13 mar 2011

AQUÍ FUE DONDE ME DEJARON

Por: Juan José Muñoz Gómez

Duelo a garrotazos - Goya

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Aquí fue donde me dejaron, nadie vino por mí.
Aquí fue donde me dejaron para que el viento quemara mi piel, el agua perforara mis carnes y el lodo aplastara mis huesos.
No había mucho que pudiera hacer. No tenía opción y todos lo sabían, inclusive ese pintor de medio pelo: él sólo fue a presenciar un asesinato.


Era día de mercado y todos estábamos afuera. El olor de las frutas, el rumor de los niños jugando y el sol que abría cada uno de los poros para poder entrar, hacían relucir las calles viejas de La Coruña. La mañana era tranquila, como todas las mañanas en el mercado, pero todos sabíamos que algo grande vendría, todos nos mirábamos como esperando algo, todos mirábamos las verduras mientras pensábamos para dónde correr. Todos sabíamos que algo grande vendría, simplemente no sabíamos cuándo.


Aquí fue donde me dejaron, pudriéndome entre la porquería de los hombres, haciéndome otro bulto en la tierra.


“¡José, escóndete bien!” Eso fue lo único que pude decirle a mi esposo cuando ellos llegaron. Estábamos en el mercado mis tres hijos y nosotros dos: yo y el otro que llevo adentro. Estábamos ahí cuando los perros llegaron corriendo, tres perros flacos, con las costillas marcadas a través la piel. Babeando una saliva tan densa como la brea y jadeando como si el alma se les fuera a salir por la garganta. Llegaron ladrando y todos nos miramos, como diciéndonos con nuestras pupilas que la hora había llegado.
Apenas les estábamos sirviendo agua a los perros que habían corrido colina arriba, cuando por esa misma colina aparecieron esas banderas, las banderas de Fernando VII y luego las cabezas de sus generales y luego sus caballos. Este era el día que todos estábamos esperando, este era el día que implorábamos que no llegara, este era el día que todos temíamos.
Los caballos y las bestias encima de lo caballos arrasaron todo: pasaban por encima de los puestos y de las personas, destrozaban frutas y huesos. “¡José, escóndete bien!” fue lo único que pude decir después de que atravesé el mercado con mis tres hijos y entré a mi casa, donde me esperaba mi esposo; sin embargo, antes de que él pudiera pararse de la cama, ya tenía a dos militares encima de él, estrellando su cabeza contra el piso.


— Mi Capitán, no han encontrado nada— le dijo un soldado al capitán Calderón.
— ¡Eso es imposible! Todo empezó aquí, en esta plaza, tiene que haber algo. Riego pasó por Galicia formando su ejército, tuvo que haber pasado por La Coruña— respondió Calderón, un hombre de piel y alma curtida, casi podridas por cientos de batallas, persecuciones y masacres—; ¡ja! Creer que puede derrotar al gran Fernando con su dizque constitución… Pero aquí estuvo, en esta plaza, tuvo que haber dejado algo… o a alguien.
— La gente dice que Riego se fue hace cuatro días, todos se fueron con él.
— ¡Ya sé! — le replicó Calderón casi escupiendo al tímido soldado— Pero tuvo que dejar algo. ¡Seguid buscando!


Afuera se escuchaban los gritos de esposas pidiendo por la vida de sus hijos y de hombres humildes, carpinteros, zapateros, constructores, insultando a los militares. El Ejército no se iba a ir antes de que encontrara algo, pero el general Riego se había ido hacía unos días con sus hombres. Sólo quedaban espías que informaban al Coronel de lo que pasaba en el pueblo.
Mi esposo, José Iriarte, era uno de ellos, era el más importante de los espías que se habían quedado en La Coruña ayudando a Rafael del Riego y por ende el que recibía toda la correspondencia del General y de sus subalternos. Mi esposo era liberal, luchaba contra el tirano de Fernando VII. Luchaba por la libertad de su pueblo. Luchaba por la libertad de su familia.

Apenas la noche anterior había recibido una carta del mismo general Riego en la cual se le explicaba que el Ejército Liberal se dirigía a Oviedo. José había guardado esa carta debajo de nuestro colchón de paja, como hacía con la correspondencia de los liberales antes y después de que llegaran a La Coruña.


