Por: Camilo Londoño H.
Escrito libre sobre la tactografía[1]
La piel puede sumergirse, hundirse, fluir entre la luz y el agua,
por eso no es extraño que los poros se abran al contacto directo con la luz.
Eso es lo que se siente, percibir tácitamente que la piel se rasga cuando cruza
la luminosidad de un cuarto precedido por una luz atrayente de color – un color
como el rojo – y ahí la piel puede sulfurarse, incluso reprimirse.
Ante la presencia de ciertos colores –el rojo, por ejemplo- la
piel llega a contenerse, fragmentarse, quizás los poros sean de color rojo. Y
ahí, otra vez, la pregunta: ¿de qué color será la piel? ¿Qué mancha hay en el
tacto?
Un color atrayente debe aturdir los ojos -los sentidos- para que
penetre el tacto. Un color atrayente es, por ejemplo, el amarillo al estallarse
en una hoja de papel o el azul del cielo sin nubes o el blanco de la corriente.
Fluir.
La piel debe –tendría- que fluir de forma dialéctica, casi
ecléctica, puede decirse eléctrica, y así lograr transitar entre el clarear del
día y el desvanecerse de la noche. Debería ser lluvia la piel, así los poros
serían diminutos disparos de agua –gotas de agua cielo – rozando la carne,
encarnizando los huesos, humedeciendo el sentir.
Si fuera esta piel un pedazo de lluvia podría, quizás, por fin
fluir.
Pero no todo es devenir en la piel, algo de agrio queda en las
costras de las uñas, a veces, también, entre el pecho, la lengua y los pezones,
algo se saborea amargo, como que la piel suda su dolor y guarda un poco entre
los bellos diminutos. Ahí, en ese intersticio de carne y viento, se guarda una amargura
tactográfica que es mejor no descubrir.
Son cosas curiosas las que guarda la piel, densas formas que deben
ser escudriñadas, absorbidas, buscadas, inquietadas, resonadas por una
pregunta, hasta encontrar el pigmento exacto u hacer reaparecer la inquietud:
¿de qué color será la piel?
Si la piel es lluvia , su color será entonces el azul. Como la
corriente. Puede ser azul lluvia como esa lluvia gris oscura que parece piedra,
o gris grisácea de felicidad o de pronto, como la lluvia de esta tarde, que se
teñía de un gris blanco estallado de cemento. Un ritmo frenético de ciudad en
soledad.
En eso debe coincidir el color de la piel con la lluvia, en que se
estalla, se desborda, rompe de forma granulosa en la penumbra hasta estrecharse
en el pecho, en la garganta, en la espalda, ahí donde se cargan los restos de
piel.
Curiosidades infinitas tiene la piel y debe explorarse para
conocerlas, para retenerlas, para borrarlas, para olvidarlas. Pero existe una
situación cargada de rareza para la piel y es cuando encuentra en su camino –
en su fluir – otra piel; momento en el que no podríamos
más que hacer la peligrosa pregunta: ¿puedo tocarte?
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