Por: Camilo Londoño
Serie: Sandía Santa
—¿Sigue sin llover?
—Nada.
—¿Y el Padre qué dice?
—Nada. Sigue sin salir.
—Entonces debe tener sed.
—Eso pensé. Por eso fui a
llevarle este jugo, pero no me abrió. Debe creer que no soy yo.
—Pero él reconoce tu voz.
—Lo sé. Además, hace mucho
calor.
—¿Y el sacristán?
—Está limpiando el templo.
—¿Él solo?
—Sí.
—Deberíamos ayudarle.
—Tengo miedo.
—Yo también.
—Además…
—Hace mucho calor.
—Es cierto.
—Llévale el jugo al sacristán y
yo voy preparando otro para cuando el Padre decida salir.
—Hola.
—…
—Gabriela y yo te hicimos este
jugo.
—Gracias.
—Es de lulo.
—Como le gusta al padre.
—Ajá.
—Gracias.
—Y entonces…
—Nada.
—¿Qué pasará con las
procesiones?
—No lo sé.
—¿Y con las misas?
—No lo sé.
—¡Dios Santo!
—Sí, Dios santo.
—¿Y el Padre?
—No lo sé.
—Yo le he tocado tres veces la
puerta. No me recibe ni el jugo.
—Toma, ¿puedes llevarte esto
para lavar?
—Ajá.
—Gracias.
—¿Cómo está el templo?
—Igual.
—¿Y qué te dijo?
—Nada.
—Y entonces, ¿las misas?
—Nada.
—¿Y las procesiones?
—Nada.
—¿Entonces?
—No lo sé. Sólo me dio estos
trapos para lavarlos. ¡Mira!, están llenos de sangre.
—¡Padre!
Tocó la puerta.
—¡Padre!
Volvió a tocar.
—Padre, sé que está ahí.
Susurró sobre la madera sin
hacerla sonar con los nudillos.
—¿Y?
—Nada.
—Se va acabar el jugo.
—Y el sacristán no va tomar más.
—Lleva toda la mañana en el
templo.
—Y es la tercera vez que lavo
estos trapos rojos.
—En algún momento debe terminar.
—Dios lo quiera.
—Ya no sé que quiere Dios.
Ambas se miraron buscando la fe
en los ojos de la otra.
—¿Y el cielo?
—Nada.
—Hace calor.
—Yo ya no siento el cuerpo.
—¡Estás sudando!
—…
—¿Quieres jugo?
—¿Y el Padre?
—No va a salir.
—Voy a volver a tocar.
El domingo las
palmeras amanecieron sin hojas. No hubo ramos para la procesión, sin embargo
aún no se esperaba la lluvia. El lunes hubo un sol estático sobre el firmamento
celeste. Para el martes el vino del cáliz se evanesció, el miércoles se secó el
agua bendita de la pila bautismal y el jueves dejaron de llegar las gentes al
pueblo. Por la noche se escuchó el silbido del viento hasta la madrugada. Unos
arreboles rosados despertaron al Padre, quien empezó a preparar los actos del
día. No desayunó. Sintió que el sudor seco que le cubría el cuerpo era la
materialización de algún pecado. Esperaba la lluvia de las tres de la tarde
para tranquilizarse. Volvió a sudar sobre el cuerpo ya sudado. No llovió.
En la hora frágil
de la tarde volvieron a aparecer unos arreboles rosados combinados con el cielo
celeste y el sol estático. A las 3:30 p.m. el Padre caminó hasta el centro de
la plaza con la mirada hacia arriba. Quería llorar para encontrar algo de agua,
pero sus ojos nunca habían tenido la forma de nube necesaria que cubriera todo
el pueblo. Oró. Al observar el reflejo rosáceo del firmamento pensó que lo que
veía era hermoso y dejó de orar. Siguió sin llover. Unas voces empezaron a
susurrarle como un murmullo. Era el pueblo que lo buscaba. Se levantó y entró
al templo sin mirar la gente que tenía en sus espaldas. A las cuatro de la
tarde las calles estaban azules, secas y vacías. El Padre entró a su habitación
sin quitarse la sotana.
—Griselda,
¡sírveme un jugo de lulo por favor! —dijo con voz ronca y cerró la puerta.
El sábado
amaneció temprano y los ecos fucsia del cielo se convirtieron en rojos
nubarrones. El sol era blanco y las estatuas de la iglesia comenzaron a sangrar.
A las diez de la mañana el Cristo derramó las primeras gotas de sangre que salían
de las manos y los pies; al medio día las vírgenes se unieron con un llanto
color vino tinto; y para las tres de la tarde todos los santos destilaban
sangre. Griselda y María no durmieron en toda la noche. El sacristán continuaba
restregando trapos rojos sobre los monumentos. En el pueblo se sentía un olor a
fe perdida. La tierra levantaba un vaho de agua condensada. Olía a humedad,
pero todos sabían que no iba a llover.
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