Aquí, aquí mismo fue donde todo pasó: aquí me trajeron casi arrastrado después de que me sacaron de mi propia casa, después de que me golpearon ante mi esposa embarazada y mis tres hijos. Aquí fue donde vi por primera vez a ese animal.

Los gritos afuera empezaron a apagarse: los militares no encontraban nada y dejaban de buscar. Pero en mi casa seguían buscando, sólo porque yo le dije a José que se escondiera, por esto sospecharon. Estuvieron golpeándolo como si fuera un animal durante más de media hora delante de nosotros, delante de su familia, delante de su esposa y sus cuatro hijos. Al final, José confesó y entregó sus cartas.

Cualquier militar habría aguantado la golpiza durante días, inclusive, se mantendría firme como la roca si le hubieran hecho algo a su familia. Mi José no. Él nunca fue militar, nunca en su vida había agarrado un arma; él solo era un campesino, un campesino como los otros campesinos de La Coruña, pero a diferencia de ellos, él era espía.
Los militares del perro de Fernando dejaron de golpearlo, lo hicieron levantarse y le pusieron esposas. Se lo llevaron, se lo llevaron sin decir nada.


— Señor, tenemos que llevarlo a Madrid a que lo juzguen.
— ¿Acaso sois estúpido? ¿No oísteis que Riego va hacia Oviedo? Si nos desviamos hacia Madrid, Riego se nos escapará. Tenemos que perseguirlo— contestó Calderón con el tono de siempre.
— ¿Entonces qué hacemos?
— Para eso tenemos a Alberto.


Era un ser repulsivo, con varias cicatrices en su cara y en sus brazos, de pelo negro, enmarañado y sucio. Era un poco más bajo que yo, pero de gran musculatura, lo que lo hacía ver aún más deforme. Le faltaba la mitad de su dentadura, y los pocos dientes que tenía estaban totalmente torcidos y amarillentos. Era un monstruo.

Al principio no pude entender por qué no tenía uniforme, estaba vestido como yo, como un ciudadano, como un campesino; pero después un soldado me dijo “Él es Alberto, fue soldado del Rey, pero hace seis días se peleó con uno de sus superiores por un juego de naipes y lo mató aplastando su cabeza con una piedra. Está con nosotros porque debemos llevarlo a Madrid para hacerle su juicio por indisciplina y asesinato y ahora te tenemos a ti. ¡Y nosotros que pensábamos que teníamos que matar a Alberto! No tenéis oportunidad”


— Por fin se despertó — dijo una señora blanca de voz apacible.
— ¿Dónde estoy?
Todo el lugar era perfectamente blanco con cruces negras por todos lados. Todo era blanco, hasta las prendas de las mujeres del lugar.
— En Vigo, en el Hospital
— ¿Qué pasó?
— Te encontramos en La Coruña después de que el ejército de Su Majestad pasó por allí.
— ¿Mi bebé?
— Te golpearon mucho, es un milagro que estéis viva.
— ¡¿Mi bebé?!
— Lo perdisteis.
— ¿Mis hijos?
— ¿Cuáles hijos?
— ¿Mi esposo?
— ¿Cuál esposo?


Aquí fue donde todo ocurrió.

Aquí fue donde todo ocurrió. Me hicieron caminar durante una hora para llegar a este baldío. Ahora, ya solo una parte del cielo estaba soleada, la otra estaba negra como la noche.
Sólo estábamos Alberto, el coronel Calderón, cuatro militares de rango aparentemente alto y yo. Justo antes de que empezara mi asesinato llegó un pintor, uno de esos fracasados que van por el mundo pintando las desgracias ajenas.

Calderón era un témpano y no permitió que hubiera más soldados viendo este crimen. Quería terminarlo rápido, o mejor, terminar conmigo rápido; no quería que se convirtiera en un espectáculo. Aunque él era mi verdugo, debo agradecerle eso.

