23 feb 2014

MYRCIA POPAYANENSIS

Por: Andrés Ricardo Pérez Restrepo

Serie: Árboles



La tarde se perfilaba sobre la cordillera. Un perfecto arrebol recortado a contraluz en la silueta de la montaña. Joaquín respiró el aire de sus ancestros con  el ansia de quien busca en el pasado cosas perdidas; Los aromas familiares de la finca de sus abuelos. Recordando, la nostalgia le colmó los pulmones.
Divagaba en la atmósfera un aroma en especial; Lo reconocía desde niño, aun con los ojos cerrados. Un soplo de aire frío le acarició la cara, como dándole la bienvenida. El hogar es allí donde el corazón pertenece. Nostalgia, aroma, suspirar.  La resolución de sus padres en vender la finca le punzaba el corazón. El escenario para una tarde de despedida.
En aquella hora precisa del crepúsculo, la caída de luz alargaba la sombra de los arboles. Algunos contornos sombreados de ramas y follaje se alargaban hasta las baldosas del solar. Sombras abundantes y  generosas. Sombras que abrazan.

Desde su estado contemplativo, una voz que parecía lejana lo devolvió a la realidad.
-Joaco. Te acordás cuando nos subíamos a los árboles?

-Sí, me acuerdo. ¿Por?-
-¿Te acordás de nuestro árbol?-
-¿Cuál, el más grande?-
-No, el que era de nosotros-
-¿Teníamos un árbol? ¿Cómo así?
-Un árbol especial. Uno en donde jugábamos siempre. Recordá-

Sin duda había memorias. Recordaba muchas cosas, tantas que hubiera podido reconstruir veinte infancias diferentes en el mismo espacio. Muchas cosas que parecían reales en su  cabeza tal vez solo fueran una jugada del tiempo y de la ausencia. Pero ¿Un árbol?  ¿Qué es un árbol anónimo en el recuerdo de un niño? Examinó cada resquicio de su niñez. Crecían muchos árboles allí, pero ninguno particularmente especial.

-Dejá de ser bobo. ¿Cómo no te vas a acordar?
-Lucy, no me acuerdo. Hace tanto tiempo que…-
-No te creo-
-Es en serio-

Tanta insistencia y aquel esfuerzo absurdo por recordar una niñería empezaron a disgustarlo un poco. Suspiró. Si algo había aprendido era lo inútil que era luchar contra Lucila una vez se había plantado una idea en su cabeza rubia de montañera. Inclinó los hombros.

-Juguemos algo, a ver si te acordás-
-¿ya no estamos como grandes para juegos?-
-Aguafiestas. Hacelo por mí-
-Está bien. ¿Qué querés jugar?
-Vení-

Lucila agarró el brazo de Joaquin, haciéndolo caminar detrás de ella. Se volvió a sentir un niño ante el gesto maternal de llevarlo del brazo. Sus pies descalzos sintieron la frescura del pasto.

-¿Ahora sí me vas a decir cuál es el bendito árbol?
-No. De eso se trata el juego-
-¿Qué vamos a hacer entonces?
-Espera, dejáte llevar.

Lo condujo frente al bosquecillo que se alzaba a pocos pasos del embaldosado. Varios troncos se alzaban, anónimos, ante la vista de Joaquín. De entre ellos reconocía el Sietecueros morado, algunos Chagualos y otras especies de tierra fría.

-¿Ya sabés cuál?-
Joaquin descartó los arbustos y los árboles más pequeños, aquellos en los que no podía subirse. Aún así, quedaban varios candidatos perfectamente escalables para un niño.

-Lucy, no sé-
-No te creo-
-Ahora no me vas a poner a subirme a cada uno.-
-Debería-
-No jodás-
-Mentiras, no te tenés que subir a nada. Seguime el juego-
-¿Qué hago?-
-Sacudirlos-
-¿Qué?-
-Sacudirlos, guevón-
-Estás loca-
-Haceme caso-

Resignado, Joaquín examinó cada uno de los árboles. Los sacudió levemente. Repitió sistemáticamente la operación en cada uno. Aparte de hojas secas y pequeños frutos que le dieron en la cabeza, y alguno que otro pájaro asustado por la sacudida no sucedió nada. Se sintió estúpido.

-Vos me estás mamando gallo ¿cierto?-
-No. Esperá. No has terminado, te faltan exactamente dos, es uno de esos. Si me decís te doy un  premio-
-¿En serio?-
-Muy en serio-

La expectativa del premio lo animó un poco. Sin embargo, aún queriendo, no podía distinguir cuál árbol  era. Empezaba a creer que Lucy se lo habia imaginado, se había podrido o lo habían cortado, sin embargo, no habían tocones que delataran una antigua o reciente tala en las cercanías. A veces acceder a los recuerdos de la infancia es como buscar en agua turbia. Dudó.

-Sacudilos, ya vas a ver que de una lo distingues-

Se aproximó al primero. Palpó la cortesa leñosa: Hojas simples, alternas, dispuestas en espiral y con el ápice aculminado. Frutos de color rojo oscuro en su madurez. Lo sacudió.  Olía a frescura y  rocío. Nada particular o distinguible. No dijo nada.

Dirigió su último esfuerzo al candidato faltante; Un árbol de aproximadamente 16 metros de altura, copa amplia, redondeada, hojas de color rosado y granate, diferentes tonalidades de verde. Se le antojó conocido. Reconoció hojas nuevas y viejas en la misma rama. Casi estaba seguro de que era ese, no obstante, una última prueba.

Lo sacudió. Una exquisita fragancia exudó de las ramas de las cuales, a su  vez, se desprendían pequeños frutos morados picoteados por las aves.
El aroma devolvió nítidamente las piezas faltantes del rompecabezas de su memoria. Recordó la rama musgosa de la cual se cayó siendo niño, rompiéndose la muñeca. Recordó jugar en su sombra y mordisquear los pequeños frutos dulces.

-Este es-
-¿Seguro?
-Muy seguro-
-¿Última palabra?-
-Última palabra-

Lucila se unió a Joaquín bajo la sombra que proyectaba el árbol elegido, antes de difuminarse con las últimas luces del atardecer.

-Cerrá los ojos-
-¿Perdí?
-Cerralos, haceme caso-
-Está bien-

Joaquin cerró lentamente los ojos. El aroma desprendido de las ramas de su elección aun impregnaban el ambiente de nostalgia, de niñez pletórica. De pronto, sintió una agradable calidez en los labios. Abrió levemente la boca. Sabor a fruta madura, textura lisa y carnosa. Algo le acarició con suavidad la lengua. Desde su embriaguez en la oscuridad escuchó:

-Tu premio-




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