola.
Él, que sólo necesitaba dos tragos más para regresar a su cubículo amarillo e intentar dormir, reaccionó.
–¡Hola!–respondió con una emoción incipiente en la boca.
Ella, ahora tímida, trató de disculparse y anular la conversación.
“Tranquila”. “¿Quieres algo?” “Todo está bien.” “¿Quieres fumar?”
Dos cervezas después el bar cerró y en medio de la calle ella esperaba un abrazo intentando dar una disculpa.
–Vivo a tres cuadras–dijo él.
Y de nuevo, treinta y seis escalones, setenta y dos pasos, el crujir de la puerta y la sensación a gas oxidado.
­–Disculpa el olor.
–No te preocupes.
Se reconfortó al pensar que él se encontraba en una situación similar a la suya.
–No hay comida.
–Está bien. No tengo hambre.
–Yo tampoco–contestó fingiendo una sonrisa.
Se miraron deseando que la habitación dejara de impregnarlos con el olor a gas. Él evadió la mirada y ella mantuvo los ojos abiertos diez segundos más, antes de parpadear.
–¿Te incomoda?
–No.

Él empezó a rozarle la lengua por los labios. Ella tembló. Después de juguetear con sus dientes y salivar un poco más inició un descenso rítmico y pausado como el palpitar de un bebé. La barbilla, el cuello, la clavícula, los hombros, el pecho, los senos, los brazos, los dedos. A veces se arrepentía y volvía a subir para bajar de nuevo alternando el orden. La clavícula, los dedos, el cuello, la barbilla, el brazo, los senos, el pecho. Ombligo, costilla, ingle, vagina, pierna, muslo, rodilla, pie. La piel de ella sudaba y la de él se tensaba como una carne reseca. Ambos se rieron y el mate amarillo de la habitación se hizo negro. Cuando les retornó el color, él comenzaba el ascenso por la pantorrilla y al llegar a la nalga se atrevió a morderla saboreando las gotas de sudor. Ella gimió al sentir un pequeño impulso casi energético  en el vientre, aunque dejó que continuara.

La sangre destiló entre los dientes de él, quien también empezaba a sudar. La piel fue desprendiéndose para dar paso a la carne. Pie, rodilla, muslo, pierna, vagina, ingle, costilla, ombligo. Se detuvo un momento y caminó al fogón a tomar algo de aceite reseco. Sorbió del borde de la olla y retornó donde ella soltando chorritos de grasa sobre su espalda.

La mujer permaneció en silencio mientras sentía un ardor en los ojos y no parpadeó más. Él continuó comiendo del dorso suave de ella. El estómago, el pecho, los senos, los dedos, los brazos, la clavícula, los hombros, el cuello, la barbilla. Al llegar al rostro le dio un beso despuntando la lengua entre los dientes y le cerró los ojos con los dedos que aún conservaba aceitosos y cálidos.

Con la misma tranquilidad que el amanecer comenzaba a doler sobre la ciudad, el hombre decidió arreglar su cuarto. Barrió un poco y colocó algunas camisas sucias en una canasta para lavarlas más tarde. La ropa de la mujer la arrojó a la caneca y quemó unos papeles viejos en un cenicero que estaba en el escritorio. Ya no tenía hambre. Prendió el gas. Los huesos de la mujer y el rostro impávido que parecía dormido los acomodó en el fogón. Olía a gas, pero era un gas renovado, impetuoso, algo dulzón y robusto.

Escuchó el ruido de los carros atravesar la avenida mientras aspiraba un aire frío. Supo que sería una mañana tranquila. Guardó los cigarrillos en un bolsillo, las llaves en el otro y bajó a botar la basura.      

BIEN ME SABE

Por: Santiago Jaramillo Tobón

Serie: Árboles



Hacía diez minutos que Gabriel había llamado desde un lugar desconocido para preguntarle si podían verse. Ahora Laura esperaba sentada en el tronco de un árbol cortado años atrás.
Mientras esperaba, la chica quebraba con sus dedos una ramita seca todavía con hojas, que había recogido en el camino. Todo lo hacía concentrada, pero sin darse cuenta en ningún momento de que lo había hecho.
Después de mirar la ramita hecha pedazos entre sus manos, se sintió observada y miró a la calle, a esa hora todavía pasaba uno que otro caminante, casi siempre un señor paseando a su perro o el celador soplando un silbato que por cerquita que estuviera siempre se escuchaba a kilómetros de distancia, y vio la sombra inconclusa y desgüaletada de Gabriel a unos cincuenta metros. Bajó la mirada. Nunca sabía qué hacer cuando alguien conocido venía de lejos hacia ella; las miradas se encontraban, nerviosas, sin siquiera una palabra que hiciera soportable el momento. Por eso prefería siempre que la tomaran por sorpresa.
Se hizo la tonta y empezó a quitarse los pedacitos de hoja seca que habían quedado pegados en el sudor de la palma de sus manos y así podía esperar desprevenidamente hasta que la sombra de Gabriel cubriera totalmente su cuerpo.

