Por: Daniel Bustamante
Serie: Cromos Chocolatinas Jet
Un eco que se
dispersa en lo más profundo sin miedo a perderse. Las ondas alteran la calma
presente en la profundidad. El sonido se desprende del cuerpo de la ballena y
viaja más rápido que esta. Se parece a un grito desesperado, de lo más profundo
del ser, pidiendo ser escuchado. Es cualidad exclusiva de los machos cantar.
Dicen que cantar alegra el alma, sin embargo, este parece un ronco quejido.
Yergue un poco la
cabeza, se enfila hacia la superficie atravesando con su cuerpo el techo marino
y hace una acrobacia. ¡Splash! Muere así un poco de tiempo, se acorta la
espera. Regresa a la profundidad donde nada le espera. Inicia su nado, casi sin
inmutarse, como quien no quiere la cosa. Prepara su canto. ¿Qué puede querer
una mole de 15 metros de largo y 36 mil kilogramos al cantar? Posee un registro
bajo, tenue como un susurro a las cinco de la mañana, que se expande unos 20
minutos por el mar. Aquella canción surca el océano y llega hasta otra ballena.
Como dos grandes islas sumergidas en el mar, hallan en la canción la forma de
comunicarse. Con frases largas, desgarradoras, se buscan. Se parecen a las
canciones que se escapan de un bar y van a dar al oído del transeúnte que
pasaba despreocupado. Una vez percibida la melodía, el cuerpo tiene la
irremediable tendencia de caminar hacia el abismo. Puede que ello sea un
remanente de una vieja capacidad auditiva parecida a la de muchos animales.
Las canciones se
repiten durante horas. Dulce condena el oír y no ver lo que se busca. El
desconcierto es mayor si la única voz que se oye es la propia y el paisaje se
mantiene inalterable. Agua, burbujas, aletas moviéndose y un ocasional pez.
Nada cambia, ningúna respuesta llega.
De repente algo le
envuelve, un sonido estremecedor. Es la primera vez que escucha aquel
canto. Un toque de esperanza, la vida
luchando por imponerse a toda costa. Sabe que una hembra le llama para hacerle
suya en esta hermosa tarde de verano. Una, dos, tres voces le llegan de lejos.
Sabe que no está solo en su búsqueda. Se apura y grita esperando esa onda que
le permita ubicar a la hembra. Pasan los minutos sin respuesta y no tarda en
impacientarse. Comienzan a llegar ruidos de todas direcciones: ballenas, olas y
barcos. Lo que hasta hace poco era calmo lecho azul, ahora le resultaba igual
de despreciable que una caza infructífera. Muchos sonidos que identificar.
Detiene el nado y trata de descifrar el sonido, llegar a la fuente primaria y
percibir hasta el ruido de una hoja al caer.
La vida es decisiones,
es cierto, y hay que respetar todas y
cada una de ellas. La ballena no vaciló al tomar la ruta al sur. Los machos
compiten por una hembra, solo una, que está dispuesta a continuar el ciclo de
la vida. La monogamia consiste en demostrarle al otro que se es más fuerte,
inteligente, astuto y capaz que los otros. El tener una pareja en lugar de dos
o tres es una elección en la que predomina la conveniencia.
Ya no canta, guarda
oxígeno y energías para la carrera. Los ruidos no se van, pero opta por
ignorarles. Se hace más patente la cercanía al objeto deseado. Cerca, muy
cerca. Sin embargo se siente cansado y no sabe por qué. En su afán no ha
sentido el arpón clavado en el lomo. El agua adquiere un tinte parecido al del
atardecer y su sabor le es familiar. Cuanto quisiera tener ahora las energías
para saltar y despedirse del cálido sol para caer de nuevo al lecho marino del
que no volvería a salir. ¿Acaso era esta la última canción de la ballena? La
canción que hace poco entonó aún continuaba viajando ¿Por cuánto tiempo
perduraría? ¿Cuál sería su alcance?
La hembra recién
fecundada calla, el macho satisfecho silencia, la manada se marcha.
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