Por: Laura Bayer
Serie: Constelaciones
¿Por qué ese
instrumento? Toda la vida se lo había preguntado. Era tan primitivo que nadie
conocía de su existencia o lo asociaba con otro nombre. “Ah, ¿el arpita ese?”,
le decían sus compañeras del internado. “Se llama lira”, les contestaba con la
misma obstinación que su madre tenía al insistirle que aprendiera a tocarla a
la perfección.
Interpretar era tan
dispendioso como cargarla. Ningún lugar lograba ser el más propicio para
sentarse a replicar las notas de genios como Tchakovski o Mozart. Debía tocarla
con las dos manos, no podía hurgarse la nariz si estaba en medio de una
sinfonía. Claro que, según su madre, tampoco podía respirar, pestañear ni dejar
de mover sus dedos, o cualquier cosa que interrumpiera su concentración o el
sonido del estorboso instrumento.
En el verano, prefería
escaparse de su casa, a que su madre tomara bruscamente la lira, se la clavara
en el regazo y casi que comenzara a moverle sus dedos como un titiritero, para
que practicara.
Una noche de agosto su
papá la encontró tirada junto al yarumo blanco del patio “mirando pa’l techo”,
en este caso, la imagen de un cielo estrellado que se colaba por las ramas del
árbol hasta llegar a sus ojos claros.
-¿Sabés, Eliza? –Le
preguntó-. Justo en el punto donde estás mirando en el cielo, hay otro ojo
verde como los tuyos devolviéndote la mirada.
Eliza se incorporó,
curiosa. Era la primera vez en mucho tiempo que le hablaban de algo
interesante, fluido y en continuo cambio, como el universo, no de una estúpida,
milimétrica, estática y pesada lira.
-Es eso que los
científicos llaman “el ojo de Dios” –le explicó su padre-, la estrella más
brillante de la constelación de Lyra.
Eliza estaba tan
irritada que después de oír “lira” se volvió a echar al pie del yarumo blanco y
con un bufido de exasperación le pidió a su entrometido acompañante:
-Andate si venís a
hablarme de eso. Voy a practicar… -dijo arrastrando las palabras, justo como
imaginó que se arrastrarían sus pies hasta llegar a la horrible, estrecha y
húmeda habitación de su madre, donde la esperaba esa incómoda silla, cuyas
varillas de hierro se le clavarían en la espalda y en las nalgas diez minutos
después de haberse sentado a tocar-. Pero puedo descansar al menos una noche.
Dejame.
Y paró de mirar al
cielo y se volteó, dándole la espalda a su padre.
-Ay, Eli… -le dijo él
soltando una risilla y sentándose a su lado, recostado en el tronco del yarumo-,
se llama Lyra por parecerse al instrumento del dios griego Orfeo. No vine aquí
para convencerte de que vayás a tocar ese armatoste.
-¿Entonces decís que
ese Orfeo es el que me mira desde el cielo? –Se volvió Eliza.
-Solo digo que existe
una nebulosa que se llama Vega, que se ve como el iris de un ojo bien abierto
en medio de la oscuridad del vasto Universo –terminó el hombre alzando el
cuello y sonriendo.
-Huy, qué poético –se
mofó la hija.
-Poético sería si te
dijera que te acordaras que Dios te mira, o que yo te miro o que te ves a vos
misma, cuando imaginés ese verde más allá del cielo, y claro, cuando toqués esa
lira que tanto te choca, para que no termine siendo tan tedioso.
*
Esa noche, Eliza sí
miraba”pa’l techo”. Podía ver cómo la capa de pintura blanca comenzaba a
agrietarse en la cúspide del teatro. Las manos le sudaban y hasta los dientes
llegaban a castañearle. “A continuación, Elizabeth del Río, interpretando Für
Elise, de Beethoven”, anunció una voz grave y educada por los altavoces del
recinto, voz que empujó a Eliza delante de una gruesa cortina y la enfrentó a
un mar de ojos, todos oscuros a simple vista. Se sentó en el cómodo mueble
forrado en terciopelo y tomó la pesada lira hasta posarla entre sus piernas, para
comenzar a dibujar algunas notas palpando las cuerdas con sus dedos.
-¿Y si me da pánico
escénico? –Recordó haberle dicho a su director unas horas antes del recital.
Pero estando allí, sentada en una silla comfortable, con una lira recién tallada y afinada, en una habitación amplia que no olía a humedad, supo qué hacer con tantos pares de ojos oscuros que no parpadeaban solo por verla. Se imaginó que más allá, estaba ella viéndose a sí misma, estaban los ojos de su padre mirándola desde un lugar más etéreo y bello, estaba Vega, la estrella más brillante de Lyra, mostrándole cómo tocar.
Pero estando allí, sentada en una silla comfortable, con una lira recién tallada y afinada, en una habitación amplia que no olía a humedad, supo qué hacer con tantos pares de ojos oscuros que no parpadeaban solo por verla. Se imaginó que más allá, estaba ella viéndose a sí misma, estaban los ojos de su padre mirándola desde un lugar más etéreo y bello, estaba Vega, la estrella más brillante de Lyra, mostrándole cómo tocar.
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