Por: Hebert Rodríguez
Serie: Sandía Santa
Sirvió algo de café y se sentó frente al
ordenador. Era un jueves frío de marzo. Solo, refugiado en la oscuridad de su
cuarto, decidió escribir. Digitó un poco para soltar la mano. Pensaba ¿Qué
escribir? Esa pregunta le venía siempre, como una angustia que poco a poco se
sanaba con la aparición de las palabras. El cuarto, una penumbra, se iluminaba
apenas por el resplandor de la página en blanco. Borró el párrafo escrito e
inició de nuevo.
Adán Pérez se encontraba dormido en un
rincón de la cama. A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva
Domínguez. Fue el principio. Nombró los personajes. Adán y Eva eran ellos. Un
par de sujetos lanzados a un cuarto oscuro. Desconocidos, dormían juntos. El
escritor, guiado por un impulso ajeno, escribía. El cuarto, lo envolvía un
vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos para
percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una
textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese
cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo. Palpó algo blando y liso, le recordó a
una fruta; Eva gritó. Sobresaltada, absorta en las tinieblas, preguntó: ¿Dónde
estoy? Se detuvo. Leyó de nuevo los dos párrafos escritos; sonrió. Giró un poco
el cuello para liberar el peso, chasqueó los dedos, continuó. Encendió la luz;
les permitió ver. La luz que ocupó el cuarto los cegó de nuevo. Desesperados,
hurgaban el aire; se encontraron. La ceguera blanca disminuía y en el plano,
aparecían algunas formas coloridas, cubiertas de una textura ámbar que provenía
de una bombilla suspendida en el techo. Se miraron y extrañados, buscaban algo,
una seña, un signo que les permitiera comprender ese vacío. No se repararon.
Poco importaba en ese momento el cuerpo: eran una duda. A su alrededor, una
nevera pequeña, un baño y un televisor. La nevera contenía algunas golosinas y
refrescos; el baño era de baldosa pálida, un azul celeste y entre las uniones,
moho, cabellos y distintos cúmulos de partículas mugrientas. En la cama, una
sábana y al lado de la cama, un par de mesitas de noche con un teléfono, un
directorio, un almanaque, una botella de ron con residuos, dos vasos, y un
libro negro. Un libro, pensó el escritor. Sorbió café. ¿Para qué les he dejado
el libro? Se pasó la mano por el rostro para retirar la pesadez de los ojos. De
nuevo algo de café, otro chasquido, el teclado… ¿Cómo te llamas? Eva Domínguez.
Adán, Adán Pérez, le respondió él. ¿Qué hacemos aquí? Al parecer, dormíamos. No
recuerdo nada. Me duele la cabeza. Eva levantó un vaso. El olor le trajo un
rastro de algo en su memoria, pero se esfumo de nuevo con el aturdimiento.
Edén, hotel Edén, leyó adán en el almanaque. Kilómetro dos, vía Amagá, aquí
dice, ¿sabés dónde estamos? Eva desaprobó con la cabeza, se veía angustiada.
Adán revisó las indicaciones escritas sobre el teléfono. Recepción: marque
cero. Restaurante: marque tres. Taxi: marque cuatro. Oprimió el cero. La línea
estaba muerta. No responden, le dijo a Eva. Ambos se miraban angustiados. Se
paró de su asiento; el café que bebía se había terminado. Preparó un poco,
aflojó el cuerpo y se sentó de nuevo. Había creado a Adán y Eva; mujer y hombre
por igual. En una ráfaga de necesaria actividad creadora, les había dotado de
un espacio, de alimentos y había resuelto que ellos, un par de desorientados,
convivieran juntos en ese cuarto del hotel Edén. Se fijó en el libro, y sobre
el libro, apareció una nota. No leer. Eva, temerosa, le sugirió a Adán dejar el
libro cerrado; el accedió. ¿Quieres un refresco? Una Coca-Cola está bien. Se
acostaron en la cama. Adán miraban al techo en silencio; Eva succionaba la
bebida y miraba el cuarto. ¿Cómo llegamos aquí? ¿De dónde te conozco? ¡No
entiendo nada! ¡Nada!, dijo Eva y se echó a llorar. Adán sintió un impulso a
abrazarla, a calmarle el llanto. No tenía palabras, ¿qué podía decir? Poco a
poco Eva mermó el llanto; gimoteaba agotada. Apagó la luz. ¿Era de día o de noche? No lo sabían.
Encerrados en el cuarto, se desconocían. Decidió incitarlos, quería emoción.
Sembró en Adán otra duda: debía leerlo. Encendió la luz del cuarto y miró hacia
la mesa. ¿Qué pensás hacer? Leerlo. Dice bien: no leer ¿Estás loco? Me desperté
en la oscuridad absoluta, ciego, temeroso de eso otro que latía a mi lado.
Luego, vos igual. No recuerdo nada y vos tampoco ¿aun así insistís en que no lo
haga? ¿Que no lo lea? Eva lo miró temerosa, pero la inquietud le cocía las
tripas. Abrió el libro. Se detuvo. El café se agotaba y el cuarto, aún oscuro,
le lastimaba los ojos. Sintió sueño. ¿Dejaría la escritura de su libro para
luego? Leyó de nuevo. Adán Pérez se encontraba dormido en un rincón de la cama.
A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva Domínguez. El cuarto, lo
envolvía un vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos
para percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una
textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese
cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo…
Eva gritó. ¿Dónde estamos? Miró su cuerpo
desnudo y lo cubrió con la sábana. La duda era mayor. Adán Pérez y Eva
Domínguez, un par de desconocidos, aparecieron desnudos en un cuarto de
hotel. La resaca les impedía saberlo.
Leían un libro. De nuevo el sopor, la ausencia de café, la oscuridad. Se echó a
dormir.
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