5 oct 2010

PERTURBACIÓN


Por: Daniel Gaviria


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Me gusta dejar la ventana abierta. A veces me da un sofoco, como si las paredes ardieran y se comprimieran conmigo adentro. Es natural, pienso yo, tener la sensación de ahogo por estos días, las noticias no son muy alentadoras y han dicho que la ciudad se va a calentar todavía más, que esto puede irse hasta julio.

En las calles todos tienen el ceño fruncido, cubriendo con los pelitos de las cejas la sensibilidad del complejo ocular, o de gorra, mal genios, sudando, siempre brincando por todo lado, a ver donde hay una sombra que los ampare.

Así pues, no se encuentra consuelo ni en la noche, que despeja las nubes y alborota el hedor de los que aquí viven, y la tierra que pisan cada día. Mi mamá ya me ha dicho que cierre la ventana, que uno nunca sabe quién está por ahí espiando, que corra la cortina, que mire que lo ven, que haga caso… yo dejo la ventana de par en par, que medio ventee, y si por asomo alcanzo a sentir el suave rose de un viento extraviado, que por casualidad llegó a mí, dibujo en mi cara un pedacito de sonrisa, sin mucho esfuerzo, claro, porque la idea tampoco es sudar. Además, yo no sé cuál es la cantaleta con la ventana, si vivo en una unidad cerrada, y más allá de la reja hay una calle, bueno, dos calles, que no son muy frecuentadas de noche, y a lo lejos un hospital. Nada más.

La noche pasada me quedé dormido viendo una película. A mí por lo general me gustan, aunque bien que es difícil encontrar una buena en estos tiempos, me ha tocado recurrir al canal viejo, donde pasan unas de Clint Eastwood y Stanley Kubrick. Me acuerdo que me gustó una de Kubrick: un tipo que se iba a vivir a un hotel con la familia, y conforme pasaba la estadía allá empezaba a escuchar voces que le aparecían de cualquier parte y le decían… bueno, no le decían que cerrara la ventana, si usted me entiende y ya se la vio, y si no la ha visto bien pueda, hágalo, yo no se la voy a contar.

La ventana abierta, un vientecito lo más de rico que me puso eléctrico y tembloroso, tanto que del mundo de los sueños fui traído a rastras como de súbito, razonando que la estancia ulterior y onírica, donde antes navegaba, había sido sustituida por mi cama y la ventana que tenía a cuestas, abierta y desnuda, con la cortina recogida.

De pronto, otro tipo de aire me recorrió, fue más como un vapor y, no sé por qué, me entraron ganas de cerrar la ventana, perturbado por el silencio delator de la madrugada, justiciero de cualquier ruido, por pequeño o interno que fuera, incluso del corazón.

Me di a la tarea de girar mi cuerpo y extender mi mano hasta el marco corredizo y… bueno, demás que fue una impresión, o una suposición, o algo que traje de mi sueño y se reprodujo en algún lugar de mi conciencia, pero puedo jurar que más allá de mi ventana, del parque infantil que tengo en frente, pasando la reja que protege al complejo residencial, más allá de la calle (las dos calles) y la reja que cubre al hospital, allá en una ventana de la zona de cuidados especiales (lo sé porque he estado en ese hospital) ahí, no sé bien, y podría equivocarme, pero me pareció ver un pasón de sombra negra, que no resolvía donde desaparecer hasta que, bueno, usted me entiende, no lo vi más.

Pasé varias noches espiando por una pequeña hendidura que hacía con mis manos y la cortina, mirando allá arriba, donde parecía no haber nadie, a esperar que lo que antes había observado se repitiera, pero nada.
A la séptima noche me cansé de vigilar el hospital, y dejé caer mi mirada hasta que lo sorprendí del otro lado de la calle. Ahí estaba, mirando a no sé donde, y yo me quedé quietico, frío, sin respuesta. Pretendía no moverme, no hacer nada, pero él levantó su mano derecha y saludó ¡Trass! La caída del vaso de cristal ¡mierda! Fue lo que me hizo reaccionar y cerrar la cortina, tirar cobijas encima y cantar cualquier cosa, muchas veces, susurrando, hasta que el miedo dejara mi cuerpo y tomara otra víctima insomne en esa noche de revelación y zozobra.

