Por: Laura Bayer
Serie: Sandía Santa
Toc. Toc. Toc. Nadie había venido a visitarme en mucho
tiempo. Toc. Toc. Toc. Está desesperado, tiene mucho afán. Si pudiera
levantarme más rápido, abriría más rápido. Debe ser Elvia, como todos los días.
No quiero abrirle, no quiero que me eche cantaleta. Toc.Toc.Toc. Hoy está más
impaciente que de costumbre. Parece que tuviera un martillo en la mano. ¿Para
qué tiene que tocar? No abrirle no es taparle la boca. De todas maneras me va a
decir que me extraña y que Linda va mejorándose. Que es gracias a mí. Pero yo
no he hecho nada, la vejez ni me deja moverme.
Claro que hoy es un día diferente, hoy, gracias a mis
súplicas, puedo tan siquiera arrastrarme e ir a recibir mis visitas. Es algo.
La pesada madera se abre. No era Elvia, son César y Jaime
Alberto. César está vestido de negro, un negro tan oscuro como ese bigote que
no le cambia, no le aparece ni una sola cana. Que me hubiera visto, yo tengo
mil y como hace tanto que no me motilo sí se me deben ver más. Jaime Alberto
tiene la misma mueca de siempre, la que pone cuando lo obligan a hacer algo que
no quiere. Siento que me mira con un poco de asco, sin embargo, me dice:
– Hola,
petacón.
Bibiana está tres pasos detrás de César, tiene el cabello
más mono desde la última vez que la vi. Está cargando a su segundo hijo, el que
no alcancé a conocer. Aunque el niño tiene la cara volteada, sé que se parece
mucho a mí. Bibiana también está de negro y tiene sobre la cabeza un velo de
los que le tejía Elvia cuando estaba chiquita.
Claro, si la memoria no me falla, hoy es viernes santo. Debe
serlo, el día huele a sahumerio y puedo ver el cielo que se está poniendo
oscuro, ahora a las tres, llueve. Tan bellos, vinieron a visitarme hoy y se
perdieron la misita. Elvia se debió haber quedado por eso, esa mujer no tenía
comunión perdida.
Me acuerdo que nunca le dije a Elvia que quisiera irme de la
casa. No tenía tanta cana al aire como a veces me decía, en realidad, mi único
amante fue el guarito y nada más, y ella sabía. Me fui por razones que ya ni me
acuerdo, por eso llevamos cuatro años sin vernos. Porque fue tan repentino como
quedarse dormido.
Le pregunto a César por Linda y se queda callado. Cómo soy
de güevón, la pobre bien enferma y yo queriendo que también venga a visitarme.
Hasta debe pasar todo el día acostada. Aunque la última vez que vino Elvia,
ella me dijo que a lo mejor Linda se iba a venir a vivir conmigo pronto. No
creo que vaya a poder, no solo porque el único capital que me queda sea la
argolla de matrimonio sino porque soy consciente de que el lugar donde vivo es
muy pequeño. A veces me pregunto si Dios nunca va a creer que uno se merece un
lugarcito más cómodo para vivir conforme se hace más viejo.
Me da la impresión de que ha venido más gente a verme, pero
no puedo ver quiénes son porque están muy lejos y a los lados, como rodeándome.
Cuando uno está tan anciano y no tiene con qué comprar gotas para los ojos
secos, no tiene más remedio que mirar pa’l frente y solo pa’l frente; y al
frente está César agarrándome los brazos y el pecho, sacudiéndome el saco, me
parece que me quiere abrazar, pero no lo hace. De pronto él y la otra gente que
vino a visitarme piensa que muerdo, pero no soy un perro, simplemente me fui de
mi casa.
Efectivamente, sí estamos en semana santa. Oigo a lo lejos
el pregón de la gente y una mujer, que tiene la voz parecida a la de mi hermano
Berto, está rezando el rosario. Con esta vejez no hubiera podido ir a las
procesiones, pero la soledad no es excusa para no haberme acordado de rezar
como me enseñó mi mamá.