-          ¡Holaa! – Gritó Gabriel como intentando asustarla.
-          ¡Chico! Llegaste muy rápido – dijo alzando los ojos hacía él con una inevitable sonrisa.
-          Claro, soy el chico más rápido del mundo, además no podía dejarte esperando toda la noche.
-          Bueno, te traje algo, antes de que lo olvide – y sacó del bolsillo de su camisa de cuadros verdes y vinotinto una florecita amarilla con los bordes de sus cinco pétalos convertidos al blanco.
-          Es hermosa, ¿cómo se llama?– preguntó, mirándola fijamente a los ojos como intentando decir algo.
-          Frangipan
-          Qué lindo, como un futbolista argentino que es un genio y juega en el Cali. De ahí debe venir el nombre. Una flor argentina.
-          ¡Oyee! Vamos, se nos va a hacer tarde o es que crees que eres el dueño de la noche.

Gabriel le tendió la mano para ayudarla a parar del tronco. Ambos tenían manos suaves y dedos delicados, sensibles al contacto más simple. Apretó fuerte su mano, jaló hacía arriba. Laura se impulsó tanto que perdió el equilibrio estabilizándose en los brazos de Gabriel. Ambos sonrieron, se abrazaron animados, como saludándose y empezaron a caminar.

Las calles estaban solas, les pertenecían; muchas noches las habían caminado juntos, uno al lado del otro, sin siquiera tocarse, sólo sonriendo y, de vez en cuando, cuando era mucha la risa, ella con la palma de la mano le daba un golpecito en la cabeza medio aprobando su felicidad.
Después de andar cuadras y cuadras que no los llevarían a ningún lado, decidieron sentarse al borde de una acera cubierta por la sombra de un árbol pequeño que los rodeaba con flores blancas como alejándolos del mundo.
El chico cogió una, de todas las que estaban a su alcance era la más hermosa (unas estaban pisadas por caminantes desprevenidos y otras, simplemente, se las había consumido el tiempo) la llevó hasta su nariz y aspiró. Miró el Frangipan que había tenido en su mano izquierda, para no dañarlo en un bolsillo, y le preguntó a Laura, alzando las flores a la altura de los ojos, poniéndolas en medio de sus miradas:

-          ¿Cuál te parece más bonita?
-          El azuceno – respondió mientras pensaba que lo más bonito eran los ojos grises que estaban detrás de las flores.
-           A- zu- ce- no – repitió despacio, cortando las sílabas.

Gabriel bajó las flores para ponerlas encima de sus piernas y Laura, Laurita, siguió mirando a donde un segundo antes habían estado el azuceno y el frangipan. Ambos quedaron paralizados mirándose en medio de la noche.

-          ¿Será que alguien mira desde el cielo y cree que nuestra ciudad es una inundación de estrellas?
-          ¿Por qué dices eso?
-          Hay muchas lámparas y desde el cielo sólo deben verse lucecitas brillando en la ciudad.
-          Es otro de tus chistes malos ¿Verdad Gabriel?

Los dos sabían que tenían que irse y se pararon casi al mismo tiempo. Volverían caminando hasta el tronco cortado que estaba a escasos dos minutos de la casa de Laura.

-          ¿Puedo dejar mi flor aquí?
-          Claro
-          No quisiera dejarla, pero me gustaría pensar que alguien podría reconocer un frangipan entre cien azucenos y llevárselo consigo a casa.


Una cuadra antes de llegar al lugar donde se separarían, Gabriel vio una casa inmensa que parecía estar abandonada. La oscuridad salía por las ventanas y en el jardín la maleza amenazaba con subirse a los dos árboles que estaban a lado y lado de la entrada. Sin duda la casa era hermosa, a pesar de los años, se imponía con un aire de grandeza.