Sí, lo acepto, muchas noches la ventana permaneció cerrada, a mí la verdad no me importaba tanto sudar, no es que fuera tan molesto, o yo, por esos días, prefería soportarlo.

Hace dos noches, cuando el sofoco arreciaba, decidí abrir un poco la ventana, una larga, vertical y angosta abertura. Reconozco que mi ojo izquierdo giró en todas las direcciones y distancias posibles, buscando algo, digo yo, extraordinario, pero no vi más que unas hojas secas en la calle y el árbol grande, cuya raíz crecía dentro del jardín del hospital, y se extendía hasta las lámparas, entrecortando la iluminación, dejándole a lo despoblado algo de sombra y de incierto, como una emanación de la oscuridad.

Una moto aceleró y casi choca, un frenazo ruidoso que apartó el silencio y mi temor, dejándole al viento nocturno las tareas de mi razón.

Ayer no soporté el calor y abrí la ventana. No puedo decir que lo que vi entonces me asustó, porque no pude ni erizarme, sólo… sí, había algo, pero no era una sombra, era un cuerpo blanco, que pasaba la calle y la luz entrecortada por momentos le iluminaba el rostro. Era un conejo, no, era alguien disfrazado de conejo, con la cara pintada. Creo que era gordo y me miraba, no sé que tenía en su mano. Movió la cabeza al cielo, como buscando la noche, y luego me miró otra vez, y sus ojos eran negros y no decían nada. Me miraban.

Yo no podía dejar de verlo, mi cara no giraba para ninguna parte, me encontraba en un estado casi catatónico, con ganas de no estar ahí, de inventar palabras en mi mente que desviaran la posibilidad del pánico.

-Algodón rosado –dijo el conejo susurrándome al oído. Mi grito aruñó las sombras, alaridos, pero nadie vino, o mi voz no era tan fuerte ahora. Alcancé a meterme en la cobija, sintiendo por momentos que algo me agarraba los pies. Di patadas hasta que pude sentir que el único en mi habitación era yo. Yo. Yo. Yo. Oscuridad.

Puedo decir que sentía en cada músculo un frío que venía de otra parte, no de ninguna conocida, pienso yo. Una parálisis me poseía, las horas fueron pasando, no podía cerrar la ventana, mi cuerpo no accedía a tal orden, a ninguna orden. Vi llegar el sol de la mañana y apagarse las luces de la ciudad, mis ojos estaban abiertos, fijos, clavados en el cielo que se erguía azul.

Nadie ha venido en todo el día, tampoco he podido mover mis piernas ni brazos, ni mi boca, no he podido mover mis ojos, parpadear al menos, pero todo puedo verlo, la luz del sol que entra a mi habitación, y el declinamiento de esa luz, dejando correr las horas, preparando la venida vespertina ¿usted me entiende? Pero, bajo la ausencia de mis capacidades motoras, no he podido cerrar la maldita ventana, que nunca debí abrir.

Aquí estoy, respirando, moviendo el pecho cada vez con más fuerza, con la celeridad que brinda el terror, esperando por la hora. Sí, ahí está, puedo sentirlo, el señor que se viste de conejo, que tiene algo en la mano y la cara pintada, los labios son rojos y le salen tres bigotes negros, lo sé porque ha traspasado la reja de mi unidad, ha jugado en el parque que tengo al frente (lo escucho reírse), ha caído por el tobogán y extiende sus labios rojos, muy rojos, con alegría; parece que aplaude y que viene hacia mí, cantando. Mueve las manos, muchas manos, abre los ojos y la boca, y muestra sus diez dedos. Escala como araña el edificio y atraviesa mi ventana. He aquí al hombre conejo, y yo a su merced, con los labios rojo sangre y los ojos tan negros como esta noche que ha ocultado a las estrellas, en confabulación con la muerte, cómplice de su antelación. Me canta una canción y me mantiene despierto. Yo intento gritar, pero sólo expulso el eco del viento débil que ya no existe, intento extender mi mano para cerrar la ventana, pero la ventana ya no se cerrará nunca.




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