Por: Camilo Londoño Hernández
Serie: Gastronomía y literatura
La sala se iluminaba en medio de un olor
a gas oxidado, el hambre que sentía ya no excitaba su cuerpo a moverse. Estaba
ahí. Hacía paneos con sus ojos sobre el amarillo del techo y la olla aceitosa
que esperaba en el fogón se resecaba. La habitación crujía con el silencio de
los espacios vacíos. Decidió salir. Sentía desde ya los abrazos de despedida,
las peleas permitidas en la penumbra y el frío del cemento extrañando el caucho
de las llantas.
Dejó la chaqueta reposada en la cama
formando la sombra de medio hombre muerto. Quiso retar el aire. Mientras bajaba
contó las escaleras y resintió el hambre con ingenua esperanza. Treinta y seis.
La puerta también se resquebrajó sobre la pintura azul con un sonido de
cotidianidad. La calle producía un bullicio de desgaste que antecede a la
madrugada. Pensó que pocos lugares debían estar abiertos y empezó a caminar.
Tres cuadras más adelante una luz anaranjada terminaba de salir por una pequeña
reja. Entró camuflado por la música y se sentó a observar.
–Una cerveza.
Al final del pasillo una mujer miraba
sin parpadear un vaso y una botella vacíos que tenía en frente.
–¿Puedo fumar?–preguntó mientras sacaba
un paquete de cigarrillos y una candela del bluyín.
–Al fondo hay un patio–le contestaron.
El borde caliente e incandescente que se
formaba entre el humo y el cigarrillo le recordó el tono ámbar de su
habitación. Se mordió un uñero con fría trivialidad mientras aplastaba la
colilla del tabaco con el pie derecho. Ingresó de nuevo al bar. Se sintió
poderoso, aunque tenía sueño.
La chica, que aún se fijaba en los
objetos de la mesa en espera de algún movimiento, parpadeó, y en ese instante
de negro y color, como un espasmo o un intento por encontrar de nuevo una
palabra y anular el extenso infinito en el que se hallaba, saludó.
–¡Hola!–dijo sin decir y se reconoció
asustada y sola.
Él, que sólo necesitaba dos tragos más
para regresar a su cubículo amarillo e intentar dormir, reaccionó.
–¡Hola!–respondió con una emoción
incipiente en la boca.
Ella, ahora tímida, trató de disculparse
y anular la conversación.
“Tranquila”. “¿Quieres algo?” “Todo está
bien.” “¿Quieres fumar?”
Dos cervezas después el bar cerró y en
medio de la calle ella esperaba un abrazo intentando dar una disculpa.
–Vivo a tres cuadras–dijo él.
Y de nuevo, treinta y seis escalones,
setenta y dos pasos, el crujir de la puerta y la sensación a gas oxidado.
–Disculpa el olor.
–No te preocupes.
Se reconfortó al pensar que él se
encontraba en una situación similar a la suya.
–No hay comida.
–Está bien. No tengo hambre.
–Yo tampoco–contestó fingiendo una
sonrisa.
Se miraron deseando que la habitación
dejara de impregnarlos con el olor a gas. Él evadió la mirada y ella mantuvo
los ojos abiertos diez segundos más, antes de parpadear.
–¿Te incomoda?
–No.
Él empezó a rozarle la lengua por los
labios. Ella tembló. Después de juguetear con sus dientes y salivar un poco más
inició un descenso rítmico y pausado como el palpitar de un bebé. La barbilla,
el cuello, la clavícula, los hombros, el pecho, los senos, los brazos, los
dedos. A veces se arrepentía y volvía a subir para bajar de nuevo alternando el
orden. La clavícula, los dedos, el cuello, la barbilla, el brazo, los senos, el
pecho. Ombligo, costilla, ingle, vagina, pierna, muslo, rodilla, pie. La piel
de ella sudaba y la de él se tensaba como una carne reseca. Ambos se rieron y
el mate amarillo de la habitación se hizo negro. Cuando les retornó el color,
él comenzaba el ascenso por la pantorrilla y al llegar a la nalga se atrevió a
morderla saboreando las gotas de sudor. Ella gimió al sentir un pequeño impulso
casi energético en el vientre, aunque
dejó que continuara.
La sangre destiló entre los dientes de
él, quien también empezaba a sudar. La piel fue desprendiéndose para dar paso a
la carne. Pie, rodilla, muslo, pierna, vagina, ingle, costilla, ombligo. Se
detuvo un momento y caminó al fogón a tomar algo de aceite reseco. Sorbió del
borde de la olla y retornó donde ella soltando chorritos de grasa sobre su
espalda.
La mujer permaneció en silencio mientras
sentía un ardor en los ojos y no parpadeó más. Él continuó comiendo del dorso
suave de ella. El estómago, el pecho, los senos, los dedos, los brazos, la
clavícula, los hombros, el cuello, la barbilla. Al llegar al rostro le dio un
beso despuntando la lengua entre los dientes y le cerró los ojos con los dedos
que aún conservaba aceitosos y cálidos.
Con la misma tranquilidad que el
amanecer comenzaba a doler sobre la ciudad, el hombre decidió arreglar su
cuarto. Barrió un poco y colocó algunas camisas sucias en una canasta para
lavarlas más tarde. La ropa de la mujer la arrojó a la caneca y quemó unos
papeles viejos en un cenicero que estaba en el escritorio. Ya no tenía hambre.
Prendió el gas. Los huesos de la mujer y el rostro impávido que parecía dormido
los acomodó en el fogón. Olía a gas, pero era un gas renovado, impetuoso, algo
dulzón y robusto.
Escuchó el ruido de los carros atravesar
la avenida mientras aspiraba un aire frío. Supo que sería una mañana tranquila.
Guardó los cigarrillos en un bolsillo, las llaves en el otro y bajó a botar la
basura.
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