-          ¿Sabes por qué esta abandonada esa casa?
-          ¿Cuál?
-          La de los árboles a los lados.
-          No sé, he escuchado historias, pero nunca he sabido qué creer.
-          De todas las historias que te han contado ¿Cuál es la que más te gusta?
-          ¿Ves esos dos árboles que hay a los lados de la puerta?
-          Sí.
-          ¿Sabes cómo se llaman?
-          No.
-          Son Bien me sabe
-          ¿En serio existe un árbol con ese nombre?
-          Sí, pero es peligrosísimo, de ahí viene la historia.
-          Seguí.
-          Dicen que en esa casa vivía una pareja de esposos recién casados y que estaban muy enamorados: don Rodrigo y doña Blanca. Apenas llevaban algunos días allí cuando a la señora le dio por comerse uno de los fruticos rojos que dan los árboles.
-          ¿Y? ¿La manzana de la discordia?
-          No ¡Tonto! Es enserio. Doña Blanca se intoxicó, los fruticos rojos que se ven tan inofensivos, eran venenosos.
-          ¿Murió?
-          No, estuvo mucho tiempo en coma en un hospital de la ciudad, pero don Rodrigo de tanto buscar desesperado, supo que el árbol era originario de un país de África oriental: Tanzania, y se fue a buscar cómo curar a doña Blanca.
-          ¡Dios! ¿Y dejó todo abandonado?
-          Nadie volvió a saber nada ellos.

Gabriel quedó perplejo y se acercó medio asustado hasta la casa para mirar el Bien me sabe de cerca. Se agachó, cogió un frutico rojo, con forma de cerebro, entre sus manos y regresó hasta donde estaba Laura para seguir caminando a su lado.

Llegaron hasta donde estaba el tronco cortado. Se abrazaron en silencio. Gabriel la apretó contra el pecho con todas sus fuerzas. Sintió la nariz fría de Laura congelándole el cuello y quiso llevarla contra sus labios. La apartó.

-          Quisiera algún día poder hacer algo como lo de don Rodrigo, quisiera poder…
-          Ya sé que no puedes, no tienes que decirlo.


Los dos caminaron en sentido contrario, ahora sintiendo el frío de la madrugada hasta en la sangre. Gabriel volteó y la vio alejarse en la acera solitaria. Trituró el Bien me sabe en sus manos y empezó a correr para alejarse de Laura. 

23 feb 2014

CHOCOLATINAS (O UN ÁRBOL QUE HUELE A SANGRE)

Por: Camilo Londoño Hernández

Serie: Árboles




¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
Tabaquería, Fernando Pessoa

Nidia Mesa Grisales. Grisales como de girasol. Girasol girasol girasol. Siempre caminaba en círculos, corría, se movía intempestivamente como un árbol en noche de tormenta. Iba de afán para el banco y la plata estaba acordada. No sobró dinero para una chocolatina. Siguió escarbando: los zapatos, la ropa, ella ella ella. Corría y se movió hasta llegar a tiempo. Tiempo que tenía ajustado como la blusa de ahora color marrón chocolate. Sudó un poco y se recogió el pelo. Corría corría corría. Nidia Mesa Grisales.
Los campos de girasol estaban verdes, quizás muertos, quizás mustios.
¡Presente!
La fila del banco terminaba e iba a pagar.
Gabriel Arango: Jefe, amigo, excuñado, exjefe, examigo, beneficiario, titular de la cuenta. ¡Presente presente presente! Todo lo que quería era una chocolatina. Todo todo todo.
Uno-cinco-ocho-dos-seis-ocho-seis-seis. El número de la cuenta se repetía incisivo como una fisura sobre una piedra de mármol.
Y esos puntitos negros que brillan lisos en la baldosa.
Se le iba la cabeza, la lengua también le sudaba destilando un olor a cocoa entre los dientes que saboreó con la saliva metálica. Sus pies eran raíces descalzas sobre suelos profundos, sin fondo.
$563.430
¡Cachín! ¡Pum, pum, pum! Sello-chocolatina-sello.
—Su recibo señorita.
Volvió a correr sin respirar. Quería una chocolatina una chocolatina una chocolatina.
Voló resbaló estornudó pensó se arrodilló, volvió a correr, levantó marchó lloró se rio se alquiló. Se quitó la falda. Llamó, no le contestó, gritó al menos intentó paró el bus llovió. Lo botó lo botó lo botó.
Gabriel Arango la esperaba al frente de la oficina que lindaba diametralmente con el antiguo apartamento de su hermana. Ambos edificios estaban separados por una avenida y un árbol de cacao que dividía la calle.
Los peatones avanzados sobre las hojas lloraban al escuchar los chirridos de la llanta en el asfalto. No llovía.    
—Puedes esperar el informe de la consignación.
—Necesito el recibo físico.
—Pero…
—En Bogotá no pueden esperar.
—Anota mi teléfono. Iré al banco. Puedes llamarme.
—Ya tengo tu teléfono.
—Cinco-ocho-seis…
—Ya lo tengo.
—…ocho-ocho…
— ¡Ya lo tengo!
—…nueve-nueve…
—¡Está bien!

