15 mar 2011

CAMINO A CERO

Por: Daniel Gaviria Vélez


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Lunes siete y media. El centro. Andresito toma el bus de cadamañana hacia el sur, piensa en recetas médicas, encomiendas y en Sandrita la farmaceuta.

El día. Ver miradas clavadas en el pavimento, condenadas a su visión de presente inmediato y qué ¿alguien se toma el tiempo de mirar las nubes, los arreboles del pasado o la fugacidad del instante? No. Paso seguido, constante, estampidas que van al lugar de trabajo, a producir, amigo, que uno no puede perder el tiempo, el tiempo vale mucho, es muy caro y el que lo derrocha nunca llega a nada. Llegar a nada ¿cómo puede uno llegar a nada? Si entonces la nada es un estado, o un camino, como esta autopista que va tomando rumbo y la maldita ventana que no corre, que luego viene ese gusanito que se llama idea ¿se puede llegar a algo? ¿Se puede esperar algo? De Sandrita, por ejemplo ¿y el tiempo, perderlo, despilfarrarlo? Como si el tiempo fuera algo que se puede perder, o bueno, no debería uno pensar estas cosas, como si el tiempo no estuviera ya perdido.

El choque de bisagras de la puerta al abrirse y una mujer que entra.

El sonido de los tacones 1,2,3, mírame y te miro, avanzar, ella extiende su brazo para sostenerse de la baranda, tiene el cabello rubio, o negro? No, no, castaño, no, es difícil precisarlo. Esconde una mirada de aguijón justo detrás de sus lentes y le regala un paneo al bus, a las dos filas que cargan gente, a la señora de labial rojo encendido, al señor dormido que deja pegotes de gomina y sudor en la ventanilla, al niño que pega el chicle debajo del asiento, sigiloso y seguro de que nadie lo vio, las tres colegialas con ejemplares de la revista Tú, el tipo gordo que escribe en su libreta y Andresito, que la invita con los ojos como traicionando una especie de instintiva fijación, algo así como perdone por no haberla detallado bien, con esas piernas y la piel blanquita, y el cabello, digamos… castaño, que usted guía hacia el lado izquierdo, y le cae libre en hombros y espalda. 

Discúlpeme también por no haberme percatado de su boca, de sus labios finamente partiditos ¿cuántas rayitas puede usted tener? En su labio inferior, por ejemplo? Veintitrés? Me permitiría contarlas después del primer café? Y usted las resalta, ungiendo sobre ellos un brillo que me recuerda la fresa o la manzana, y puedo saberlo porque lo huelo, siempre he sido bueno con el olfato, y así mismo huelo su perfume que me llega con el poquito viento que entra en este monstruo mecánico traga-personas; incluso, con ese olor, puedo adivinarle el nombre, pero no lo diré en voz alta para evitar que otro me escuche y la llame primero a sentarse con él.

Y así se la pasa Andresito, recreándola en el eco, y ya no piensa tanto en prescripciones, ni en la pastilla para su enfermedad antes de la acostada, la que cada miércoles en la noche, después de la aromática, se debe tomar.

De pronto, con ese olor, hasta se le desdibuja Sandrita, la farmaceuta, la jefe, y olvida las encomiendas del día, la bajada al Centro a las once y el cheque de consignación que tiene que llevar al banco, el antiácido de doña Fanny, que pronto echará fuego de la boca por la agriera y Andresito será el responsable de la llamarada, y verá arder todo el barrio, pero no importa, porque esta mujer, tan lejana en el bus, que decide sentarse a su lado vale formatear la conciencia. Y él, que sigue perdido en el eco no se da cuenta que la mujer le ha sonreído, le habla dos o tres palabras, Andresito no se percata del unicornio blanco de peluche que lleva la mujer en sus brazos, aferrándose a él, y se acerca y le da un beso al peluche, impregnando la silueta roja-rosada de sus labios, y él, perdido en la posibilidad que le brinda el rabillo del ojo, deja ir a la mujer, como un fantasma, perdiéndose en la bruma humana de atrás, el pitico de parada, la puerta chocando y qué queda? ¡El unicornio! Mil veces carajo, cómo no me di cuenta, cómo seguir el camino a la farmacia así no más, si ya la tuve sonriendo a mi lado, cómo, en nombre de quién, puedo yo no entregárselo, si a fin de cuentas, eso es lo que hago cada día. Cómo, si me la he pasado doce años entregando cosas, voy ahora a faltar a mi propio principio? ¡Eso es lo que le voy a decir a Sandrita cuando me reclame la demora! Pero… y el incendio del barrio por culpa de la agriera de doña Fanny? ¡Que se amarre la boca, que tome mucha agua y que cierre el banco, que la locura los envuelva a todos en la fatalidad de la coincidencia!

¡ALTO!

Frenazo, estrujón, permiso, siga, permiso, perdón, Baang, biiip.

Bajarse del bus, mirar las caras más cercanas, buscar equivocadamente a la mujer de la blusa azul celeste y lentes rojas.

