27 feb 2014

EMPALAGADA


Por: Carolina Campuzano Baena

Serie: Gastronomía y literatura


Había quedado empalagada, con la boca embarrada del dulce blanco, las mejillas pegajosas y la lengua azucarada en medio de la plaza. Quería agua, agua dulce, transparente, incolora, insabora. Le parecía increíble que hacía sólo media hora no pudiera pensar en nada más que el dulce. Odiaba la fuerza impetuosa de los anhelos y el hastío que dejaban. Quizás no era eso, sino sólo el disgusto de esperar tanto por un placer tan corto, tan fútil y que el sabor de fondo que la hostigaba no era tanto el dulce blanco sino la amargura.

No pudo soportar sus dedos pegajosos ni la sed, entonces echó a correr hacia el río, teniendo una excusa justificada para alejarse del pueblo, alejarse de lo que implicara un final, los odiaba. Era la conclusión de la feria, para ella era la época más esperada del año, los únicos días en que sentía que las máscaras se unían al rostro de la gente y ya no se distinguían de las caras verdaderas. Eran los días donde los habitantes y forasteros confluían al pueblo sólo por la fiesta y se entregaban al “pecado”, bueno, así era como lo llamaban en su casa; para ella esa palabra era sinónimo de sinceridad, de dejar de ser lo que se debe para ser lo que se quiere.

Y esa sinceridad le gustaba, por eso se paraba en las esquinas a observar el carnaval aunque no se mezclaba en los bailes dispersos en las calles, donde la gente danzaba siguiendo la música de fondo que sonaba permanentemente y nunca era triste. Era la percusión, los bombos y platillos, uno que otro clarinete formando la melodía y unas voces repitiendo alguna canción aprendida a fuerza de repetición cada año. Quizás por eso disfrutaba tanto el carnaval, allí no conocía la tristeza, las casas del pueblo recobraban sus colores y los árboles se unían a la festividad prestando sus ramas para sostener guirnaldas y luces.  

Echó a correr abandonando los últimos guepajé y el olor casi imperceptible de algodón de azúcar. Se alejaba de una noche que ya olía a rutina de nuevo, a abandono y resignación. Dejó el pavimento y las hojas muertas de los árboles empezaron a crujir bajo sus pies y a reemplazar las últimas tonadas de guitarras ya no tan alegres. Corrió aún sabiendo que era tarde para ir al agua, que la noche nublaba la vista y que había soledades habitadas. Siguió de prisa para quitarse la amargura con el agua ¿o era el dulce? Lo olvidaba a ratos mientras se concentraba en no perder el aliento ni tropezarse.

Cuando llegó al río aún distinguía el sonido de las campanas de la iglesia del pueblo. Se detuvo junto al muelle donde se mecían algunas barcas y empezó a contar. La una, las dos, las tres… de pronto distinguió que el sonido no anunciaba la hora sino el tiempo de ir a misa, debían ser las seis y media, la gente retornaba con la cabeza cabizbaja a escuchar un sermón al que no atendía.

A pesar de la hora, en el cielo quedaba un rastro de luz, un pedazo de luna se distinguía entre las nubes  y los árboles.  Respiraba fatigosamente mientras daba unos pasos más hasta llegar al borde del muelle, allí, contradiciendo la rapidez con la que minutos antes andaba, empezó a quitarse la ropa despacio sabiendo que nada más que la noche la observara. Se quitó el zapato derecho hasta sentir la madera húmeda bajo la planta, retiró el otro zapato siempre con la mirada fija en el reflejo del agua. Tiró de la camisa blanca cuidando no enredarse en las mangas, luego retiró el pantalón con sigilo esperando no perder el equilibrio al alzar sus pies; con la ropa interior fue mucho más cuidadosa.

Cuando terminó se miró en el río, su cuerpo moreno no se distinguía en la superficie así que se dejó caer al agua de la que bebió y se lavó el dulce que tenía encima, el último que había probado en la feria, el único que podía probar en el año.

Comenzó a nadar por las aguas tranquilas, primero con la cara dentro del líquido y luego de espaldas con los ojos muy abiertos hacia el cielo. Pensaba en el proceso de ese dulce blanco, había observado cómo lo hacían. Una mujer vieja estiraba el caramelo con sus manos ajadas por el trabajo, una y otra vez y luego lo vertía sobre un vaso con maestría sin que se le quedara pegado a los dedos. Pensaba en ese dulce que sólo podía comprar en el carnaval y luego con un poco de tedio recordaba su comida diaria: pescado con sal y un poco de arroz. Ese escaso caramelo que ahora la empalagaba pero que tanto anhelaba durante el año.
Salió del agua con escalofrío y sintió más silencio que nunca en la ribera, sus ojos se llenaron de agua salada y tristeza. Por su cuerpo se apuraban las gotas  del líquido que la había cubierto, la abandonaba también el agua así como la feria y el dulce blanco. Se sentó sobre el muelle desnuda, ya sin anhelos, temblando, experimentado una sensación profunda que se le encalaba en la columna y se expandía por el resto de su cuerpo hasta sentirla en sus entrañas, no, no era frío. 

1 comentario:

  1. Te felicito, buen texto! Lograste trasmitir lo que sentiste, pero no solo eso, lograste reflejar lo que un día también sentí. Un abrazo!

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