27 feb 2014

AMANECER

Por: Camilo Londoño Hernández

Serie: Gastronomía y literatura


La sala se iluminaba en medio de un olor a gas oxidado, el hambre que sentía ya no excitaba su cuerpo a moverse. Estaba ahí. Hacía paneos con sus ojos sobre el amarillo del techo y la olla aceitosa que esperaba en el fogón se resecaba. La habitación crujía con el silencio de los espacios vacíos. Decidió salir. Sentía desde ya los abrazos de despedida, las peleas permitidas en la penumbra y el frío del cemento extrañando el caucho de las llantas.

Dejó la chaqueta reposada en la cama formando la sombra de medio hombre muerto. Quiso retar el aire. Mientras bajaba contó las escaleras y resintió el hambre con ingenua esperanza. Treinta y seis. La puerta también se resquebrajó sobre la pintura azul con un sonido de cotidianidad. La calle producía un bullicio de desgaste que antecede a la madrugada. Pensó que pocos lugares debían estar abiertos y empezó a caminar. Tres cuadras más adelante una luz anaranjada terminaba de salir por una pequeña reja. Entró camuflado por la música y se sentó a observar.
 –Una cerveza.
Al final del pasillo una mujer miraba sin parpadear un vaso y una botella vacíos que tenía en frente.
–¿Puedo fumar?–preguntó mientras sacaba un paquete de cigarrillos y una candela del bluyín.
–Al fondo hay un patio–le contestaron.
El borde caliente e incandescente que se formaba entre el humo y el cigarrillo le recordó el tono ámbar de su habitación. Se mordió un uñero con fría trivialidad mientras aplastaba la colilla del tabaco con el pie derecho. Ingresó de nuevo al bar. Se sintió poderoso, aunque tenía sueño.

La chica, que aún se fijaba en los objetos de la mesa en espera de algún movimiento, parpadeó, y en ese instante de negro y color, como un espasmo o un intento por encontrar de nuevo una palabra y anular el extenso infinito en el que se hallaba, saludó.
–¡Hola!–dijo sin decir y se reconoció asustada y sola.
Él, que sólo necesitaba dos tragos más para regresar a su cubículo amarillo e intentar dormir, reaccionó.
–¡Hola!–respondió con una emoción incipiente en la boca.
Ella, ahora tímida, trató de disculparse y anular la conversación.
“Tranquila”. “¿Quieres algo?” “Todo está bien.” “¿Quieres fumar?”
Dos cervezas después el bar cerró y en medio de la calle ella esperaba un abrazo intentando dar una disculpa.
–Vivo a tres cuadras–dijo él.
Y de nuevo, treinta y seis escalones, setenta y dos pasos, el crujir de la puerta y la sensación a gas oxidado.
­–Disculpa el olor.
–No te preocupes.
Se reconfortó al pensar que él se encontraba en una situación similar a la suya.
–No hay comida.
–Está bien. No tengo hambre.
–Yo tampoco–contestó fingiendo una sonrisa.
Se miraron deseando que la habitación dejara de impregnarlos con el olor a gas. Él evadió la mirada y ella mantuvo los ojos abiertos diez segundos más, antes de parpadear.
–¿Te incomoda?
–No.

Él empezó a rozarle la lengua por los labios. Ella tembló. Después de juguetear con sus dientes y salivar un poco más inició un descenso rítmico y pausado como el palpitar de un bebé. La barbilla, el cuello, la clavícula, los hombros, el pecho, los senos, los brazos, los dedos. A veces se arrepentía y volvía a subir para bajar de nuevo alternando el orden. La clavícula, los dedos, el cuello, la barbilla, el brazo, los senos, el pecho. Ombligo, costilla, ingle, vagina, pierna, muslo, rodilla, pie. La piel de ella sudaba y la de él se tensaba como una carne reseca. Ambos se rieron y el mate amarillo de la habitación se hizo negro. Cuando les retornó el color, él comenzaba el ascenso por la pantorrilla y al llegar a la nalga se atrevió a morderla saboreando las gotas de sudor. Ella gimió al sentir un pequeño impulso casi energético  en el vientre, aunque dejó que continuara.

La sangre destiló entre los dientes de él, quien también empezaba a sudar. La piel fue desprendiéndose para dar paso a la carne. Pie, rodilla, muslo, pierna, vagina, ingle, costilla, ombligo. Se detuvo un momento y caminó al fogón a tomar algo de aceite reseco. Sorbió del borde de la olla y retornó donde ella soltando chorritos de grasa sobre su espalda.

La mujer permaneció en silencio mientras sentía un ardor en los ojos y no parpadeó más. Él continuó comiendo del dorso suave de ella. El estómago, el pecho, los senos, los dedos, los brazos, la clavícula, los hombros, el cuello, la barbilla. Al llegar al rostro le dio un beso despuntando la lengua entre los dientes y le cerró los ojos con los dedos que aún conservaba aceitosos y cálidos.

Con la misma tranquilidad que el amanecer comenzaba a doler sobre la ciudad, el hombre decidió arreglar su cuarto. Barrió un poco y colocó algunas camisas sucias en una canasta para lavarlas más tarde. La ropa de la mujer la arrojó a la caneca y quemó unos papeles viejos en un cenicero que estaba en el escritorio. Ya no tenía hambre. Prendió el gas. Los huesos de la mujer y el rostro impávido que parecía dormido los acomodó en el fogón. Olía a gas, pero era un gas renovado, impetuoso, algo dulzón y robusto.

Escuchó el ruido de los carros atravesar la avenida mientras aspiraba un aire frío. Supo que sería una mañana tranquila. Guardó los cigarrillos en un bolsillo, las llaves en el otro y bajó a botar la basura.      

No hay comentarios:

Publicar un comentario