Por: Andrés Ricardo Pérez R.
Sus sueños rompían el viento a la velocidad de las fechas, todos apuntaban a aquel artefacto legendario, proyectándose hacia a la realidad. El compañero de su padre, el guardián sempiterno de toda su estirpe, ahora se revelaba contra la sangre que le alimentaba de su fuerza impulsadora. ¿Se negaba, acaso para siempre, a ofrecer el sacrificio de sus flechas al ritual de lo certero para alimentar, para defender o para guiar? Se resignaba a la aquiescencia con la muerte. El arma resistía reconocer a su maestro. Sentía su miedo y no se lo perdonaba.
No era tan fuerte como su hermano, el primogénito. La muerte le había llevado demasiado pronto y con él se habían esfumado también la fuerza del arma. Le parecía ver en sus ensueños la rapidez en que se fusionaban alma y flecha para perforar lo inalcanzable. La facilidad y la aparente suavidad con la que el mayor tensaba la cuerda, recordaba la ternura y la fragilidad que se tiene en una caricia con el ser amado. Hacía honor a la tenacidad del músico que interpreta el laúd con la familiaridad consentida que solo existe entre amo e instrumento, forjada en el entrenamiento que crea lazos de sensibilidad entre el artista y su medio para expresar el arte.
La bestia le acechaba desde las tinieblas El crujir de una rama confirmó la presencia del animal. Le miraba desafiante y sus colmillos asomaron como preludio de lo inevitable. A pesar del tamaño y ferocidad de aquella pesadilla, jamás retrocedió. Le devolvió la mirada solemne de quien acepta un desafío. La embestida del animal no lo agarró por sorpresa. Se deslizo hacia la estera y tomó una vez más el arco entre sus brazos, la resistencia inicial había cedido, la reliquia reconocía algo valioso en su determinación. El miedo había desaparecido. Tensó la cuerda con una facilidad encantadora.
Apenas si tuvo que deslizar la flecha, cortando en un silbido el viento de la noche.
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