Jaime Alberto me sacude el pantalón, luego me lo quita.
Sostiene mis pies y entonces lo entiendo. Estos sobrinos míos son obstinados.
Quieren cambiarme la ropa y seguro llevarme hasta la procesión cargado. Me
encantaría poder decirles que me dejen, que me puedo vestir solo, pero es
decirles mentiras. No puedo hacer ninguna de las dos cosas: ni vestirme ni decir
mentiras un viernes santo. Permito que me quiten la ropa sin decir una palabra.
Bibiana me mira y no dice nada tampoco. Quisiera decirle que la quiero, pero la
brusquedad de estos muchachos no me deja. Me lastiman cogiéndome los brazos, la
cabeza, me aprietan lo que queda de mis débiles muñecas, hasta me estripan las
costillas y ni siquiera sé cómo eso es posible. Debo estar muy decrépito para
sentir como si me estuvieran agarrando del mismísimo hueso.
Siento que me cubre una nueva tela muy suavecita. Parece
seda y la debe haber mandado Elvia. Cuando ella me planchaba la ropa para irme
para el trabajo siempre la dejaba como la caricia de un angelito.
–
Decile a Elvia que la quiero –le dije a Bibiana, pero ella se quedó callada.
Quizás está pensando que si le dice eso, su madre se va a poner triste, como se
hubiera puesto al verme hoy y por eso no vino.
César me sostiene la cabeza y me pasa una de sus manos
gruesas por mi escaso cabello, definitivamente me quedé calvo. Sin embargo, las
pocas hebras que me quedan pegadas a la cabeza están muy largas. Debería
hacerme la caridad y cortármelas antes de que más gente me vea. Pero así, con
la cabeza sostenida, me doy cuenta de que ya me está viendo más gente de la que
me imaginaba. Están todos: mis hermanos, mis sobrinos, los hijos de estos, mi
hija Bibiana. Solo falta Elvia.
También noto que los apretones de los muchachos sí los sentí
en el mero hueso y que la tela que ahora me cubre es lino morado con una cinta
dorada que se entrecierra en la punta. César coloca mi cabeza con el resto de
mi cuerpo y ya, vestido con ropa nueva y perfumado con el sahumerio del
ambiente, me llevan a vivir a un lugar más pequeño. Jaime Alberto me dije:
–
Adiós, petacón –y golpea la diminuta puertecita. Se despidió igual que la última
vez que lo escuché hablar, hace cuatro años.
Cuatro años, claro, pero no me puedo acordar cómo pasó todo
esto. Cómo me hubiera gustado que Elvia se hubiera perdido la misa hoy y
hubiera venido al cementerio.
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ResponderEliminarLAS MUJERES QUE NO ERAN QUIENES DECIAN SER
autor Alejandro Marin
www.cortemoslacarajo.blogspot.com
Novela negra rioplatense.
Dos amigos, un economista de profesión y cocinero por afición y un comisario ex jefe de Delitos Complejos de la Policía Federal, tratan de desentrañar el misterio del caso que les ha caído entre manos.
La historia viaja entre Montevideo y Buenos Aires, a veces separada por el río y otras por un desigual contexto, en donde la margen occidental vive estragada por la mentira, la corrupción y la burda vindicación de la violencia. Y un decidido esfuerzo colectivo por negar la realidad de lo ocurrido, en un pasado cargado de arrebato y animosidad contra quien pensaba distinto.
El relato pinta de cuerpo entero a los personajes centrales que deambulan por los distintos ambientes, que los investigadores tienen que recorrer en la afanosa búsqueda de la verdad.
Escrito en un estilo ameno, donde no están ausentes ni el humor ni la ironía inteligente, el relato le reserva un pequeño lugar a los avatares de la economía argentina y a la descripción de sabrosas comidas, en casos con sus detalladas historias y recetas. Con la convicción que el buen comer y beber, además de un sano ejercicio para una mejor calidad de vida, también representa una plataforma desde donde aguzar el ingenio y reflexionar sobre los acontecimientos que ayudan a encontrar los secretos que uno persigue.