Por: Camilo Londoño Hernández
Serie: Árboles
¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
Tabaquería, Fernando Pessoa
Nidia
Mesa Grisales. Grisales como de girasol. Girasol girasol girasol. Siempre
caminaba en círculos, corría, se movía intempestivamente como un árbol en noche
de tormenta. Iba de afán para el banco y la plata estaba acordada. No sobró dinero
para una chocolatina. Siguió escarbando: los zapatos, la ropa, ella ella ella.
Corría y se movió hasta llegar a tiempo. Tiempo que tenía ajustado como la
blusa de ahora color marrón chocolate. Sudó un poco y se recogió el pelo.
Corría corría corría. Nidia Mesa Grisales.
Los campos de girasol estaban
verdes, quizás muertos, quizás mustios.
¡Presente!
La
fila del banco terminaba e iba a pagar.
Gabriel
Arango: Jefe, amigo, excuñado, exjefe, examigo, beneficiario, titular de la
cuenta. ¡Presente presente presente! Todo lo que quería era una chocolatina.
Todo todo todo.
Uno-cinco-ocho-dos-seis-ocho-seis-seis.
El número de la cuenta se repetía incisivo como una fisura sobre una piedra de
mármol.
Y esos puntitos negros que brillan
lisos en la baldosa.
Se
le iba la cabeza, la lengua también le sudaba destilando un olor a cocoa entre
los dientes que saboreó con la saliva metálica. Sus pies eran raíces descalzas
sobre suelos profundos, sin fondo.
$563.430
¡Cachín!
¡Pum, pum, pum! Sello-chocolatina-sello.
—Su
recibo señorita.
Volvió
a correr sin respirar. Quería una chocolatina una chocolatina una chocolatina.
Voló resbaló estornudó pensó se
arrodilló, volvió a correr, levantó marchó lloró se rio se alquiló. Se quitó la
falda. Llamó, no le contestó, gritó al menos intentó paró el bus llovió. Lo
botó lo botó lo botó.
Gabriel
Arango la esperaba al frente de la oficina que lindaba diametralmente con el
antiguo apartamento de su hermana. Ambos edificios estaban separados por una
avenida y un árbol de cacao que dividía la calle.
Los peatones avanzados sobre las
hojas lloraban al escuchar los chirridos de la llanta en el asfalto. No
llovía.
—Puedes esperar el informe de la
consignación.
—Necesito el recibo físico.
—Pero…
—En Bogotá no pueden esperar.
—Anota mi teléfono. Iré al banco.
Puedes llamarme.
—Ya tengo tu teléfono.
—Cinco-ocho-seis…
—Ya lo tengo.
—…ocho-ocho…
— ¡Ya lo tengo!
—…nueve-nueve…
—¡Está bien!
La
noche terminó igual que siempre; dos llamadas más tarde y un insulto con aire
de promesa, de fin.
Liberación
Quería ser una hoja simple y
alterna que al desprenderse del árbol tuviera un vuelo sin caída. Tal vez un
fin cuyo desprendimiento olvide su raíz.
No
había podido comprar la chocolatina de aquella mañana. Se le alteraba el pulso,
le faltaba el azúcar, necesitaba algo de movimiento. Le dolía pensar, quería
una chocolatina. No sabía de dónde venían los chocolates, pero todos los días
abría alguno. Por eso extrañaba su ritual de ensuciarse la boca y sentir el
crujir de un papelito plateado que guardaba con una sutil y elegante obsesión
en la billetera.
—Son
para acordarme de algo
—¿De
qué?
—De…
—Son
muchos.
—Son
míos.
—Tu
bolso huele a…
—Es
que es de cuero.
—Sí,
pero es otra cosa…como a… ¡ah!
Se
saboreó rozando la punta de la lengua por los dientes. Volvió la imagen a la
cabeza de sus dedos ennegrecidos, la lengua viscosa, la garganta cargada de un
amargo dulce y tosco.
¡Chocolatinas
quería chocolatinas!
El
noticiero anunció que no sembrarían más girasoles en el campo. Entonces miró
por la ventana mientras cerraba la puerta del apartamento ahora en venta. La
ciudad estaba sin gente sobre las calles.
En la mañana un hombre había
tropezado al saltar sobre el árbol de cacao y el paso por la avenida estaba
cerrado. Las hojas se balanceaban sin movimiento, agitadas por el aire seco de
la noche. En el andén se secaba una mancha de sangre color marrón. El cacao
lloraba y la noche olía a chocolates.
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