12 mar 2014

UN ENCUENTRO

Por: Camilo Londoño

Serie: Cuerpo


Iba vestido de un azul oscuro, un color opaco y crudo, casi un overol de obrero en turno de domingo. El buzo y el pantalón monocromáticos  parecían una sola prenda. Cuando el vidrio del bus le dio reflejo a su rostro se sintió como un cursi poema: “y entonces el celeste del cielo se confundió con el mar”.

No podía arreglarlo. Tres de la tarde. 

Jairo, Jota, su amigo, el muerto, se estaría descomponiendo mientras él pensaba en la mejor ropa que podía llevar a un velorio. Aunque era cierto, su cita no era con Jota. Ninguno de los dos había creído en el alma y mucho menos en la muerte; lo que lo esperaba era tan sólo eso: el cuerpo. El cuerpo sudoroso, bañado, agasajado, estirado, moribundo, petrificado, exaltado, muerto, agrio, frío, tibio, cercano, triste, ajeno, en llanto, vacío. El cuerpo de Jairo y los dedos extrañamente redondeados por las uñas, con los nudillos lisos y los huesos gordos, pesados. Ahí la espalda y esa cicatriz cerca de la nuca, como mirando sobre sí, hacia la carne. 

-Es de una cirugía.

-¿Hace mucho?

-De niño. No nos conocíamos. 

Eso es lo que iba a ver. El cuerpo de su amigo, Jairo, su hermano casi amante. Las rodillas negras, los hombros en triángulo, la barriga escondida para adentro, los ojos para adentro, tranquilos, pesados, muertos sobre su cuerpo. 

Eran la tres de la tarde. Jairo Fernández. Sala 6. 

 Esculcó el cementerio con la mirada y empezó a buscar el lugar. Las escalas eran de un amarillo ámbar y las paredes blancas casi grises como huesos en formol. De tanto en tanto, entre las puertas o por los pasillos, pasaban manchas negras de gente; y a veces, por error, alguna mujer anciana se movía con una camisa ancha y florida rompiendo el ritmo solemne de los cuartos de velación. 

Sala 6. 

A pesar de de ser un espacio pequeño, creyó que en ese cuarto se encontraban todas las personas con las que un ser humano se puede cruzar en la vida. Desconocía lo popular que llegaría a ser la muerte de su amigo. Se asombró. Respiró con espantosa esperanza y se zambulló entre la masa como un pequeño cuerpo inmerso en otro más grande. Al llegar al ataúd observó que la ventanita que revela la cara ante un vidrio, estaba cerrada. Intentó abrirla pero no pudo. Del tumulto estallaron voces y llantos con sensación a chisme. Las señoras empezaron los rezos confundiéndolas con anécdotas que no correspondían al novenario.    

-¡Pobre Jairito, cómo quedó de desfigurado!

-¡Ay mija, es que ahora no respetan ni la muerte!

-¡Qué pesar de ese muchacho, con el cuerpo tan bonito que tenía!

Trató de buscar un silencio y se dio cuenta de que no sabía cómo fue la muerte de Jota. Una amiga en común había dejado un mensaje en la contestadora después de llamar un par de veces la noche anterior, y ahora él estaba ahí, vestido con un mal color azul, mirando una caja sin saber por qué. 

“Dos cuchilladas en la nuca para volverle a abrir la cicatriz”. “A él lo torturaron agarrándole el pene con pinzas eléctricas”. “Después de robarle y golpearlo, le metieron un revolver en el culo y al disparar, las tripas se expulsaron por el ombligo”. “¡Para que aprenda por…!” Tendría el ano caliente. 

Rozó el cajón con los dedos y desarmó cualquier imagen que sentía sobre los párpados. Sabía que el cuerpo de Jairo estaba ahí y aunque de él sí recordaba cierto calor en la piel, al tocar la madera sentía un cuerpo frío, ni si quiera tibio, frío como una nube de lluvia o un dulce en el refrigerador.

Un grito sin palabras secó el barullo del salón. La madre, como sostenida por el aire, caminó hacia el féretro mientras la habitación se vaciaba. Él también se movió. Ella gritaba como una fruta que de podrida empieza a destilar jugos amargos. No hubiese imaginado que la madre de Jota  sería así, para él, aquella máquina de gritos debía ser una señora más alta, más gorda y con menos llanto sobre la lengua. No importaba. Él también le había mentido a Jairo sobre sus padres. 

-Viven en el Caribe. Por eso nunca están en la ciudad. 

Sin embargo, aquella mujer resultaba siendo lo más familiar que había visto desde que ingresó al cementerio. La amiga que por teléfono había prometido un abrazo de consuelo, no estaba; dos o tres compañeros que pensaba encontrarse, tampoco; y el cuerpo, lo único conocido y memorizado para él, lo que motivaba aquella cita, parecía no estar ahí. “Desafortunado encuentro”, pensó, y reafirmo su idea de no creer en la muerte, al menos en los rituales mortuorios. 

Salió a buscar un café y al regresar leyó en la cartelera que se estiraba sobre la puerta del velatorio: “Jairo Hernández. Sala 6”.

Repasó las letras. 

Jairo Hernández. Fernández. Hernández. Jairo. Jota. Juego. Jugo. Muerte. Coja. Ardor. Sudor.  Amor. Canción. Soledad. Calle. Amor. Aquí huele a gamín. ¿Quieres caminar? Sigamos por aquí. Me duele. Tengo sueño. Vamos a comer. Esta noche no puedo. La otra semana puede ser. 

Quiso bostezar, pero pensó en Jairo y se le cerró la boca con un suspiro. Volvió a repasar la escena de muerte que tenía en frente y se quitó el buzo azul para destapar la imagen de una caricatura fluorescente que se estallaba sobre una camiseta blanca. 

No intentó buscar una nueva sala de velación, ni trató de redimir su deuda con el cuerpo. Salió del cementerio con el suéter sobre los hombros, sintiendo las mangas vacías rebotándole en la espalda. Caminó hasta el siguiente parque, donde se sentó a esperar que el sol, cansado del día, se hiciera azul.         

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