En uno de mis descuidos, los cuatro militares se me abalanzaron encima. Yo no sabía qué estaba pasando, intenté escaparme de ellos, pero me golpearon hasta que casi me matan. Me habían golpeado mucho en cuestión de unas horas y ya no quería luchar más, solo me quedé quieto. Vi como pusieron mis piernas hasta un poco más abajo de las rodillas en dos agujeros que tenían dispuestos y los cubrieron con barro. Podía sentir como el lodo atrapaba mis piernas y se metía entre la planta de mi pie y la suela de mis botas, aprovechando cada espacio.

Cuando estuve enterrado, me dieron un garrote. Vi como el monstruo de Alberto entraba por propia voluntad a sus agujeros a un metro y medio de mí y también le daban un garrote.


José Iriarte, yo soy compasivo, si salís vivo de la pelea con Albertos, seréis puesto en libertad y podréis regresar a La Coruña, con vuestra esposa y vuestros hijos quienes te esperan. Nada pasará con ellos hasta que vos regreséis, si es que eso sucede. Yo, Pedro Calderón, os doy mi palabra.


Aunque la deformidad de Alberto se postraba ante mí, amenazadora, dejándome casi sin esperanza, podía ver más allá de él: podía ver a mi familia esperándome en la puerta de mi casa, conmocionada, pero ilesa. Podía verme llegando hasta ellos y saludarlos y no soltarlos nunca. Mientras empezaba a esbozar una sonrisa en mi cara, recibí un puñetazo de Alberto.
Yo estaba situado en la parte más oscura del cielo, mientras Alberto en el lado soleado, parecía un augurio de lo que iba a pasar.

Alberto me golpeaba y me golpeaba con sus puños y sus codos, pero no utilizaba el garrote. Yo nunca antes en mi vida había tenido un arma en mis manos, pero mientras me encontraba a la merced de ese monstruo, tomé el garrote como si hubiera nacido con él y en un acto instintivo, le propiné un golpe en su oreja derecha.

Ahora lo tenía en mi poder, lo golpeé y lo golpeé. Sentía como si lo hubiera golpeado durante todo un año, y sé que él lo sentía como toda una eternidad. Yo sangraba, pero Alberto sangraba más.

Lo tenía totalmente diezmado y vi mi oportunidad: levanté el garrote con mi mano derecha casi por encima de mi cabeza, pensando terminar de una vez por todas con Alberto. Pero él, aprovechando la amplitud de mi movimiento, blandió el garrote con su mano derecha hacia un lado. En este momento todo se detuvo para mí, se detuvo para Alberto, para Calderón, para los militares y para el pintor. Todos sabíamos que este sería el golpe definitivo. Hasta el cielo lo supo y se quedo quieto. Todo se detuvo.

Alberto era un militar entrenado, ahí fue cuando lo supe. Tal vez todo se detuvo para mí, para Calderón, para los militares, para el pintor y para el cielo, pero para Alberto no se detuvo. No para Alberto. Mientras yo mantenía mi garrote en lo alto, el arma de aquel monstruo golpeo mi cabeza por encima de mi oreja izquierda. El golpe hizo un eco interminable por toda mi cabeza llegando hasta mi cuello; la piel de mi cráneo se rasgó fibra por fibra en el lugar del golpe; la capa de músculo que recubría el hueso, tampoco opuso mucha resistencia y todo el impacto pasó a través de ella; el hueso empezó a resquebrajarse en líneas irregulares hasta que quedó vuelto añicos; y finalmente mi cerebro fue golpeado por el garrote y por las partes quebradas del hueso.

Caí.

Caí hacia un lado con mis piernas aún enterradas en el suelo. Alberto no se detuvo, siguió golpeando y golpeando hasta que mi corazón dejó de latir y mis pulmones dejaron de respirar. Siguió golpeando hasta que solo pegaba a una sola masa de hueso, carne, cerebro, tierra y sangre. Siguió golpeando hasta que no quedó nada.


Aquí fue donde me dejaron.
Aquí fue donde me dejaron para que me pudriera, para que me comieran los gusanos y las aves de rapiña.
¿Ahora dónde está Rafael del Riego? ¿Ahora dónde están mi esposa y mis hijos?
Aquí fue donde me dejaron hecho tierra y sangre seca. Nadie vino a buscarme.
Aquí fue donde me dejaron.

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