La noche terminó igual que siempre; dos llamadas más tarde y un insulto con aire de promesa, de fin.
Liberación
Quería ser una hoja simple y alterna que al desprenderse del árbol tuviera un vuelo sin caída. Tal vez un fin cuyo desprendimiento olvide su raíz.
No había podido comprar la chocolatina de aquella mañana. Se le alteraba el pulso, le faltaba el azúcar, necesitaba algo de movimiento. Le dolía pensar, quería una chocolatina. No sabía de dónde venían los chocolates, pero todos los días abría alguno. Por eso extrañaba su ritual de ensuciarse la boca y sentir el crujir de un papelito plateado que guardaba con una sutil y elegante obsesión en la billetera.
—Son para acordarme de algo
—¿De qué?
—De…
—Son muchos.
—Son míos.
—Tu bolso huele a…
—Es que es de cuero.
—Sí, pero es otra cosa…como a… ¡ah!

Se saboreó rozando la punta de la lengua por los dientes. Volvió la imagen a la cabeza de sus dedos ennegrecidos, la lengua viscosa, la garganta cargada de un amargo dulce y tosco.
¡Chocolatinas quería chocolatinas!
El noticiero anunció que no sembrarían más girasoles en el campo. Entonces miró por la ventana mientras cerraba la puerta del apartamento ahora en venta. La ciudad estaba sin gente sobre las calles.

En la mañana un hombre había tropezado al saltar sobre el árbol de cacao y el paso por la avenida estaba cerrado. Las hojas se balanceaban sin movimiento, agitadas por el aire seco de la noche. En el andén se secaba una mancha de sangre color marrón. El cacao lloraba y la noche olía a chocolates. 

MYRCIA POPAYANENSIS

Por: Andrés Ricardo Pérez Restrepo

Serie: Árboles



La tarde se perfilaba sobre la cordillera. Un perfecto arrebol recortado a contraluz en la silueta de la montaña. Joaquín respiró el aire de sus ancestros con  el ansia de quien busca en el pasado cosas perdidas; Los aromas familiares de la finca de sus abuelos. Recordando, la nostalgia le colmó los pulmones.
Divagaba en la atmósfera un aroma en especial; Lo reconocía desde niño, aun con los ojos cerrados. Un soplo de aire frío le acarició la cara, como dándole la bienvenida. El hogar es allí donde el corazón pertenece. Nostalgia, aroma, suspirar.  La resolución de sus padres en vender la finca le punzaba el corazón. El escenario para una tarde de despedida.
En aquella hora precisa del crepúsculo, la caída de luz alargaba la sombra de los arboles. Algunos contornos sombreados de ramas y follaje se alargaban hasta las baldosas del solar. Sombras abundantes y  generosas. Sombras que abrazan.

Desde su estado contemplativo, una voz que parecía lejana lo devolvió a la realidad.
-Joaco. Te acordás cuando nos subíamos a los árboles?

-Sí, me acuerdo. ¿Por?-
-¿Te acordás de nuestro árbol?-
-¿Cuál, el más grande?-
-No, el que era de nosotros-
-¿Teníamos un árbol? ¿Cómo así?
-Un árbol especial. Uno en donde jugábamos siempre. Recordá-

Sin duda había memorias. Recordaba muchas cosas, tantas que hubiera podido reconstruir veinte infancias diferentes en el mismo espacio. Muchas cosas que parecían reales en su  cabeza tal vez solo fueran una jugada del tiempo y de la ausencia. Pero ¿Un árbol?  ¿Qué es un árbol anónimo en el recuerdo de un niño? Examinó cada resquicio de su niñez. Crecían muchos árboles allí, pero ninguno particularmente especial.

-Dejá de ser bobo. ¿Cómo no te vas a acordar?
-Lucy, no me acuerdo. Hace tanto tiempo que…-
-No te creo-
-Es en serio-

Tanta insistencia y aquel esfuerzo absurdo por recordar una niñería empezaron a disgustarlo un poco. Suspiró. Si algo había aprendido era lo inútil que era luchar contra Lucila una vez se había plantado una idea en su cabeza rubia de montañera. Inclinó los hombros.

