6 may 2014

EL CUARTO



Por: Hebert Rodríguez
Serie: Sandía Santa

 Sirvió algo de café y se sentó frente al ordenador. Era un jueves frío de marzo. Solo, refugiado en la oscuridad de su cuarto, decidió escribir. Digitó un poco para soltar la mano. Pensaba ¿Qué escribir? Esa pregunta le venía siempre, como una angustia que poco a poco se sanaba con la aparición de las palabras. El cuarto, una penumbra, se iluminaba apenas por el resplandor de la página en blanco. Borró el párrafo escrito e inició de nuevo.

Adán Pérez se encontraba dormido en un rincón de la cama. A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva Domínguez. Fue el principio. Nombró los personajes. Adán y Eva eran ellos. Un par de sujetos lanzados a un cuarto oscuro. Desconocidos, dormían juntos. El escritor, guiado por un impulso ajeno, escribía. El cuarto, lo envolvía un vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos para percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo. Palpó algo blando y liso, le recordó a una fruta; Eva gritó. Sobresaltada, absorta en las tinieblas, preguntó: ¿Dónde estoy? Se detuvo. Leyó de nuevo los dos párrafos escritos; sonrió. Giró un poco el cuello para liberar el peso, chasqueó los dedos, continuó. Encendió la luz; les permitió ver. La luz que ocupó el cuarto los cegó de nuevo. Desesperados, hurgaban el aire; se encontraron. La ceguera blanca disminuía y en el plano, aparecían algunas formas coloridas, cubiertas de una textura ámbar que provenía de una bombilla suspendida en el techo. Se miraron y extrañados, buscaban algo, una seña, un signo que les permitiera comprender ese vacío. No se repararon. Poco importaba en ese momento el cuerpo: eran una duda. A su alrededor, una nevera pequeña, un baño y un televisor. La nevera contenía algunas golosinas y refrescos; el baño era de baldosa pálida, un azul celeste y entre las uniones, moho, cabellos y distintos cúmulos de partículas mugrientas. En la cama, una sábana y al lado de la cama, un par de mesitas de noche con un teléfono, un directorio, un almanaque, una botella de ron con residuos, dos vasos, y un libro negro. Un libro, pensó el escritor. Sorbió café. ¿Para qué les he dejado el libro? Se pasó la mano por el rostro para retirar la pesadez de los ojos. De nuevo algo de café, otro chasquido, el teclado… ¿Cómo te llamas? Eva Domínguez. Adán, Adán Pérez, le respondió él. ¿Qué hacemos aquí? Al parecer, dormíamos. No recuerdo nada. Me duele la cabeza. Eva levantó un vaso. El olor le trajo un rastro de algo en su memoria, pero se esfumo de nuevo con el aturdimiento. Edén, hotel Edén, leyó adán en el almanaque. Kilómetro dos, vía Amagá, aquí dice, ¿sabés dónde estamos? Eva desaprobó con la cabeza, se veía angustiada. Adán revisó las indicaciones escritas sobre el teléfono. Recepción: marque cero. Restaurante: marque tres. Taxi: marque cuatro. Oprimió el cero. La línea estaba muerta. No responden, le dijo a Eva. Ambos se miraban angustiados. Se paró de su asiento; el café que bebía se había terminado. Preparó un poco, aflojó el cuerpo y se sentó de nuevo. Había creado a Adán y Eva; mujer y hombre por igual. En una ráfaga de necesaria actividad creadora, les había dotado de un espacio, de alimentos y había resuelto que ellos, un par de desorientados, convivieran juntos en ese cuarto del hotel Edén. Se fijó en el libro, y sobre el libro, apareció una nota. No leer. Eva, temerosa, le sugirió a Adán dejar el libro cerrado; el accedió. ¿Quieres un refresco? Una Coca-Cola está bien. Se acostaron en la cama. Adán miraban al techo en silencio; Eva succionaba la bebida y miraba el cuarto. ¿Cómo llegamos aquí? ¿De dónde te conozco? ¡No entiendo nada! ¡Nada!, dijo Eva y se echó a llorar. Adán sintió un impulso a abrazarla, a calmarle el llanto. No tenía palabras, ¿qué podía decir? Poco a poco Eva mermó el llanto; gimoteaba agotada. Apagó la luz.  ¿Era de día o de noche? No lo sabían. Encerrados en el cuarto, se desconocían. Decidió incitarlos, quería emoción. Sembró en Adán otra duda: debía leerlo. Encendió la luz del cuarto y miró hacia la mesa. ¿Qué pensás hacer? Leerlo. Dice bien: no leer ¿Estás loco? Me desperté en la oscuridad absoluta, ciego, temeroso de eso otro que latía a mi lado. Luego, vos igual. No recuerdo nada y vos tampoco ¿aun así insistís en que no lo haga? ¿Que no lo lea? Eva lo miró temerosa, pero la inquietud le cocía las tripas. Abrió el libro. Se detuvo. El café se agotaba y el cuarto, aún oscuro, le lastimaba los ojos. Sintió sueño. ¿Dejaría la escritura de su libro para luego? Leyó de nuevo. Adán Pérez se encontraba dormido en un rincón de la cama. A su lado, una sombra tibia respiraba. Su nombre: Eva Domínguez. El cuarto, lo envolvía un vapor y un aroma a cigarrillo. Adán, aún soñoliento, abría los ojos para percibir la luz. Aún no distinguía a Eva; su cuerpo, era una silueta, una textura de la oscuridad del cuarto. Extendió la mano. La curiosidad por ese cuerpo que dormía, lo inducía a tocarlo…

Eva gritó. ¿Dónde estamos? Miró su cuerpo desnudo y lo cubrió con la sábana. La duda era mayor. Adán Pérez y Eva Domínguez, un par de desconocidos, aparecieron desnudos en un cuarto de hotel.  La resaca les impedía saberlo. Leían un libro. De nuevo el sopor, la ausencia de café, la oscuridad. Se echó a dormir.



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