Por: Andrés Ricardo Pérez R.
Serie: Cromo Chocolatinas Jet
María se distraía mirando por la ventana. Había despertado hace
poco y lo único que podía recordar era aquel sueño recurrente que involucraba
alas. Dedicó una última mirada al cielo, dio media vuelta y se encomendó a la
humeante taza de café que reposaba en la repisa.
La habitación brillaba naranja en
la tarde, menguando a rosa con el caer de la noche. En el horizonte se
perfilaba un lucero austero. La taza a la mitad, el cabello desordenado, la
ropa interior vieja y una pequeña brisa que alivió el ambiente enrarecido del
interior al abrir la ventana.
Escucho un portazo, pasos pesados
castigando las escaleras de madera del recibidor. Ya era hora. Revisó
mentalmente el plan, el éxito o el fracaso se merecen a los pequeños detalles.
El marido abre ruidosamente la
puerta, descarga en cualquier parte su portafolios. Apenas dedica una mirada a
su mujer. Ojalá estuviese lo suficientemente agotado para no desearla o
castigarla, al menos no en la primera fase, el plan dependía de ello.
La mujer apenas se mueve de su
nido escarlata; un montón de sillones y sábanas aterciopeladas, formando una
especie de crisálida a su alrededor. Esperaba no captar aún la mirada del
cazador. Hizo su respiración casi inaudible para evitar la atención del
depredador. Silencio.
El marido sirve medio vaso de
whisky, apenas la medida de una falange. Esta medida, por regla general, irá
ascendiendo con el transcurrir de las horas. María lo observa desde su
crisálida de sábanas. Otra vez silencio, acompañado por un leve asentimiento de
reconocimiento.
-¿Qué tal?
-Todo bien.
-¿Llamó mi madre?
-No.
-¿Estás segura?
-Completamente.
Respiro, expectativa. Él, a veces,
como los perros, dicen que puede oler el miedo. Quietud.
-¿Compraste whisky?
-Sí, la botella sin desempacar
esta sobre la barra. Dijo mientras señalaba un un leve movimiento de labios.
-Tengo algo para vos, espérame.
-¿y eso?
-¿No me dirás que no te acordás de
nuestro aniversario?
-Ahhh ya...
Se levantó de la barra y revisó el
bolsillo exterior de su portafolios. Sacó una pequeña caja envuelta en papel de
regalo. Sorpresa, sospecha, incredulidad ¿Me habrá descubierto? No, era
improbable.
Pensó un momento en el empaque.
Esmerado y bonito, casi de buen gusto. Ella, mejor que nadie, sabía que los
peores horrores vienen hermosamente empacados, como él.
Le entregó el pequeño paquete
tratando de esbozar una sonrisa. El teatro le quedó grande, y decidió
refugiarse de nuevo en la barra, mientras la veía desempacar el obsequio.
Mientras María le quitaba con un
cuidado especial las cintas al papel de regalo, procurando no estropearlo, él
se sirvió otra media falange del licor recién destapado.
-¿Querés un poquito?
-Bueno.
-¿Doble o sencillo?
-Hoy podría tomarme dos.
-¿En las rocas?
-Por supuesto.
La miró nuevamente. Un pequeño
escalofrío que ella no supo identificar como miedo o placer le recorrió la
espalda. Mirándolo bien, hace mucho tiempo no la miraba de ese modo. ¿Qué
carajos está pasando?
-Abrilo.
-Ya voy.
Terminó con algo de prisa de
despegar las cintas. El papel apenas se rasgó un milímetro. La situación le
parecía muy extraña. Estaba cortés, exageradamente cortés. ¡Maldito, mil veces
maldito! Aquella noche, por sobre todas las otras, necesitaba odiarlo, al menos
lo suficiente.
En el interior del paquete había
una pequeña caja de vidrio, sostenida entre dos cristales reposaba una mariposa
carmín.
-Cosmosoma Myradona. Feliz
aniversario.
Observó el regalo. ¿Sospecharía
algo? No era posible. En realidad era un regalo común entre ellos. Todos los
años se reglaban mariposas muertas, bellos cadáveres de exhibición.
Se dirigió a la pared en donde
reposaba la colección de alas coloridas, naturalezas muertas, una por cada año.
La colgó al lado de la del año anterior. Todavía recordaba aquella golpiza.
Regresó a su nido de cojines
carmesí y de un solo trago se aventó todo el whisky. Era necesario para el
desarrollo del plan. Antes de volver, él intentó tocarla.
-Todavía no.
Volvió su vista hacia la ventana.
Esperó violencia. Como nada ocurrió, encendió un cigarro. Esperaba la segunda
reacción de él, lo que seguía al negado intentó de tocarla. Sin embargo,
parecía esperar, ninguno anticipaba movimiento.
Ya fuera por el licor o el deseo
que le despertaba ella en ropa interior, él tomó la iniciativa y se aproximó a
la crisálida y a su presa.
Sudaba frío. Esperaba que no lo
suficiente para estropear sus planes. Su piel están perfectamente untada. Había
controlado que la poca luz en la habitación no delatará un brillo poco común en
su superficie. Le sonrió mientras le liberaba las tiras del brasier con una
delicadeza desconocida.
La aproximo hacia sí mismo con
dulzura. Tomo sus caderas, acarició sus senos. Besó cada rincón de su cuerpo
amoratado, como quien reconoce en un lienzo la obra de su autoría. La lamió, la
besó, la mordió. Sus besos tenían un profundo sabor a whisky mientras jugaba
con su lengua. Ella se dejaba llevar, dócil, como las mariposas que parecían
observar desde la vitrina de trofeos. Los de él, claro.
María sólo esperaba que los
sentidos embotados de licor de su marido, y las esencias que emanaban de algún
pebetero oculto, disimularán el sabor amargo que exhumaba su cuerpo
embadurnado. Gozo, placer. Dejarse llevar.
En su crisálida escarlata María
bebía un nuevo trago de whisky. Media falange, como le había enseñado él. A su
lado una especie de caparazón inmóvil parecía abandonado por la exigua luz de
cuarto. La estratagema había sido todo un éxito.
La había lamido, mordido, probado,
degustado, sin saber que antes, como la Cosmosoma, se había embadurnado con
veneno antes del encuentro con el macho, con el torturador. Ahora él, el
victimario, el odiado, el amado, reposaba, seco y exánime, como los restos
inútiles de una crisálida. Aquella noche, con alas nuevas, ella podía emprender
el vuelo de una nueva vida.
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