Por: Andrés Ricardo Pérez R.
Serie: Cuerpo
Hilda
Faltaban pocos minutos para las primeras luces del día. Las ropas yacían
tendidas en el suelo de la habitación; brasieres, bragas, vestidos, tacones,
pantimedias. desde la puerta podían verse dos figuras abrazadas que se
reflejaban en el gran espejo de piso que reposaba junto la tocador. La luz,
difusa, avara, imperceptible, apenas reflejaba las formas de unos cuerpos.
Cuerpos y oscuridad. Nada más.
Las figuras yacentes reposaban en un silencio contemplativo, apenas se
podía decir que hablaban. Hablaban, si, en un diálogo entre manos y piel, yemas
rozando la dermis sonrosada de los pezones, reconociendo las capas ásperas de
las axilas, la suavidad sedosa de la ingle. La calidez acogedora del vientre.
Los dedos exploraban, reconocían, buscaban, encontraban.
La oscuridad tomaba formas y relieves bajo los dedos de Hilda. Mejillas,
labios, nariz, cuello, clavículas, senos,
vientre, vagina, piernas, pies. Armaba a su antojo seres amados en la
oscuridad, como juntando las piezas de rompecabezas distintos. Todos los
rompecabezas de su deseo confluían en la misma persona. Omara.
Le habló con ternura a su joven amante
-¿Dormis?
-umjum-
Parecía dormir profundamente en aquel sueño que sobreviene luego de
amar. Se dejaba manosear con sumisión. La edad viene con algo de experiencia.
La madurez enseña, entre otras cosas, qué puntos del cuerpo agradecen una
caricia. Hilda se apoyó un poco sobre su brazo derecho. Sus senos se rozaron
con suavidad. Miró la silueta sombreada del otro seno de la joven sombre las
sábanas.
-¿Querés que te traiga algo?-
-hmm hmm-
Beso con suavidad los labios de Omara. Recibió el amago perezoso de un
beso como respuesta. Un beso tal vez destinado a otro en algún sueño aleatorio.
Se levantó con suavidad para no molestarla.
Se sentó en una mecedora privilegiada en panorámica de la amante. Podía percibir como la respiración inflaba
levemente su pecho. El cabello se extendía, espléndido y desordenado sobre las
almohadas de plumas. Cerró sus ojos y repasó cada rincón del cuerpo de Omara en
su mente; pies, piernas, vagina, vientre, senos, hombros, brazos, manos,
cuello, mentón, labios, mejillas, nariz, ojos, frente. Se detuvo un tiempo en
recordar su cabello abundante regado en la almohada como una cascada de rizos
castaños. Satisfecha, se dirigió a la cocina a servir un poco de café.
Omara
Las primeras luces del día se colaron por el tejido de la cortina, dando
una tonalidad azulada a la habitación. Al abrir los ojos le costó un poco
recordar en donde estaba. Se percató de su desnudez. Con un rezago inconsciente
de pudor se cubríó con una sábana.
Reconoció la habitación en el reflejo del espejo. Algún tacón que no era
suyo asomaba desde debajo de la cama. Busco sus bluyines entre las ropas
mezcladas y saco de los bolsillos un cigarro. No se molestó en levantarse de la
cama.
Escuchó sonidos en la cocina. Pensó en lo que había pasado la noche
anterior. Una mezcla de vergüenza y un placer largamente esperado y finalmente
consumado se atropellaban en su cabeza. Tenía ganas de bajar, pero la pena le
impedía enfrentar la mirada de su amante. Que raro sonaba eso referido a una
mujer. Cuando sus pies tocaron el piso
de madera de la mansarda. Alguien llamó desde la cocina.
-¿Ya te despertaste?-
-Ajá-
-¿Querés café?
Se demoró un poco para responder. La voz de Hilda volvió a preguntar
desde la cocina.
-¿Omara?
-Si.
-¿Estás bien?
-Sí, ya voy.
Pensó en vestirse. Buscó entre las prendas mezcladas la camiseta.
Encontró dos medias dispares, busco el par por toda la habitación. Arrojaba
cada prenda sobre la cama. Sus carreras sobre el piso de madera resonaban en la
primera planta..
-Querida, ya está el café. ¿Por qué tanto ruido allá arriba?
-No te preocupes, ya bajo-
Sentía el pulso acelerarse. Se acordaba como se había entregado, como se
había dejado manosear, como había accedido a entregar cada espacio de su cuerpo
para ser explorado, tocado, buscado, rozado, lamido por manos expertas. Los
pensamientos le dieron un agradable vacío en el estómago, parecido a aquello
que se siente en la pendiente de una montaña rusa.
-¿Te subo el café? Se va a enfriar.
-No, no subás, ya bajo.
-No hay problema, yo te lo puedo subir-
-No qué pena, ya voy.
No tuvo tiempo de ponerse sino la ropa interior. Pero la perspectiva de
hacerla subir le daba más vergüenza que bajar sólo en bragas y brasieres. La
escalera crujía suavemente ante la liviandad de Omaira.
En la cocina estaba Hilda. Sobre la barra que separa el comedor humeaban
dos tazas de café. Hilda leía la prensa con el torso desnudo. Sus senos caían
con cierta gracia sobre sus costillas.
No pudo evitar admirarla un momento mientras permanecía en el rellano de
la puerta. No estaba mal para una cincuentona.
Hilda no había notado su presencia. La llamó de nuevo. Cuando bajó el
periódico y se levantó de la butaca para ir en su búsqueda, la encontró parada
en la puerta, observándola en silencio. No pudieron evitar una sonrisa
cómplice..
-¿Dormiste bien?
-Sí-
-Agarrá el café que se te enfría.-
-Gracias-
-No hay de que, querida-
Tomó la taza con cuidado de no quemarse lo dedos. No obstante bebió con
tanta prisa, que se quemó un poco la lengua. Hilda le sonreía.
-Hermoso día-
-Umjum.
Hilda la examinaba con curiosidad. Omara trataba de ocultar, sin mucho
éxito, su bochorno. Sus blancas mejillas la delataron sonrojándose.
-¿Estas algo inquieta?
-Mmm, no...¿Por qué lo dices?
-No hablas mucho.
-Me quemé con el café-
Hilda le dedicó una mirada condescendiente. Omara supo que no podría
tener secretos para ella.
-Es que anoche...
-¿Te disgusto algo?
-Para nada. Es sólo qué nunca lo
había hecho, ya sabes...con una mujer.-
Hilda le sonrió. Se acercó y le acarició el rostro.
-No te angusties, querida. Vas a ver que con el tiempo se vuelve algo
normal, como cambiar de pantimedias.
-Está bien.
Omara se relajó. se liberó las tiras del brasier. Dejó caer la última
barrera de pudor con las copas blancas de encaje. Sonrió y le devolvió la
caricia. Luego dejó la tasa sobre el mesón y puso tema de conversación,
mientras ojeaba la primera plana que había dejado su compañera sobre la barra.
Charlaron toda la mañana mientras Hilda lavaba la vajilla. Con lo senos y las conciencias descubiertas,
hablaron como viejas amigas. Nada mal. Después de todo no todos los días te
acuestas con tu maestra de literatura inglesa.
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