Por: Carolina Campuzano Baena
Serie: Árboles
Con no poco trabajo se tendió en la
tierra debajo de las sombras del almendro alejado de las raíces. El árbol tenía
las hojas coloradas, tostadas, a punto de morir; ese color se la recordaba un
poco aunque no era lo suficientemente incandescente como el de ella, estaba
seguro. Por más que su rostro se fuera borrando con la ausencia, su color no se desprendía de su memoria, allí
siempre la veía anaranjada, como el tono que se desprendía de su nombre.
Miró a través de las hojas, por allí
entraban rayos de luz que manchaban las sombras del suelo y se veía el cielo
azul atravesado por nubes con las que tiempo atrás hacía dibujos. Le gustaba el
panorama pero sabía que éste no duraría mucho igual, la tierra pronto se
humedecería otra vez, así que prefirió cerrar los ojos.
-
Si miras el viento sabrás cuándo va a llover- recordó
que ella le decía.
-
No puedes observar el viento, es como decir que sabes
qué color tiene el agua.
-
Sí puedes, a través de los objetos. ¿Ves esos sauces
cerca a la quebrada? Se mueven hacia el oriente, las corrientes que van en esa
dirección indica que lloverá.
-
Pero si miras hacia arriba te darás cuenta que está
despejado.
-
No te confíes si no te quieres mojar.
Abrió los ojos al sentir la tierra en
sus manos, la asía con fuerza para que no le escapara, para sentirla a ella a
través del suelo, por eso enterró sus dedos hasta que quedaron húmedos y
negros. De nuevo cerró los ojos, continuaba viendo naranjado.
-
Me gusta caminar descalza, es como si la tierra
hiciera parte de mi piel. A veces siento que mi cuerpo es arcilla. Tal vez allí
queden tus huellas, como quedan las del alfarero incluso después de calcinarla.
-
¿ Y en mis manos qué queda?
- Cierra los ojos…
En un impulso dejó que sus párpados
de abrieran, como si despertara interrumpiendo la fatalidad de un mal sueño,
interrumpiendo ese recuerdo sordo que lo molestaba. Sacó sus manos con
brusquedad para desprenderse de la tierra y en el acto arrancó un diente de
león cuyos pétalos volaron hacia el este. Él se los quedó mirando sin
parpadear, temía oscurecer de nuevo sus pupilas pero lo hizo, todavía tenía el
eco de su voz.
-
Mi nombre es Arizá.
-
¿Arizá?
-
Sí, así me puso mi padre cuando llegó a la ciudad, la
odiaba pero no tenía más opción que abandonar el campo. Sólo se llevó con él un
trozo de vida para poner en el cemento. Era una semilla de la cual crecería un
árbol… como ese de allá ¿lo ves? También se llama Arizá. Él no lo vio crecer.
-
Se te parece un poco, quizás pensó en el color…
- No creo, bueno, no era sólo eso. Apenas ahora lo
comprendo, pero de pequeña él me relataba un cuento que aunque parecía
inventado, para mí era una historia real. Le creía porque se le opacaba la
mirada al contar, como si ya le hubiera pasado.
-
¿Qué decía?
-
Hablaba de aprender el nombre de las cosas, bueno, no
era sólo pronunciar las letras sino aprender todo su sentido pues si lo
conoces, contaba, al nominar algo adquieres poder sobre eso. Creo que se entristecía
porque en el fondo ese conocimiento era destructivo, aunque él no me lo decía.
-
Pero ¿qué puede tener de destructivo un árbol?
-
¿No lo comprendes? Míralo. No, no comprendes…
De pronto de irguió. Miró
instintivamente hacia su derecha, pero de nuevo comprobó que el árbol no estaba
allí. En el suelo ya no se reflejaba la sombra de las hojas, miró hacia arriba
y vio que el cielo tampoco estaba tan azul así que empezó a caminar. Al
abandonar el almendro la tierra comenzó a humedecerse, la gotas también cayeron
en su piel. Aceleró el paso, no tanto por escapar de la lluvia que los vientos
del este habían predicho, sino para alejarse del recuerdo de Arizá, de lo que
había sido Arizá, el Árbol de la cruz, del cual sólo quedaba ese último
elemento, una cruz.
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