Por: Carolina Campuzano
Serie: Constelaciones
Elena estaba recostada contra el zócalo rojo de la finca, cuya pintura,
al igual que el piso estaban resquebrajados. En su espalda sentía la fragilidad
de esa pared de bareque que no sólo la soportaba a ella con todo su cansancio
sino que allí se sostenían tantos años, tantas lluvias, tanto sol; por eso
entendía también que el zócalo ya no fuera tan rojo, que la pintura estuviera
desteñida después de haber soportado el sudor de tantos cuerpos que en ella se
recostaban después de un día de trabajo.
Sobre ese muro descansaba su padre; lo miró, allí estaba, con la
respiración tranquila y retirando el sudor que le corría por la frente quemada.
Quería grabarlo en su memoria, por eso
lo observaba con atención; al fin y al cabo esa había sido la única razón para
regresar a la finca.
Ese día había despertado con la sensación de que no conservaba en sus
recuerdos ningún fragmento de él, tampoco tenía algún retrato. Ahora lo tenía
ahí, sosteniendo un silencio más profundo que el usual, con la mirada fija en
el Cuzumbo, ese monte nombrado por los caminantes
que al verlo de lejos sentía que estaba solo aunque a su lado continuara la
cadena montañosa. Sabía que a su padre le gustaba, quizás porque ambos
compartían la misma soledad.
Elena se fijó en sus ojos, él tenía la mirada acuosa, no le pareció
normal ver ese iris disuelto en un llanto callado. Su padre siempre había
tenido los ojos opacos, bueno, al menos desde que su madre había muerto no
recordaba que hubieran vuelto a brillar.
- - Papá, ¿qué
le pasa? Sus ojos están mojados.
- - No me
pregunte bobadas, eso debe ser por la leña, usted ni se debe acordar del humo.
Otra respuesta como una roca, otra vez ella quedándose callada como
cuando él la regañaba de pequeña. Pero notó que era la primera vez que le
reprochaba su ausencia. Elena prefirió mirar también hacia el Cuzumbo esperando
encontrar allí la respuesta a las lágrimas contenidas de su padre.
-
- - ¿Qué hay
en ese monte papá?
- - ¿Usted qué
ve?
-
Seguro no
lo mismo que usted papá…
Él no le respondió, aunque no la extrañara su trato parco, pues siempre
había tenido esa costumbre para distanciarse de cualquier persona, lo que la
extrañó fue la respuesta tan vaga que le había dado. Su padre, que no hablaba
más de lo necesario, solía extenderse en ese tema. Elena recordaba esa
historia, cuando él se sentaba en el corredor a contarle sobre maldiciones y
leyendas, le decía que sólo allí valía la pena morir, ya que en su cima, una
vez cada diez años, se posaba una
estrella, la más brillante de ese lado del cielo. Él la llamaba la Cruz del Norte,
aunque Elena dudaba de que ese fuera su verdadero nombre.
Elena apartó ese pensamiento al ver la mirada triste de su padre,
insistentemente posada en el Cuzumbo, empezó a sentir el frío que anunciaba la
caída de la tarde y fue hacia la cocina. En un pocillo a medio quebrar sirvió
un café oscuro; mientras lo hacía, sintió el cansancio pegado en sus músculos.
Había estado el día ayudando a su padre
en el cultivo, pero su cuerpo no sabía tan
bien como su padre sobre el trabajo en el campo.
Cuando regresó junto a él, vio que estaba desgranando maíz. Elena se
fijó en sus manos callosas, cada surco, cada arruga estaba cubierta de tierra,
no de la que había acumulado en el día, sino la que se le había incorporado
allí por tantos años de trabajo. Ella sabía que su padre quería esa tierra que
le tostaba los dedos, que no se desvanecía y que era de las pocas cosas que aún
le pertenecían.
Elena tenía también un poco de tierra, pero sólo en las uñas, no la sentía
suya; tampoco era de su piel ese color del sol que veía en los antebrazos y en
el pecho de su padre. Ahora recordaba por qué se había ido de la finca: nada de
allí le había pertenecido nunca.
Él lo sabía y no se lo perdonaba, no le perdonaba que ella no fuera como
su madre, quizás la única mujer que él había querido. Elena lo entendía, aunque
la extrañó que no le hubiera reprochado nada cuando la vio volver sin aviso
después de tanto tiempo.
Cuando Elena llegó, su padre había detenido su labor con el azadón para
mirar en su dirección, sintió su presencia aunque nada la hubiera anunciado, ya
no estaba ni el viejo perro que ladraba
a cada extraño que se aproximaba. Comprendió, entonces, que alrededor de su
padre crecían enredaderas que lo iban cubriendo así como al letrero de la
finca. Elena llevaba un regalo en sus manos, era para él o no, quizás un poco
más para ella. Quería ver crecer algo suyo en la tierra de su padre, por eso deseaba
plantar un árbol que él vería y lo haría recordarla cuando ella se fuera de
nuevo.
Elena no pensó que su padre ya había visto
crecer muchos árboles y que no alcanzaría a ver el suyo, por eso, se esmeró en
plantarlo enfrente de la casa.
Cuando terminó el café, se percató de que las gotas empezaban a salpicar
el alero, el cielo estaba un poco oscuro pero sobre él comenzaba a brillar una
estrella. Elena no se fijó, se apresuró a resguardarse en el corredor mientras
su padre, sin prisa, guardaba la cosecha.
Cenaron juntos sin decirse nada. Elena lavó los platos y se fue a
acostar; cuando se despidió, su padre la miró detenidamente durante un momento,
como si también él quisiera guardar su imagen.
- -Buenas
noches mija- fue lo último que le dijo antes de que el cansancio la venciera y
pronto se quedara dormida.
La luz que entraba por las rendijas del techo de madera, despertó a
Elena. Miró su reloj, eran las seis. Su padre ya debería de estar en el
sembrado de nuevo, justo donde lo había encontrado el día anterior. Se levantó
y fue a la cocina por un café, pero vio que él no había preparado nada esa
mañana, salió de la casa y miró hacia el sembrado, allí no estaba tampoco;
entonces decidió buscarlo en su habitación.
El cuarto de su padre estaba vacío, Elena lo recorrió fijándose en los
pocos objetos que allí conservaba. Un calendario que tenía al lado de la cama
llamó su atención, la fecha del día anterior era la única que estaba marcada,
era el día en que la Cruz del Norte se posaba sobre el Cuzumbo, era el día que
él había elegido; el día señalado. En ese momento Elena entendió la mirada
acuosa de él y la profundidad de su silencio. Se dirigió hacia el sembrado,
allí por fin, en la tierra de su padre quedaría algo suyo: sus lágrimas.
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