Por: Laura Bayer Yepes
Serie: Gastronomía y literatura
Una vez que puso el agua a hervir, se juagó las manos en
ella para que tuviera ayuda al salir, y tapó la olla. Le dio la pastilla a su
hija y la mandó a jugar. Todo el mundo sabe que cocinar sopa es una hazaña de
cuidado: no puede haber ningún ruido y todo debe quedarse quieto. No se puede
cocinar haciendo otra cosa al mismo tiempo, no se puede lavar, planchar o
cepillarse el cabello. No se puede cuidar de la hija de siete años, preferible
que esté fuera, por ahí, saltando de árbol en árbol.
Hay que dejar que el agua, la sal –que le pone emoción a la
vida- y el aceite –que aleja las ofensas-hiervan lento, no hay que echarle
mucha leña al fuego para que la cocción se disfrute más y las burbujas salgan
de la mezcla más despacio, así como Bachué y Bochica salieron de la laguna de
Iguaque al principio de los tiempos.
La mujer aseó la cocina de arriba abajo: mientras ejercitaba
sus piernas, dejó sus paredes limpias y amplias, y drenó las aguas viejas.
Destapó la olla y le arrojó una papa capira picada. Su madre nunca le dio puré
de papa o la dejó comer papitas fritas, decía que eso embrutecía a los niños.
Ella convino que su hijo tendría que ignorar las cosas primero para conocer qué
era la sabiduría. Sin embargo, deseaba también un espesante para que las
equivocaciones debido a la ignorancia no pudieran atravesarle fácilmente; por
eso picó y agregó cinco papas criollas de las grandecitas.
Se paró de puntitas y con un brinco se subió a la barra,
para lograr alcanzar el cilantro de la alacena. Tomó tres ramitas y las partió
como deshojando margaritas, pensando en si su hija la querría después de
preparar aquella sopa. Al final se decidió por arrancar una cuarta ramita, el
cilantro da sueño y un niño juicioso para dormirse aleja los taladros de la
cabeza de mamá.
Luego vino una bolsa de pastas con forma de letras. Solo la
tercera parte de estas porque de lo contrario se cocinaría un engrudo, además,
a nadie le gustan los bebés obesos. Un bebé debe ser delgado, de manera que se
convierta en un adulto mayor muy gordo con el tiempo; así se evidencia que la
vida y el cuerpo fueron un culto a Dionisio exitoso.
Se deben elegir las pastas que sirvan, para que la
comunicación sea efectiva: la sopa de letras no es sopa de letras si al verla
en un recipiente humeante no puedes buscar tu propio nombre en ella. Mamá buscó
la A, la G, la U, la S, luego la T, la Í (tildada) y la N. Pudo imaginárselo:
“Agustín, no toques eso”, “Agustín, quítate los zapatos”, “Agustín, despierta”.
Agustín, Agustín, Agustín. El último fue un “Agus”, porque se acabaron las
pastas con forma de T. Ese último serviría para agradecer los pocos te quieros
que habría de recibir en la vida.
“Falta el color”, pensó y se miró al espejo. “Una cucharada
entera para que se parezca al papá. Yo estoy muy blanca y la niña solo se
enojaría más”, dijo. Esparció el color, volvió a tapar la olla, abrió la
válvula y esperó.
Sudaba. Sentía que toda el agua que le echó a la sopa era la
misma cantidad que ahora le chorreaba por la frente y la curvatura de la
espalda. Se llevó un dedo a la sien, luego a su boca. Estaba sudando almíbar y
por eso supo que todo saldría bien.
La válvula de la olla la llamó silbándole. Se levantó del
suelo donde el sudor la había mantenido agazapada contra la pared. Tomó sus
felpudos guantes y presionó la tapa con fuerza: quería salir ya. Dejó de silbar
y la destapó.
Era precioso. La miraba desde la olla como un ratoncito
estripado, con sus ojos saltones azul claro y su nariz de masmelo, como la de
su hermana. Agarraba el asa como queriendo ponerse de pie y llegar hasta la
mujer que le había dado vida. Ella lo sacó, lo cargó y lo mimó un rato, sin
importarle embadurnarse de caldo y restos de las hojas de cilantro. Le había
quedado perfecto y lindo, las manitos, los piecitos, la carita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario