Por: Santiago Jaramillo Tobón
Serie: Árboles
Hacía diez
minutos que Gabriel había llamado desde un lugar desconocido para preguntarle
si podían verse. Ahora Laura esperaba sentada en el tronco de un árbol cortado
años atrás.
Mientras esperaba,
la chica quebraba con sus dedos una ramita seca todavía con hojas, que había
recogido en el camino. Todo lo hacía concentrada, pero sin darse cuenta en
ningún momento de que lo había hecho.
Después de
mirar la ramita hecha pedazos entre sus manos, se sintió observada y miró a la
calle, a esa hora todavía pasaba uno que otro caminante, casi siempre un señor
paseando a su perro o el celador soplando un silbato que por cerquita que
estuviera siempre se escuchaba a kilómetros de distancia, y vio la sombra
inconclusa y desgüaletada
de Gabriel a unos cincuenta metros. Bajó la mirada. Nunca sabía qué hacer
cuando alguien conocido venía de lejos hacia ella; las miradas se encontraban,
nerviosas, sin siquiera una palabra que hiciera soportable el momento. Por eso
prefería siempre que la tomaran por sorpresa.
Se hizo la
tonta y empezó a quitarse los pedacitos de hoja seca que habían quedado pegados
en el sudor de la palma de sus manos y así podía esperar desprevenidamente
hasta que la sombra de Gabriel cubriera totalmente su cuerpo.
-
¡Holaa! – Gritó
Gabriel como intentando asustarla.
-
¡Chico! Llegaste muy
rápido – dijo alzando los ojos hacía él con una inevitable sonrisa.
-
Claro, soy el chico
más rápido del mundo, además no podía dejarte esperando toda la noche.
-
Bueno, te traje algo,
antes de que lo olvide – y sacó del bolsillo de su camisa de cuadros verdes y
vinotinto una florecita amarilla con los bordes de sus cinco pétalos
convertidos al blanco.
-
Es hermosa, ¿cómo se
llama?– preguntó, mirándola fijamente a los ojos como intentando decir algo.
-
Frangipan
-
Qué lindo, como un
futbolista argentino que es un genio y juega en el Cali. De ahí debe venir el
nombre. Una flor argentina.
-
¡Oyee! Vamos, se nos
va a hacer tarde o es que crees que eres el dueño de la noche.
Gabriel le tendió la mano para
ayudarla a parar del tronco. Ambos tenían manos suaves y dedos delicados,
sensibles al contacto más simple. Apretó fuerte su mano, jaló hacía arriba.
Laura se impulsó tanto que perdió el equilibrio estabilizándose en los brazos
de Gabriel. Ambos sonrieron, se abrazaron animados, como saludándose y
empezaron a caminar.
Las calles estaban solas, les
pertenecían; muchas noches las habían caminado juntos, uno al lado del otro,
sin siquiera tocarse, sólo sonriendo y, de vez en cuando, cuando era mucha la
risa, ella con la palma de la mano le daba un golpecito en la cabeza medio
aprobando su felicidad.
Después de
andar cuadras y cuadras que no los llevarían a ningún lado, decidieron sentarse
al borde de una acera cubierta por la sombra de un árbol pequeño que los
rodeaba con flores blancas como alejándolos del mundo.
El chico cogió
una, de todas las que estaban a su alcance era la más hermosa (unas estaban
pisadas por caminantes desprevenidos y otras, simplemente, se las había
consumido el tiempo) la llevó hasta su nariz y aspiró. Miró el Frangipan que
había tenido en su mano izquierda, para no dañarlo en un bolsillo, y le
preguntó a Laura, alzando las flores a la altura de los ojos, poniéndolas en
medio de sus miradas:
-
¿Cuál te parece más
bonita?
-
El azuceno – respondió
mientras pensaba que lo más bonito eran los ojos grises que estaban detrás de
las flores.
-
A- zu- ce- no – repitió despacio, cortando las
sílabas.
Gabriel bajó las flores para ponerlas encima
de sus piernas y Laura, Laurita, siguió mirando a donde un segundo antes habían
estado el azuceno y el frangipan. Ambos quedaron paralizados mirándose en medio
de la noche.
-
¿Será que alguien
mira desde el cielo y cree que nuestra ciudad es una inundación de estrellas?
-
¿Por qué dices eso?
-
Hay muchas lámparas y
desde el cielo sólo deben verse lucecitas brillando en la ciudad.
-
Es otro de tus
chistes malos ¿Verdad Gabriel?
Los dos sabían
que tenían que irse y se pararon casi al mismo tiempo. Volverían caminando
hasta el tronco cortado que estaba a escasos dos minutos de la casa de Laura.
-
¿Puedo dejar mi flor
aquí?
-
Claro
-
No quisiera dejarla,
pero me gustaría pensar que alguien podría reconocer un frangipan entre cien
azucenos y llevárselo consigo a casa.
Una cuadra antes de llegar al lugar
donde se separarían, Gabriel vio una casa inmensa que parecía estar abandonada.
La oscuridad salía por las ventanas y en el jardín la maleza amenazaba con
subirse a los dos árboles que estaban a lado y lado de la entrada. Sin duda la
casa era hermosa, a pesar de los años, se imponía con un aire de grandeza.
-
¿Sabes por qué esta
abandonada esa casa?
-
¿Cuál?
-
La de los árboles a
los lados.
-
No sé, he escuchado
historias, pero nunca he sabido qué creer.
-
De todas las
historias que te han contado ¿Cuál es la que más te gusta?
-
¿Ves esos dos árboles
que hay a los lados de la puerta?
-
Sí.
-
¿Sabes cómo se
llaman?
-
No.
-
Son Bien me sabe
-
¿En serio existe un
árbol con ese nombre?
-
Sí, pero es
peligrosísimo, de ahí viene la historia.
-
Seguí.
-
Dicen que en esa casa
vivía una pareja de esposos recién casados y que estaban muy enamorados: don
Rodrigo y doña Blanca. Apenas llevaban algunos días allí cuando a la señora le
dio por comerse uno de los fruticos rojos que dan los árboles.
-
¿Y? ¿La manzana de la
discordia?
-
No ¡Tonto! Es
enserio. Doña Blanca se intoxicó, los fruticos rojos que se ven tan
inofensivos, eran venenosos.
-
¿Murió?
-
No, estuvo mucho
tiempo en coma en un hospital de la ciudad, pero don Rodrigo de tanto buscar
desesperado, supo que el árbol era originario de un país de África oriental:
Tanzania, y se fue a buscar cómo curar a doña Blanca.
-
¡Dios! ¿Y dejó todo
abandonado?
-
Nadie volvió a saber
nada ellos.
Gabriel quedó
perplejo y se acercó medio asustado hasta la casa para mirar el Bien me sabe de
cerca. Se agachó, cogió un frutico rojo, con forma de cerebro, entre sus manos
y regresó hasta donde estaba Laura para seguir caminando a su lado.
Llegaron hasta
donde estaba el tronco cortado. Se abrazaron en silencio. Gabriel la apretó
contra el pecho con todas sus fuerzas. Sintió la nariz fría de Laura congelándole
el cuello y quiso llevarla contra sus labios. La apartó.
-
Quisiera algún día
poder hacer algo como lo de don Rodrigo, quisiera poder…
-
Ya sé que no puedes,
no tienes que decirlo.
Los dos caminaron en sentido
contrario, ahora sintiendo el frío de la madrugada hasta en la sangre. Gabriel
volteó y la vio alejarse en la acera solitaria. Trituró el Bien me sabe en sus
manos y empezó a correr para alejarse de Laura.
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