La calle, la acera, las personas, el humo negro que suelta un Circular, cubriendo de veneno vaporoso la atmósfera inhóspita que llaman ciudad.

Hace exactamente cuatro minutos una mujer abandonó un bus y emprendió camino calle arriba de La Carvajal, un bar donde todos los viernes hay galería fotográfica. Hoy es jueves. Cinco, perdón, seis minutos después un tipo la busca frenético, dibujándola en la montonera, como completando un mapa de su figura con los cuerpos fugaces que recorren la calle, que lo tocan, que por descuido lo estrujan; armándola en la estampida de las ocho, con el borrador de su cara y diciéndole a la memoria que de no encontrarla, de no redescubrirla en alguna remota cámara mental, él se verá obligado a desconectarse y no regresar a la memoria nunca, que de no completarle podría entonces Andresito adormecer la razón lúcida, que lo hace despertarse todos los días a trabajar, el mismo código mecánico que lo hace ver a Sandrita cada 10 minutos exactos a través del mostrador, 10 minutos hombre, porque leí que uno pierde la concentración al concluir ese tiempo, entonces, si programo el reloj para que me avise a los 9 minutos con 59 segundos jamás pierdo la posibilidad de reinventarla. Pero ahora que esa razón, que más que lucidez parece la producción en serie de mis propósitos, ahora que mis pensamientos son arrancados por el impulso de una mujer desconocida y que mi labor es devolver el peluche a su dueña, doy cumplimiento a mi destino, a mi oficio. Este, pienso, será mi último encargo.

Recorro La Carvajal calle arriba, creyendo que bajo. Y Andresito sube, una o dos cuadras, y comienza a franquear un laberinto incompleto entre nomenclaturas y nombres en letreros verdes, que hablan de batallas, libertadores y escritores, de países y ciudades, nombres y números que ordenan y desordenan las calles, que dicen todo, menos el rumbo de la mujer.

Sigo caminando y no paro, porque si lo hago me pierdo en la inercia. Tengo que encontrarla, devolverle el unicornio para que cabalguen juntos en algún horizonte, o senda al horizonte, que suba a su unicornio esta mujer que no conozco, que no he visto más allá de sus lentes, de sus labios, de las rayitas de sus labios. Y si me dejara ir con ella no tendría que programar mi reloj nunca, podría entonces destruir el tiempo que me hace cargar rutinas, los segundos y los minutos morirían ante mis ojos y las horas serían sorteadas por el galope de nuestra montura, y ella llevaría las riendas y me dejaría olerla, construirla con mi nariz, tirando a la basura la razón, y por última proeza atravesaríamos el fuego de la ciudad, provocado por la agriera del único encargo que no completé, veríamos a doña Fanny desde las alturas proscritas y ella nos vería elevarnos más allá de la peste, desvaneciéndonos en la repentina aparición del sueño.

Entonces siento su perfume cruzando la avenida, allá está, y aquí está su objeto y el portador. Andresito le grita, la llama y extiende el unicornio como estandarte de triunfo, esperando que ella lo dibuje ahora a él, como en una visión épica de un tiempo más honorable. Corre desmedido y, sin calcular las posibilidades de su humanidad, intenta enfrentarse a la celeridad de los carros, detenerlos, desarticular la sinergia de todas las cosas, llegar a la mujer del unicornio perdido, correr, recuerdan la idea? El gusanito? No ver los semáforos, un carril, dos, casi el tercero, el bus de las ocho treinta, que va retrasado 10 minutos por el taco, que ahora no puede detenerse ni a recibir pasajeros porque no llegará a tiempo al paradero, el conductor piensa en la cabrilla, la palanca de cambios, la cuota de manutención de los hijos, la invitación a bailar con Yadira la de los tintos, la marcada de tarjeta, el conductor piensa en tantas cosas que no recuerda los frenos, porque el tiempo le exige olvidarlos, que el tiempo no tiene más significado que la velocidad y ya el conductor no tiene nada en la vista, todo lo que el parabrisas le ofrece, nada, sólo la aceleración irremediable.

Jueves, Nueve de la mañana. Taco en la avenida, un bus en mitad de la calle, el conductor afuera, el tiempo detenido, como muerto, derritiéndose sobre la ciudad. Todos conglomerados en círculo ven la imagen de un hombre sin vida, que como última voluntad agarró un unicornio, apretándolo fuerte con su mano derecha.
Está tendido en el suelo, dejando charquitos de sangre a su alrededor. Habrá que esperar a las autoridades, todos los pasajeros tienen afán, todos tienen que llegar al trabajo.

Bajan del vehículo, el último en hacerlo es un tipo que al salir mira con cara desesperada en todas direcciones, está buscando una mujer que iba a su lado y ahora parece haberse difuminado en el aglutinamiento. En su mano izquierda el tipo lleva un unicornio blanco, de peluche, probablemente habrá de recorrer unas cuantas calles para devolverlo.


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