9 abr 2014

AZUL PLÉYADE

Por: Maria Camila Bernal

Serie: Constelaciones



Los dedos arrugados y fríos alisaron una vez más las ondas azules. Aunque parecían frágiles, las manos ancianas se movían con ímpetu. Izquierda, derecha, izquierda derecha. Izquierda hacia arriba, derecha hacia abajo. Una línea de la vida bastante larga y unos nudillos bastante hinchados subían y bajan sin perder el ritmo. Izquierda, derecha, arriba, abajo y hacía horas que ese pelo azul ya estaba liso.

-       Abuela, eso me duele.
Silencio. Izquierda, derecha.
-       Yo creo que me voy a convertir en estatua.
Silencio. Arriba, abajo.
-       Anoche soñé que me perdía caminando y la luz ya no volvía nunca y lloré, pero no tenía miedo entonces me reí y me dio dolor de barriga.
Silencio. Las manos ya no se movían.
-       Abuela yo no me quiero ir.
-       Maya, voltéate.

La niña se quejó y volteó a mirar a la anciana. No le gustaba ver esos ojos tan grandes y tan borrosos que eran del mismo color que su pelo. Le daba miedo y ganas de llorar y de tirar piedritas en el río para que saltaran, un, dos, tres y que en tres se le olvidara que los ojos de Abuela eran del mismo color que su pelo. No quería mirarla porque ya no podía ir al río y buscó entre las arrugas otra parte de su cara que no le diera tanto miedo. La nariz.

-       ¿Me ves?
-      
-       ¿Y qué más ves?
-       No mucho
-       ¿Y quieres que siga así?
-       No.
-       ¿Entonces?
-       Me voy.

Maya salió corriendo. Con el tiempo había aprendido dónde había cosas peligrosas que tenía que evitar, porque la luz que Abuela le daba todas las mañanas era cada vez más débil.

Esa señora parecía una tortuga y, como las tortugas, no tenía nombre. Todos la llamaban Abuela porque era la única que seguía viva de El día. De La noche todos eran pequeños, no mucho mayores que Maya, y ninguno se acordaba.

Abuela había nacido en los últimos años de El día. Cuando nació, todos los diurnos supieron que pronto no iban a existir más, porque esa niña tenía el pelo más azul y liso que el que estaba descrito en los libros. Azul ballena, azul zafiro, azul mar, azul cielo, azul pensamiento, azul hortensia. Cada día era un azul más en su pelo, una cruz más en el cementerio de los diurnos y una estrella menos en la constelación. Ninguno tenía miedo porque ya todos habían escuchado sobre el día en que Las Pléyades de apagarían y El día pasaría a ser La noche,
Cuando ya no quedaban más hojas en el calendario, el pelo de Abuela amaneció azul Pléyade y el último diurno murió y la última estrella se apagó.

Abuela se quedó sola y quieta mucho tiempo, porque sus ojos conservaban todavía mucha luz y eso no la dejaba ver. Cuando estos se volvieron grandes y borrosos, pudo ver y decidió salir a caminar, decidió que caminaría hasta que sus pasos la volvieran a llevar a lo que había sido su pueblo, que ahora llamaría La noche porque seguir diciéndole El día ya no tendría mucho sentido.

Caminó mucho. Con cada año que pasaba, el azul de su pelo se convertía en un blanco cada vez más luminoso que hizo que Las Pléyades no le hicieran tanta falta.
Abuela ya no tenía noción del tiempo, por eso nunca supo cuánto había caminado cuando se dio cuenta de que había llegado de nuevo a La noche. Tampoco supo nunca por qué no le sorprendió ver a su pueblo unos 20 niños ciegos, no porque no podían ver sino porque no tenían cómo.

Al principio, los niños nocturnos se asustaron mucho con el brillo del pelo blanco de Abuela. Casi no se movían porque habían aprendido que moverse sin ver era un peligro.
Abuela se conmovió y empezó a tratarlos como hijos. Empezó por crearles una historia, un tiempo y un espacio, que los nocturnos nunca habían tenido porque no tenían estrellas y por eso no sabían quiénes eran.
Cuando les contó a los niños hasta el último detalle de su vida, supo que era hora de enseñarles a caminar solos. Pensó en cuál sería la mejor manera y así fue como empezó a darle uno de sus pelos blancos a cada niño, todos los días, después de decirles que cuando naciera una niña de un pelo tan azul como una ballena o un zafiro, Las Pléyades les darían más luz que esa delgada hebra blanca.

Años después, cuando Maya nació, la luz del pelo de abuela había perdido mucha fuerza. Todos los nocturnos celebraron el primer día del regreso de las estrellas y bailaron durante tantas noches que, cuando acabaron, la niña del pelo azul ya había bailado varios años con ellos.

Todos celebraron, menos Abuela. Tenía muchos años y sabía muchas cosas y sentía cada día cómo la luz volvía a dejarla. Sin embargo, cuando el baile se detuvo, se dedicó a enseñarle a Maya, con paciencia, cuál era su historia. Le enseñó también a caminar guiándose por la luz blanca de una hebra de cabello y también a caminar sin luz, así Maya se quejara siempre de la misma manera.

-       Abuela yo no me quiero ir
-       Maya, ¿me ves?
-      
-       ¿Y qué más ves?
-       No mucho
-       ¿Y quieres que siga así?
-       No.
-       ¿Entonces?

La última vez que Maya dijo “me voy”, fue en serio. El pueblo entero salió a despedirla y parecía que iban a bailar hasta que volviera, con las estrellas iluminando de nuevo.

Abuela tenía una mirada resignada en sus ojos borrosos. Hacía mucho que sabía que Las Pléyades nunca volverían a alumbrarlos. Sin embargo, también sabía, más que nadie, que una caminata a solas era la forma más efectiva de volver blanca como la luz una cabellera azul como Las Pléyades.



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