22 mar 2012

DESEOS CARNALES

Por: Santiago Pérez

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Llovía, podría asegurarlo, llovía. El cuarto hermético y aislado estaba poseído por el silencio, ¿el silencio? Cómo podía yo saber qué es el silencio, yo, que solo me había atrevido a escuchar la respiración controlada de mi pecho y el ahogado sollozo que emitía con desgana, entonces quise recordar.

No había llorado nunca, mis labios por años, no dejaron escapar una súplica, un gemido, una queja. Era viril, fuerte, mi cabello conservaba aún el rubio encendido, mi piel estaba tersa, mis ojos grises todavía enfocaban a la perfección, podía ver los cabellos cayendo, el sudor saliendo a borbotones por los poros… el miedo reflejado en las pupilas.

Erase una noche tormentosa, sin luna ni estrellas, con el cielo encapotado y un ventarrón que perturbaba mis oídos, erase un silencio solo interrumpido por los estruendos de la naturaleza, erase una playa y un mar turbio que se desdibujaba en el horizonte, erase unas olas, que aporreaban con incomparable ímpetu la blanca arena , igual que un hombre, con la mirada ausente que caminaba entre las inmundicias esparcidas sobre a arena, reflejando en sus ojos grises, tan fríos y duros como el faltante pavimente, solo la luz distante de unos cuantos faroles que alumbraban intermitentemente.

Avancé con paso lento, con el tedio dibujado en mi rostro y la desnudez de mis pies, dejando tras de mis pasos una huella que las olas se encargarían de borrar, recubriendo la gigantesca horma que plantaba en cada movimiento de mis pesadas y atléticas piernas.

Caminé así por varios minutos, viendo como alrededor el ambiente cobraba vida por sí mismo. La arena, que algunos metros atrás estaría cubierta de basura, se veía ahora tersa e higiénica, igual que las enormes formaciones rocosas que también había pasado ya. Las luces de la ciudad aporreaban mis ojos con más fuerza, la civilización estaba cerca, cada vez más. El ruido se hizo más estridente hasta convertirse en un insoportable chirrido. La brisa por su parte se antojaba más pasiva, igual que el mar. Y finalmente, un par de kilómetros más adelante pude escuchar la risa de los niños que correteaban jugando con el ahora tranquilo océano…

Entonces repentinamente sentí una incontrolable aversión al mundo, un odio que por extraño que parezca, hizo que mi cuerpo se viera bañado por el sudor, y que sin razón aparente empezara a salivar sin control.

Aceleré el paso hasta que mi desganado caminar se convirtió en un llamativo correr que solo podía dejar una imagen en todas aquellas personas que se giraban para verme: el pánico.
Pánico, eso pensé aquella vez, ahora sé que solo se trataba de un deseo, un deseo casi biológico que se había instalado en mis entrañas, ese deseo que ni siquiera el blanco condenado que me ha acogido por años, podrá contener. Aquel tóxico deseo, que terminaría por sumergirme en este mar de claro acolchado.

Corrí entonces aquella vez hasta que mi cuerpo dejó de sentir nauseas, tal vez estaba demasiado cansado para padecer tan minúsculo síntoma, o demasiado embriagado, no sé. Mis ojos estaban rojos, por la venas brotadas dentro de ellos, mis músculos estaban contraídos y mi pecho s movía descompensadamente.

Las ramas de los árboles chocaban con la casi inexistente brisa. Miré a ambos lados, todo era verde, parecía haberme adentrado en un bosque. Me dolían los pies, estaba sangrando y dos enormes fragmentos de vidrio atravesaban la planta de mi pie izquierdo… ¡Estaba sangrando¡
Volví a mirar a ambos lados, entonces vi una tenue luz amarilla. Corrí hacia ella y llegué a un pequeño claro, iluminado por tres grandes velones, con el olor de una barra de incienso flotando en el aire y un hombre con largos cabellos sentado en medio de un sinfín de extraños y particulares objetos. El hombre me miró distraído, cerró el libro que tenía en sus manos y sonrío. Hizo un gesto más, como de bienvenida e intentó abrir la boca, para saludarme tal vez, sin embargo, antes de que pudiera articular palabra alguna, sintió el peso de mi cuerpo sobre el suyo y el río de la cuchilla penetrando su abdomen.

El chico gimió levemente y dejó caer su cabeza en mi hombro; pude sentir la sangre tibia resbalándose por mi mano y ver como de sus ojos se escapaba lentamente la vida.
Cuando el hombre se hubo convertido en cadáver, desenterré el cuchillo de su abdomen, corté su cabello, lo peiné, le despoje de sus ropas y con la misma hoja que le habría dado muerte, lo devoré lentamente, saboreando cada tejido de su cuerpo…

Dos días después fui rescatado, con mis piernas a medio comer y el cadáver de mi amigo intacto. Desde ese día me he visto condenado a despertar y ver solamente el infinito blanco acolchado del hospital psiquiátrico… Supongo que devoré mis propias piernas porque en definitiva tenían mejor sabor que las de él.

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