12 mar 2014

ANATOMÍA ARTÍSTICA

Por: Carolina Campuzano

Serie: Cuerpo



Delante de una hilera de sillas ocupadas, hablaba un hombre con una bata blanca un poco curtida y manchada. Hablaba de hacer un círculo perfecto, a pesar de tener un pulso torpe, de atravesarlo con una línea recta para representar una columna y luego sobreponerle unas cuantas rayas horizontales para simular las vértebras; de abrir bien los ojos para distinguir las sombras y hendijas que delinean la piel para luego… ¿Luego qué? Nada, pensaba Oriana.

No le bastaba escuchar a un maestro de dibujo que hablaba más como un anatomista que como un artista. Él se refería al cuerpo como si solo fuera un plano con divisiones geométricas y con eso intentaba darle una tercera dimensión. Oriana había visto cuerpos que escapaban a las proporciones milimétricas de las que hablaba Durero y que desafiaban el lugar privilegiado de las formas exactas impuestas en el Renacimiento. 

Oriana desde la última silla de la hilera iba frunciendo el ceño mientras escuchaba los argumentos del maestro, les restaba atención porque para ella esa anatomía a la que él se refería no derivaba de una voluntad objetiva sino del contacto con todo lo que envolvía al hombre. Por eso no se atrevía a mover el lápiz como él lo indicaba, no quería contaminar el lienzo con fórmulas científicas que querían descubrir una belleza ideal. 

Empezaba a odiarlo, odiaba la simetría de sus trazos, su discurso lineal y lógico, sí, él seguía una lógica y Oriana creía que el arte no la necesitaba. Entonces cerró los ojos y comenzó a sentir cómo su frente se arrugaba y el enojo salpicaba  su frente; pensaba cómo se vería su cara en ese momento y cómo una fórmula como la que describía ese hombre podría plasmar todas sus sensaciones. 

Con los párpados todavía abajo y sin mover aún el pincel, escuchaba a sus compañeros golpeando al lienzo con sus trazos y con reglas con las que se medía cada rayón, oía también los comentarios afirmativos del profesor al pasar por cada trabajo; luego percibió tras ella una respiración calmada. Abrió los ojos, se volteó  y con la mirada encendida comprobó que a sus espaldas estaba el maestro, observando a la vez su cuerpo inmóvil y el papel en blanco. No le dijo nada, él mantenía sus pupilas inexpresivas mientras que en sus labios sólo se percibía una línea recta.

Cuando terminó la cuarta hora de su primera clase, Oriana cogió su mochila, guardó el lápiz con la punta intacta y se dispuso a salir con el resto de sus compañeros; corrió el taburete y se dirigió de última hacia la puerta pero alguien la tomó con brusquedad por la muñeca y la separó de la salida. 

Era él, tenía la misma mirada de hacía un momento, pero esa vez no conservó al silencio. 

- Siéntate- le dijo. Hasta que no vea algo en ese lienzo no te dejaré salir. 

Ella no le respondió, no porque no tuviera nada que decirle sino porque esa orden la había dejado perpleja, entonces ambos se miraron con distinta mirada, ella con odio y él con tranquilidad. Pasó un tiempo incontable en la profundidad de los ojos que se reflejaban mutuamente. 

Oriana bajó la mirada y empezó a hablar despacio para que no se percibiera el temblor que la recorría en ese momento.

- No… no… No voy a dibujar la simetría de un cuerpo que no la tiene, ni reproducir en el papel una figura como un maniquí. No me convencen las obras médicas hechas a lápiz cuando no he sentido la carne que las cubre ni he visto la piel erizada sobre los huesos.

Su voz subió de tono y continuó con más firmeza, casi como si gritara.

- No puedo mentirme a mí misma y dibujar lo que no conozco ni apropiarme de la estructura que sostiene a otro siguiendo una simetría que nada tiene que ver con sus proporciones. ¿Cómo plasmar un esqueleto sin sensaciones? No las tengo. 

Hizo una pausa para tomar aliento, sus palabras se transformaron en la resonancia de sus actos; dejó fluir por su garganta las letras que harían eco en el otro cuerpo. 

Deslizar las palmas por el rostro hasta percibir la profundidad de las cuencas.
Pasar los dedos por la humedad de los labios  y poner otros sobre ellos.
Juntar los torsos y ver la distancia que se crea entre los pechos.
Deslizar las yemas por cada vértebra hasta sentir cómo se estremecen en la superficie.
Desnudar al cuerpo de su envoltura para imaginarlo completo.
Apoyar las manos en el costado izquierdo y comprobar que el cuerpo a dibujar no es inerte ni inerme. 

No hace falta decirlo cuando se siente. De nuevo las miradas estaban fijas. Ahora la anatomía soportaba toda su sensibilidad. El lienzo ya no estaba en blanco. 

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