9 mar 2014

DE LA EXISTENCIA DEL NUDIBRANQUIO VENENOSO

Por: Laura Bayer Yepes
Serie: Cromo Chocolatinas Jet


Glaucus era un ser de gran talento, prolijo y siempre olía a yerba buena. Hacía destellar las aguas del Mediterráneo en los días soleados, pues le servía de espejo para acomodar sus risos dorados con parsimonia sobre su cabeza. Peinarse era lo único que disfrutaba hacer, aunque la mayoría del tiempo se aburría pronto y armaba revuelo en las aguas del Mar Rojo, el que de todos no podía usar para mirarse.
Amaba tocar su cabello, pero odiaba verse y saberse rubio, ojiazul, ario, tan común y bello como los demás dioses, creado para personificar la paz y la justicia. Eso sí, le encantaba alimentarse de estos dos principios desde su fuente primaria: a medio día visitaba a Diana y bebía de su seno, no sin antes acariciarlo con la misma parsimonia que lo hacía con su cabello; en la noche, después de ponerse las pléyades, coitaba con Minerva y se sentía un poco más sabio hasta que Aurora hacía sonar con sus nudillos rosados la puerta de su dormitorio.

Siempre se levantaba a gatas, ebrio de tanta trascendencia. Para recuperar su frivolidad, vomitaba hasta el cansancio en el Mar Azul, que al final los seres humanos se acostumbraron a llamarle Mar Negro debido a la frecuencia de esta práctica.

Al enterarse, Júpiter decretó para Glaucus un castigo tan común como su apariencia: exiliado en tierras africanas, el Risos de Oro debería alimentar a los seres humanos vomitándoles encima la paz y la justicia que tanto le gustaba desperdiciar sobre la faz de la tierra.

Pero pronto los seres humanos se vieron llenos de una bilis negra que les tiñó la piel, que Glaucus se esforzó en fabricar para que Júpiter se percatara de su terrible equivocación al condenarlo a vomitar eternamente. Sin embargo, la raza negra no logró inmutar al dios del rayo.

Así que Glaucus solo estuvo dispuesto a dejar su pereza y frivolidad a un lado para cocinar y consumir con esmero más males para vomitar, y cubrir la humanidad con ellos. Así, llegaron a la Tierra el hambre, la peste negra y el guayabo como representación de la noble labor del dios durante todos estos años.

Entonces Júpiter comprendió que un ser que vomitara por fastidiar, tenía que dejar de pensar para para no ser malvado, y su cuerpo debía absorber todo aquello que sus labios tocaran, para no contaminar al mundo con sus grotescos fluidos residuales.


Lo redujo entonces a la condición de animal no pensante, convirtiéndolo en una babosa marina que se alimentara de los restos de petróleo que los barcos dejaran a su paso por el océano atlántico. Conforme fue inmune a consumir tal porquería, su especie se propagó, hasta dotar la estela del barco con colores azules y plateados, que hoy se confunden con los rayos del sol y se parecen a lo que en algún tiempo fueron sus cabellos dorados.

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