-Juguemos algo, a ver si te acordás-
-¿ya no estamos como grandes para juegos?-
-Aguafiestas. Hacelo por mí-
-Está bien. ¿Qué querés jugar?
-Vení-

Lucila agarró el brazo de Joaquin, haciéndolo caminar detrás de ella. Se volvió a sentir un niño ante el gesto maternal de llevarlo del brazo. Sus pies descalzos sintieron la frescura del pasto.

-¿Ahora sí me vas a decir cuál es el bendito árbol?
-No. De eso se trata el juego-
-¿Qué vamos a hacer entonces?
-Espera, dejáte llevar.

Lo condujo frente al bosquecillo que se alzaba a pocos pasos del embaldosado. Varios troncos se alzaban, anónimos, ante la vista de Joaquín. De entre ellos reconocía el Sietecueros morado, algunos Chagualos y otras especies de tierra fría.

-¿Ya sabés cuál?-
Joaquin descartó los arbustos y los árboles más pequeños, aquellos en los que no podía subirse. Aún así, quedaban varios candidatos perfectamente escalables para un niño.

-Lucy, no sé-
-No te creo-
-Ahora no me vas a poner a subirme a cada uno.-
-Debería-
-No jodás-
-Mentiras, no te tenés que subir a nada. Seguime el juego-
-¿Qué hago?-
-Sacudirlos-
-¿Qué?-
-Sacudirlos, guevón-
-Estás loca-
-Haceme caso-

Resignado, Joaquín examinó cada uno de los árboles. Los sacudió levemente. Repitió sistemáticamente la operación en cada uno. Aparte de hojas secas y pequeños frutos que le dieron en la cabeza, y alguno que otro pájaro asustado por la sacudida no sucedió nada. Se sintió estúpido.

-Vos me estás mamando gallo ¿cierto?-
-No. Esperá. No has terminado, te faltan exactamente dos, es uno de esos. Si me decís te doy un  premio-
-¿En serio?-
-Muy en serio-

La expectativa del premio lo animó un poco. Sin embargo, aún queriendo, no podía distinguir cuál árbol  era. Empezaba a creer que Lucy se lo habia imaginado, se había podrido o lo habían cortado, sin embargo, no habían tocones que delataran una antigua o reciente tala en las cercanías. A veces acceder a los recuerdos de la infancia es como buscar en agua turbia. Dudó.

-Sacudilos, ya vas a ver que de una lo distingues-

Se aproximó al primero. Palpó la cortesa leñosa: Hojas simples, alternas, dispuestas en espiral y con el ápice aculminado. Frutos de color rojo oscuro en su madurez. Lo sacudió.  Olía a frescura y  rocío. Nada particular o distinguible. No dijo nada.

Dirigió su último esfuerzo al candidato faltante; Un árbol de aproximadamente 16 metros de altura, copa amplia, redondeada, hojas de color rosado y granate, diferentes tonalidades de verde. Se le antojó conocido. Reconoció hojas nuevas y viejas en la misma rama. Casi estaba seguro de que era ese, no obstante, una última prueba.

Lo sacudió. Una exquisita fragancia exudó de las ramas de las cuales, a su  vez, se desprendían pequeños frutos morados picoteados por las aves.
El aroma devolvió nítidamente las piezas faltantes del rompecabezas de su memoria. Recordó la rama musgosa de la cual se cayó siendo niño, rompiéndose la muñeca. Recordó jugar en su sombra y mordisquear los pequeños frutos dulces.

-Este es-
-¿Seguro?
-Muy seguro-
-¿Última palabra?-
-Última palabra-

Lucila se unió a Joaquín bajo la sombra que proyectaba el árbol elegido, antes de difuminarse con las últimas luces del atardecer.

-Cerrá los ojos-
-¿Perdí?
-Cerralos, haceme caso-
-Está bien-

Joaquin cerró lentamente los ojos. El aroma desprendido de las ramas de su elección aun impregnaban el ambiente de nostalgia, de niñez pletórica. De pronto, sintió una agradable calidez en los labios. Abrió levemente la boca. Sabor a fruta madura, textura lisa y carnosa. Algo le acarició con suavidad la lengua. Desde su embriaguez en la oscuridad escuchó:

-Tu premio-




ÁRBOL DE LA CRUZ

Por: Carolina Campuzano Baena

Serie: Árboles



Cuando llegó al lugar, la tierra todavía estaba húmeda por las lluvias del día anterior, se paró en frente de un almendro y observó cuán marchito estaba. Había dejado de frecuentar el campo pero no lo veía más vivo, parecía que los años no sólo lo afectaran a él. Era aterrador ver todo así después de tanto tiempo, quizás un poco más doloroso que si hubiera vuelto cada día a recordar.  Le faltaba un árbol en el paisaje, ese árbol,  Arizá, sí, le faltaba Arizá.

