23 feb 2014

CHOCOLATINAS (O UN ÁRBOL QUE HUELE A SANGRE)

Por: Camilo Londoño Hernández

Serie: Árboles




¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
Tabaquería, Fernando Pessoa

Nidia Mesa Grisales. Grisales como de girasol. Girasol girasol girasol. Siempre caminaba en círculos, corría, se movía intempestivamente como un árbol en noche de tormenta. Iba de afán para el banco y la plata estaba acordada. No sobró dinero para una chocolatina. Siguió escarbando: los zapatos, la ropa, ella ella ella. Corría y se movió hasta llegar a tiempo. Tiempo que tenía ajustado como la blusa de ahora color marrón chocolate. Sudó un poco y se recogió el pelo. Corría corría corría. Nidia Mesa Grisales.
Los campos de girasol estaban verdes, quizás muertos, quizás mustios.
¡Presente!
La fila del banco terminaba e iba a pagar.
Gabriel Arango: Jefe, amigo, excuñado, exjefe, examigo, beneficiario, titular de la cuenta. ¡Presente presente presente! Todo lo que quería era una chocolatina. Todo todo todo.
Uno-cinco-ocho-dos-seis-ocho-seis-seis. El número de la cuenta se repetía incisivo como una fisura sobre una piedra de mármol.
Y esos puntitos negros que brillan lisos en la baldosa.
Se le iba la cabeza, la lengua también le sudaba destilando un olor a cocoa entre los dientes que saboreó con la saliva metálica. Sus pies eran raíces descalzas sobre suelos profundos, sin fondo.
$563.430
¡Cachín! ¡Pum, pum, pum! Sello-chocolatina-sello.
—Su recibo señorita.
Volvió a correr sin respirar. Quería una chocolatina una chocolatina una chocolatina.
Voló resbaló estornudó pensó se arrodilló, volvió a correr, levantó marchó lloró se rio se alquiló. Se quitó la falda. Llamó, no le contestó, gritó al menos intentó paró el bus llovió. Lo botó lo botó lo botó.
Gabriel Arango la esperaba al frente de la oficina que lindaba diametralmente con el antiguo apartamento de su hermana. Ambos edificios estaban separados por una avenida y un árbol de cacao que dividía la calle.
Los peatones avanzados sobre las hojas lloraban al escuchar los chirridos de la llanta en el asfalto. No llovía.    
—Puedes esperar el informe de la consignación.
—Necesito el recibo físico.
—Pero…
—En Bogotá no pueden esperar.
—Anota mi teléfono. Iré al banco. Puedes llamarme.
—Ya tengo tu teléfono.
—Cinco-ocho-seis…
—Ya lo tengo.
—…ocho-ocho…
— ¡Ya lo tengo!
—…nueve-nueve…
—¡Está bien!

La noche terminó igual que siempre; dos llamadas más tarde y un insulto con aire de promesa, de fin.
Liberación
Quería ser una hoja simple y alterna que al desprenderse del árbol tuviera un vuelo sin caída. Tal vez un fin cuyo desprendimiento olvide su raíz.
No había podido comprar la chocolatina de aquella mañana. Se le alteraba el pulso, le faltaba el azúcar, necesitaba algo de movimiento. Le dolía pensar, quería una chocolatina. No sabía de dónde venían los chocolates, pero todos los días abría alguno. Por eso extrañaba su ritual de ensuciarse la boca y sentir el crujir de un papelito plateado que guardaba con una sutil y elegante obsesión en la billetera.
—Son para acordarme de algo
—¿De qué?
—De…
—Son muchos.
—Son míos.
—Tu bolso huele a…
—Es que es de cuero.
—Sí, pero es otra cosa…como a… ¡ah!

Se saboreó rozando la punta de la lengua por los dientes. Volvió la imagen a la cabeza de sus dedos ennegrecidos, la lengua viscosa, la garganta cargada de un amargo dulce y tosco.
¡Chocolatinas quería chocolatinas!
El noticiero anunció que no sembrarían más girasoles en el campo. Entonces miró por la ventana mientras cerraba la puerta del apartamento ahora en venta. La ciudad estaba sin gente sobre las calles.

En la mañana un hombre había tropezado al saltar sobre el árbol de cacao y el paso por la avenida estaba cerrado. Las hojas se balanceaban sin movimiento, agitadas por el aire seco de la noche. En el andén se secaba una mancha de sangre color marrón. El cacao lloraba y la noche olía a chocolates. 

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