15 abr 2014

REGRESO



Por: Carolina Campuzano
Serie: Constelaciones


Elena estaba recostada contra el zócalo rojo de la finca, cuya pintura, al igual que el piso estaban resquebrajados. En su espalda sentía la fragilidad de esa pared de bareque que no sólo la soportaba a ella con todo su cansancio sino que allí se sostenían tantos años, tantas lluvias, tanto sol; por eso entendía también que el zócalo ya no fuera tan rojo, que la pintura estuviera desteñida después de haber soportado el sudor de tantos cuerpos que en ella se recostaban después de un día de trabajo.

Sobre ese muro descansaba su padre; lo miró, allí estaba, con la respiración tranquila y retirando el sudor que le corría por la frente quemada. Quería  grabarlo en su memoria, por eso lo observaba con atención; al fin y al cabo esa había sido la única razón para regresar a la finca.

Ese día había despertado con la sensación de que no conservaba en sus recuerdos ningún fragmento de él, tampoco tenía algún retrato. Ahora lo tenía ahí, sosteniendo un silencio más profundo que el usual, con la mirada fija en el Cuzumbo, ese monte nombrado por los  caminantes que al verlo de lejos sentía que estaba solo aunque a su lado continuara la cadena montañosa. Sabía que a su padre le gustaba, quizás porque ambos compartían la misma soledad.

Elena se fijó en sus ojos, él tenía la mirada acuosa, no le pareció normal ver ese iris disuelto en un llanto callado. Su padre siempre había tenido los ojos opacos, bueno, al menos desde que su madre había muerto no recordaba que hubieran vuelto a brillar.

-         -  Papá, ¿qué le pasa? Sus ojos están mojados.

-         - No me pregunte bobadas, eso debe ser por la leña, usted ni se debe acordar del humo.

Otra respuesta como una roca, otra vez ella quedándose callada como cuando él la regañaba de pequeña. Pero notó que era la primera vez que le reprochaba su ausencia. Elena prefirió mirar también hacia el Cuzumbo esperando encontrar allí la respuesta a las lágrimas contenidas de su padre.
-       
-              - ¿Qué hay en ese monte papá?
-            - ¿Usted qué ve?
-          Seguro no lo mismo que usted papá…

Él no le respondió, aunque no la extrañara su trato parco, pues siempre había tenido esa costumbre para distanciarse de cualquier persona, lo que la extrañó fue la respuesta tan vaga que le había dado. Su padre, que no hablaba más de lo necesario, solía extenderse en ese tema. Elena recordaba esa historia, cuando él se sentaba en el corredor a contarle sobre maldiciones y leyendas, le decía que sólo allí valía la pena morir, ya que en su cima, una vez cada diez años,  se posaba una estrella, la más brillante de ese lado del cielo. Él la llamaba la Cruz del Norte, aunque Elena dudaba de que ese fuera su verdadero nombre.

Elena apartó ese pensamiento al ver la mirada triste de su padre, insistentemente posada en el Cuzumbo, empezó a sentir el frío que anunciaba la caída de la tarde y fue hacia la cocina. En un pocillo a medio quebrar sirvió un café oscuro; mientras lo hacía, sintió el cansancio pegado en sus músculos. Había estado el día  ayudando a su padre en el cultivo, pero su cuerpo no sabía  tan bien como su padre sobre el trabajo en el campo.

Cuando regresó junto a él, vio que estaba desgranando maíz. Elena se fijó en sus manos callosas, cada surco, cada arruga estaba cubierta de tierra, no de la que había acumulado en el día, sino la que se le había incorporado allí por tantos años de trabajo. Ella sabía que su padre quería esa tierra que le tostaba los dedos, que no se desvanecía y que era de las pocas cosas que aún le pertenecían.

Elena tenía también un poco de tierra, pero sólo en las uñas, no la sentía suya; tampoco era de su piel ese color del sol que veía en los antebrazos y en el pecho de su padre. Ahora recordaba por qué se había ido de la finca: nada de allí le había pertenecido nunca.

Él lo sabía y no se lo perdonaba, no le perdonaba que ella no fuera como su madre, quizás la única mujer que él había querido. Elena lo entendía, aunque la extrañó que no le hubiera reprochado nada cuando la vio volver sin aviso después de tanto tiempo.

Cuando Elena llegó, su padre había detenido su labor con el azadón para mirar en su dirección, sintió su presencia aunque nada la hubiera anunciado, ya no estaba ni  el viejo perro que ladraba a cada extraño que se aproximaba. Comprendió, entonces, que alrededor de su padre crecían enredaderas que lo iban cubriendo así como al letrero de la finca. Elena llevaba un regalo en sus manos, era para él o no, quizás un poco más para ella. Quería ver crecer algo suyo en la tierra de su padre, por eso deseaba plantar un árbol que él vería y lo haría recordarla cuando ella se fuera de nuevo.

Elena no pensó que su padre ya había visto crecer muchos árboles y que no alcanzaría a ver el suyo, por eso, se esmeró en plantarlo enfrente de la casa.


Cuando terminó el café, se percató de que las gotas empezaban a salpicar el alero, el cielo estaba un poco oscuro pero sobre él comenzaba a brillar una estrella. Elena no se fijó, se apresuró a resguardarse en el corredor mientras su padre, sin prisa, guardaba la cosecha.

Cenaron juntos sin decirse nada. Elena lavó los platos y se fue a acostar; cuando se despidió, su padre la miró detenidamente durante un momento, como si también él quisiera guardar su imagen.

-          -Buenas noches mija- fue lo último que le dijo antes de que el cansancio la venciera y pronto se quedara dormida.

La luz que entraba por las rendijas del techo de madera, despertó a Elena. Miró su reloj, eran las seis. Su padre ya debería de estar en el sembrado de nuevo, justo donde lo había encontrado el día anterior. Se levantó y fue a la cocina por un café, pero vio que él no había preparado nada esa mañana, salió de la casa y miró hacia el sembrado, allí no estaba tampoco; entonces decidió buscarlo en su habitación.

El cuarto de su padre estaba vacío, Elena lo recorrió fijándose en los pocos objetos que allí conservaba. Un calendario que tenía al lado de la cama llamó su atención, la fecha del día anterior era la única que estaba marcada, era el día en que la Cruz del Norte se posaba sobre el Cuzumbo, era el día que él había elegido; el día señalado. En ese momento Elena entendió la mirada acuosa de él y la profundidad de su silencio. Se dirigió hacia el sembrado, allí por fin, en la tierra de su padre quedaría algo suyo: sus lágrimas.




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