Con no poco trabajo se tendió en la tierra debajo de las sombras del almendro alejado de las raíces. El árbol tenía las hojas coloradas, tostadas, a punto de morir; ese color se la recordaba un poco aunque no era lo suficientemente incandescente como el de ella, estaba seguro. Por más que su rostro se fuera borrando con la ausencia,  su color no se desprendía de su memoria, allí siempre la veía anaranjada, como el tono que se desprendía de su nombre.

Miró a través de las hojas, por allí entraban rayos de luz que manchaban las sombras del suelo y se veía el cielo azul atravesado por nubes con las que tiempo atrás hacía dibujos. Le gustaba el panorama pero sabía que éste no duraría mucho igual, la tierra pronto se humedecería otra vez, así que prefirió cerrar los ojos.
-          Si miras el viento sabrás cuándo va a llover- recordó que ella le decía.

-          No puedes observar el viento, es como decir que sabes qué color tiene el agua.
-          Sí puedes, a través de los objetos. ¿Ves esos sauces cerca a la quebrada? Se mueven hacia el oriente, las corrientes que van en esa dirección indica que lloverá.
-          Pero si miras hacia arriba te darás cuenta que está despejado.
-          No te confíes si no te quieres mojar.

Abrió los ojos al sentir la tierra en sus manos, la asía con fuerza para que no le escapara, para sentirla a ella a través del suelo, por eso enterró sus dedos hasta que quedaron húmedos y negros. De nuevo cerró los ojos, continuaba viendo naranjado.
-          Me gusta caminar descalza, es como si la tierra hiciera parte de mi piel. A veces siento que mi cuerpo es arcilla. Tal vez allí queden tus huellas, como quedan las del alfarero incluso después de calcinarla.
-          
¿    Y en mis manos qué queda?
-          Cierra los ojos…

En un impulso dejó que sus párpados de abrieran, como si despertara interrumpiendo la fatalidad de un mal sueño, interrumpiendo ese recuerdo sordo que lo molestaba. Sacó sus manos con brusquedad para desprenderse de la tierra y en el acto arrancó un diente de león cuyos pétalos volaron hacia el este. Él se los quedó mirando sin parpadear, temía oscurecer de nuevo sus pupilas pero lo hizo, todavía tenía el eco de su voz.
-          Mi nombre es Arizá.
-          ¿Arizá?
-          Sí, así me puso mi padre cuando llegó a la ciudad, la odiaba pero no tenía más opción que abandonar el campo. Sólo se llevó con él un trozo de vida para poner en el cemento. Era una semilla de la cual crecería un árbol… como ese de allá ¿lo ves? También se llama Arizá. Él no lo vio crecer.
-          Se te parece un poco, quizás pensó en el color…

-          No creo, bueno, no era sólo eso. Apenas ahora lo comprendo, pero de pequeña él me relataba un cuento que aunque parecía inventado, para mí era una historia real. Le creía porque se le opacaba la mirada al contar, como si ya le hubiera pasado.

-          ¿Qué decía?

-          Hablaba de aprender el nombre de las cosas, bueno, no era sólo pronunciar las letras sino aprender todo su sentido pues si lo conoces, contaba, al nominar algo adquieres poder sobre eso. Creo que se entristecía porque en el fondo ese conocimiento era destructivo, aunque él no me lo decía.
-          Pero ¿qué puede tener de destructivo un árbol?
-          ¿No lo comprendes? Míralo. No, no comprendes…

De pronto de irguió. Miró instintivamente hacia su derecha, pero de nuevo comprobó que el árbol no estaba allí. En el suelo ya no se reflejaba la sombra de las hojas, miró hacia arriba y vio que el cielo tampoco estaba tan azul así que empezó a caminar. Al abandonar el almendro la tierra comenzó a humedecerse, la gotas también cayeron en su piel. Aceleró el paso, no tanto por escapar de la lluvia que los vientos del este habían predicho, sino para alejarse del recuerdo de Arizá, de lo que había sido Arizá, el Árbol de la cruz, del cual sólo quedaba ese último elemento, una cruz.