Por: Maria Camila Bernal
Serie: Constelaciones
Los dedos arrugados y fríos
alisaron una vez más las ondas azules. Aunque parecían frágiles, las manos
ancianas se movían con ímpetu. Izquierda, derecha, izquierda derecha. Izquierda
hacia arriba, derecha hacia abajo. Una línea de la vida bastante larga y unos
nudillos bastante hinchados subían y bajan sin perder el ritmo. Izquierda,
derecha, arriba, abajo y hacía horas que ese pelo azul ya estaba liso.
- Abuela,
eso me duele.
Silencio.
Izquierda, derecha.
- Yo
creo que me voy a convertir en estatua.
Silencio.
Arriba, abajo.
- Anoche
soñé que me perdía caminando y la luz ya no volvía nunca y lloré, pero no tenía
miedo entonces me reí y me dio dolor de barriga.
Silencio. Las
manos ya no se movían.
- Abuela
yo no me quiero ir.
- Maya,
voltéate.
La niña se quejó y volteó a
mirar a la anciana. No le gustaba ver esos ojos tan grandes y tan borrosos que
eran del mismo color que su pelo. Le daba miedo y ganas de llorar y de tirar
piedritas en el río para que saltaran, un, dos, tres y que en tres se le
olvidara que los ojos de Abuela eran del mismo color que su pelo. No quería
mirarla porque ya no podía ir al río y buscó entre las arrugas otra parte de su
cara que no le diera tanto miedo. La nariz.
- ¿Me
ves?
- Sí
- ¿Y
qué más ves?
- No
mucho
- ¿Y
quieres que siga así?
- No.
- ¿Entonces?
- Me
voy.
Maya salió corriendo. Con el
tiempo había aprendido dónde había cosas peligrosas que tenía que evitar,
porque la luz que Abuela le daba todas las mañanas era cada vez más débil.
Esa señora parecía una tortuga
y, como las tortugas, no tenía nombre. Todos la llamaban Abuela porque era la
única que seguía viva de El día. De La noche todos eran pequeños, no mucho
mayores que Maya, y ninguno se acordaba.
Abuela había nacido en los
últimos años de El día. Cuando nació, todos los diurnos supieron que pronto no
iban a existir más, porque esa niña tenía el pelo más azul y liso que el que
estaba descrito en los libros. Azul ballena, azul zafiro, azul mar, azul cielo,
azul pensamiento, azul hortensia. Cada día era un azul más en su pelo, una cruz
más en el cementerio de los diurnos y una estrella menos en la constelación.
Ninguno tenía miedo porque ya todos habían escuchado sobre el día en que Las Pléyades
de apagarían y El día pasaría a ser La noche,
Cuando ya no quedaban más hojas
en el calendario, el pelo de Abuela amaneció azul Pléyade y el último diurno
murió y la última estrella se apagó.
Abuela se quedó sola y quieta
mucho tiempo, porque sus ojos conservaban todavía mucha luz y eso no la dejaba
ver. Cuando estos se volvieron grandes y borrosos, pudo ver y decidió salir a
caminar, decidió que caminaría hasta que sus pasos la volvieran a llevar a lo
que había sido su pueblo, que ahora llamaría La noche porque seguir diciéndole
El día ya no tendría mucho sentido.
Caminó mucho. Con cada año que
pasaba, el azul de su pelo se convertía en un blanco cada vez más luminoso que
hizo que Las Pléyades no le hicieran tanta falta.
Abuela ya no tenía noción del
tiempo, por eso nunca supo cuánto había caminado cuando se dio cuenta de que
había llegado de nuevo a La noche. Tampoco supo nunca por qué no le sorprendió
ver a su pueblo unos 20 niños ciegos, no porque no podían ver sino porque no
tenían cómo.
Al principio, los niños
nocturnos se asustaron mucho con el brillo del pelo blanco de Abuela. Casi no
se movían porque habían aprendido que moverse sin ver era un peligro.
Abuela se conmovió y empezó a
tratarlos como hijos. Empezó por crearles una historia, un tiempo y un espacio,
que los nocturnos nunca habían tenido porque no tenían estrellas y por eso no
sabían quiénes eran.
Cuando les contó a los niños
hasta el último detalle de su vida, supo que era hora de enseñarles a caminar
solos. Pensó en cuál sería la mejor manera y así fue como empezó a darle uno de
sus pelos blancos a cada niño, todos los días, después de decirles que cuando
naciera una niña de un pelo tan azul como una ballena o un zafiro, Las Pléyades
les darían más luz que esa delgada hebra blanca.
Años después, cuando Maya nació,
la luz del pelo de abuela había perdido mucha fuerza. Todos los nocturnos
celebraron el primer día del regreso de las estrellas y bailaron durante tantas
noches que, cuando acabaron, la niña del pelo azul ya había bailado varios años
con ellos.
Todos celebraron, menos Abuela.
Tenía muchos años y sabía muchas cosas y sentía cada día cómo la luz volvía a
dejarla. Sin embargo, cuando el baile se detuvo, se dedicó a enseñarle a Maya,
con paciencia, cuál era su historia. Le enseñó también a caminar guiándose por
la luz blanca de una hebra de cabello y también a caminar sin luz, así Maya se
quejara siempre de la misma manera.
- Abuela
yo no me quiero ir
- Maya,
¿me ves?
- Sí
- ¿Y
qué más ves?
- No
mucho
- ¿Y
quieres que siga así?
- No.
- ¿Entonces?
La última vez que Maya dijo “me
voy”, fue en serio. El pueblo entero salió a despedirla y parecía que iban a
bailar hasta que volviera, con las estrellas iluminando de nuevo.
Abuela tenía una mirada
resignada en sus ojos borrosos. Hacía mucho que sabía que Las Pléyades nunca volverían
a alumbrarlos. Sin embargo, también sabía, más que nadie, que una caminata a
solas era la forma más efectiva de volver blanca como la luz una cabellera azul
como Las Pléyades.
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